Zollinger
quiere ser impresor, a pesar de la competencia y de las complicaciones que le
acarrea este deseo en su aldea natal, la cual se sorprende de la decisión de
convertir su casa en un pequeño taller de impresión, es por ello que decide ir
por otro camino para conseguir su fin, viajando en busca de su destino, en su
exilio se mantendrá fuera de su pueblo durante siete años.
A
lo largo de su camino trabajará en todo tipo de profesiones. Comenzando en una
garita de ferrocarril descubrirá el amor a través de una misteriosa
telefonista, después se convertirá en un soldado y se unirá a las filas del ejército,
allí conocerá la camarería y las fieles amistades. Para un día volverse un
ermitaño en lo más profundo del bosque y escuchar el cantar de los diferentes
arboles… pero sobre todo y gracias a su largo viaje conocerá el valor de los
pequeños y cotidianos oficios.
Pablo
nos introduce en una narración hipnótica y relajante además de profunda y de
enseñanza. El texto se va trasformando en una fábula para adultos pues, está
cargado de frases sencillas pero con gran fondo, lo que añade al texto más
valor. La novela se lee rápidamente pues sus capítulos son breves pero, es por
ello, por lo que se descubre mejor lo
que su autor nos quiere mostrar. Su protagonista se rodea de todo tipo de
personajes carismáticos, únicos y diferentes en cada profesión en la que decide
incorporarse. Como bien expresa Andrés Ibáñez en su genial introducción
titulada Lecciones del Zollinger
sobre la narración del escritor: Para
vivir en este mundo extraño, fragmentado y enloquecedor, es necesaria la
inmensa inocencia de Zollinger, uno de esos angelicales personajes típicos de
Pablo d’Ors, que a ratos nos recuerdan a Kafka, a Walser y, especialmente en
este libro, a Joseph Roth, y que parecen tábulas rasas vivientes. Zollinger es
honesto, sistemático, afable, dulcemente emotivo, serenamente desprendido y
posee una infinita capacidad de asombro, dos cualidades que no suelen ir unidas
en la vida corriente pero que en el mundo d’Orsiano resultan casi inseparables.
Sí, porque, ¿el que se adapta a todo no es el que acepta no asombrarse? ¿El que
se siente a gusto en cualquier lugar no es el no siente fascinación por nada?
La difícil hazaña psicológica de los personajes de Pablo d’Ors consiste en
vivir existencias rutinarias y al mismo tiempo experimentar la vida como una
aventura siempre excitante. En esto se separa de d’Ors de la mayoría de sus
antecedentes germánicos a los que nos referíamos: Kafka acepta enseguida la
incapacidad de la literatura para representar la vida; Walser es, intuimos, por
debajo de ese aire contemplativo, un tipo siniestro y malvada; Roth está
obsesionado por el decaimiento y la corrupción (aunque tiene santos felices, como
ese «santo bebedor» tan d’Orsiano), mientras que nuestro autor apuesta
claramente por la lucidez, por la plenitud, por la felicidad. En esto, como en
muchas otras cosas, es un caso insólito en nuestras letras, universalmente
corroídas por lo siniestro y por eso que los medievales llamaban «el odio al
mundo». En definitiva una novela que traza una parábola, unas andanzas de
ida y vuelta en busca de aquellos sueños que, por el hecho de perderse en una
oscura niebla, parecen ser difíciles de obtener e, inesperadamente, el viaje de
su protagonista se hace necesario para encontrar las habilidades necesarias
para llegar a conseguir el tan ansiado sueño.
Recomendado
para aquellos que quieran asombrarse con una novela de crecimiento profesional
y personal. También para aquellos que quieran conocer un libro de sensaciones y
sentimientos que, sin ser descritos en el libro, aparecen mientras avanzamos en
la narración del textos, y por último para quienes desconozcan la obra de Pablo
d’Ors, esta novela es breve y fácil de leer.
Extractos:
Entre los constantes «pot» y los
«poc», al funcionario Zollinger se le pasaban las horas sin darse cuenta, hasta
que una tarde, tras haber sellado centenares de impresos —aquella había sido
una jornada dura—, se llevó una sorpresa tan gran que mereció ser celebrada: su
tampón había hecho un ruido diferente. Sí, al golpear contra el impreso, el
sonido que había brotado no era ni el acostumbrado «poc» ni el todavía más
habitual «pot», sino algo así como «poch». «Poch» era, definitivamente, a lo
que más se asemejaba aquel sonido, mucho más que a «pof» o que a «pox»,
posibilidades estas que también consideró. ¿Habría sido imaginación suya?, se
preguntó August, al tiempo que miraba su tampón como si la vista pudiera
revelarle algo para lo que solo el oído tenía competencia. ¿Acaso no habría
oído bien? No, estaba seguro, y para cerciorarse se molestó en comprobar que el
cambio no se debía a que tuviera debajo de aquel impreso más o menos papeles de
los acostumbrados. Fuera porque había agarrado el tampón como nunca hasta
entonces o porque le había imprimido una nueva velocidad, o incluso por la
calidad de aquel papel en concreto, algo más grueso, lo cierto en todo caso era
que aquella vez el tampón no había hecho «pot» ni «poc», como durante las
primeras semanas de trabajo, sino «poch». Este cambio sonoro final —los sonidos
inicial e intermedio continuaban inalterados—, inaudible para cualquiera menos
para él, llenó el corazón del funcionario Zollinger de una especial felicidad:
una felicidad extraña, genuina, intransferible. Ni siquiera buscó August que su
«poch» se repitiera: le bastaba con saber que en su tampón, por años que
pudiera llevar ejerciendo su oficio, se esconderían siempre sonidos nuevos y
que él estaría allí, con su espíritu exquisito, para percibir y recibir esos
regalos, tan diminutos como esenciales.
¿Días felices? Sí, aunque
puntualmente enturbiados por unos celos intensísimos que devoraban al enamorado
Zollinger hasta consumirle. Meditabundo como nunca, August no podía dejar de
preguntarse por lo que Magdalena podría haber dicho a los demás ferroviarios en
sus brevísimas conferencias telefónicas. Sin duda, también a sus colegas de
Darmbrücken, Eisen o Schwabing, ella les había dicho «¿Preparado?» o incluso
«¿Listo?»; eso podía perdonarlo. Pero —y era esto lo que le angustiaba—
¿también con ellos utilizaría la misma entonación que con él, tan cariñosa, tan
irresistible?
Junto a esta cuestión había otra no
menos grave: en la soledad de sus respectivas garitas —diferente de cualquier
otra soledad—, ¿también ellos —casados, solteros, jóvenes o mayores…— estarían
enamorados? Agotado por sus cábalas, August quería saber cómo no enamorarse de
una voz —cualquiera que esta fuere— en medio de la soledad. Y, todavía más, ¿no
es, después de todo, la soledad el mejor caldo de cultivo del amor, el único?
Y así, en esa fragua de celos y de
amor, estuvieron él y ella durante meses, concediéndose un minuto al día y
dedicándose el resto de la jornada, casi por completo, a pensar y ensoñar cómo
podrían quererse más en el nuevo minuto que les brindaría al cabo de unas
horas.
Editorial: Impedimenta
Autor: Pablo d'OrsPáginas: 144
Precio: 17,95 euros
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