María
Dueñas
El
tiempo entre costuras
Uno
de los efectos del enamoramiento loco y obcecado es que anula los sentidos para
percibir lo que acontece a tu alrededor. Corta al ras la sensibilidad, la
capacidad para la percepción.
Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara. Cuando todo saltó por los aires, me di cuenta de que aquellos ocho meses que había pasado junto a Ramiro habían sido de tal intensidad que apenas había tenido contacto cercano con nadie más. Sólo entonces fui consciente de la magnitud de mi soledad. En Tánger no me molesté en establecer relaciones con nadie: no me interesaba ningún ser más allá de Ramiro y lo que con él tuviera que ver. En Tetuán, sin embargo, él ya no estaba, y consigo se habían marchado mi asidero y mis referencias; hube por ello de aprender a vivir sola, a pensar en mí y a pelear para que el peso de su ausencia fuera poco a poco haciéndose menos desolador. Como decía el folleto de las Academias Pitman, larga y escarpada es la senda de la vida.
Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara. Cuando todo saltó por los aires, me di cuenta de que aquellos ocho meses que había pasado junto a Ramiro habían sido de tal intensidad que apenas había tenido contacto cercano con nadie más. Sólo entonces fui consciente de la magnitud de mi soledad. En Tánger no me molesté en establecer relaciones con nadie: no me interesaba ningún ser más allá de Ramiro y lo que con él tuviera que ver. En Tetuán, sin embargo, él ya no estaba, y consigo se habían marchado mi asidero y mis referencias; hube por ello de aprender a vivir sola, a pensar en mí y a pelear para que el peso de su ausencia fuera poco a poco haciéndose menos desolador. Como decía el folleto de las Academias Pitman, larga y escarpada es la senda de la vida.
Terminó
agosto y llegó septiembre con sus tardes menos largas y las mañanas más
frescas. Los días transcurrían lentos sobre el ajetreo de La Luneta. La gente
entraba y salía de las tiendas, los cafés y los bazares, cruzaba la calle, se
detenía en los escaparates y charlaba con conocidos en las esquinas. Mientras contemplaba
desde mi atalaya el cambio de luz y aquel dinamismo imparable, era plenamente
consciente de que yo también necesitaba cada vez con más urgencia ponerme en
movimiento, iniciar una actividad productiva para dejar de vivir de la caridad
de Candelaria y comenzar a juntar los duros destinados a solventar mi deuda. No
daba, sin embargo, con la manera de hacerlo y, para compensar mi inactividad y
mi nula contribución a la economía de la casa, me esforzaba al menos en
colaborar en lo posible para aligerar las tareas domésticas y no ser sólo un
bulto tan improductivo como un mueble arrumbado. Pelaba patatas, ponía la mesa
y tendía la ropa en la azotea. Ayudaba a Jamila a pasar el polvo y a limpiar
cristales, aprendía de ella algunas palabras en árabe y me dejaba obsequiar por
sus eternas sonrisas. Regaba las macetas, sacudía las alfombras y anticipaba
pequeñas necesidades de las que antes o después alguien tendría que encargarse.
En sintonía con los cambios de temperatura, la pensión se fue también preparando
para la llegada del otoño y yo cooperé en ello. Cambiamos las camas de todos
los cuartos; mudamos sábanas, retiramos las colchas de verano y bajamos los
cobertores de invierno de los altillos. Me di cuenta entonces de que gran parte
de aquella lencería necesitaba un repaso urgente, así que dispuse un gran cesto
de ropa blanca junto al balcón y me senté a enmendar desgarrones, reafirmar
dobladillos y rematar flecos sueltos.
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