Dolores
Redondo
El
guardián invisible
Fundada
en 1865, Mantecadas Salazar era una de las fábricas de dulces más antiguas de
Navarra; seis generaciones de Salazar habían pasado por ella, aunque había sido
Flora, relevando a sus padres, la que había
sabido darle el impulso necesario para mantener un negocio de esas
características en el época actual. Se mantenía el cartel original enmarcado en
la fachada de mármol, y las anchas contraventanas de madera se habían
sustituido por gruesas cristaleras ahumadas que no permitían ver el interior. Rodeando
el edificio, Amaia llegó hasta la puerta del almacén, que cuando trabajaban
permanecía siempre abierta. Golpeó con los nudillos. Mientras entraba observó a
un grupo de operarios que empaquetaban pastas mientras charlaban. Reconoció a
algunos, los saludó y se dirigió al despacho de Flora aspirando el aroma dulzón
de la harina azucarada y de la mantequilla derretida que durante años formó
parte de su ser, impregnando su ropa y su cabello como una huella genética. Sus
padres habían sido los precursores del cambio, pero Flora lo había llevado a
cabo con pulso firme. Amaia vio que había sustituido todos los hornos excepto
el de leña y que las antiguas mesas de mármol sobre las que amasaba su padre
eran ahora de acero inoxidable. Ahora había unos dispensadores con pedal y las
diversas zonas estaban separadas por cristales limpísimos; de no haber sido por
el penetrante olor del almíbar le habría recordado más a un quirófano que a un
obrador. Por el contrario, el despacho de Flora resultaba sorprendente. La mesa
de roble que reinaba en un rincón era el único mueble propio de una oficina. Una
gran cocina rústica con una chimenea y una encimera de madera hacían las veces
de recepción; un gran sofá floreado y una moderna cafetera exprés completaban
el conjunto, que era realmente acogedor.
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