Los habitantes del bosque de Thomas
Hardy
Traducción y postfacio de Roberto
Frías
ISBN: 978-84-15130-44-4
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 452
PVP: 19,95 €
Grace Melbury, la
preciosa y delicada hija de un próspero maderero que haría cualquier cosa por
ella, regresa al pequeño pueblo de su infancia después de haber recibido una refinada
educación lejos de allí. Su reencuentro con quien siempre estuvo destinado a
ser su marido, Giles Winterborne, les revela a los dos que, pese a todo lo que
él pueda amarla, no está a la altura de sus nuevas expectativas sociales y, en
cambio, sí lo está el nuevo médico de la región, el aristocrático Edred
Fitzpiers, que aparece rodeado de libros y de un raro halo de misterio. La
relación que se establece entre los tres se verá salpicada de malentendidos y
traiciones, pero también de una devoción y una lealtad que conducirán a un
desenlace extraordinario.
—En ese lugar al que se dirige,
vive un joven doctor. Es muy inteligente y sabio, pero dicen que no vive ahí
para curar a nadie, sino porque tiene trato con el diablo.
Era una mujer la que le había
lanzado este comentario al barbero durante la despedida, como en un último
intento de averiguar cuál podía ser la naturaleza de su misión.
Pero el barbero no respondió, y se
precipitó sin más hacia aquel rincón sombrío, pisando con cuidado las hojas
muertas que casi cubrían por completo el camino, o la calle, del caserío. Ya
que muy pocas personas, a excepción de ellos mismos, pasaban por allí después
del anochecer, la mayoría de los moradores de Little Hintock consideraba que
las cortinas eran algo innecesario. Así, el visitante pudo ir deteniéndose
frente a las ventanas de cada una de las casitas que encontró a su paso, con un
comportamiento que evidenciaba su esfuerzo por deducir el paradero de alguien
que residía allí. Fue fijándose en todas las personas y en todos los objetos
que pudo descubrir en el interior.
Solo le interesaban las viviendas
más pequeñas. Ignoró por completo una o dos casas cuyo tamaño, antigüedad e
intrincadas dependencias daban a entender que, a pesar de la lejanía, habían
sido habitadas, si es que no seguían estándolo, por gentes de una posición
social considerable. El olor a pulpa de manzana y el siseo de la sidra en
fermentación, provenientes de la parte trasera de algunas viviendas, revelaban
la más reciente ocupación de algunos de los habitantes, y se incorporaban al
aroma de descomposición que las hojas moribundas despedían desde el suelo.
El hombre había pasado ante media
docena de moradas sin resultado alguno. La siguiente, situada frente a un árbol
alto, se encontraba en un estado de excepcional resplandor; el brillo
centelleante del interior subía por la chimenea, y convertía el humo emergente
en una niebla luminosa. Visto a través de la ventana, ese mismo interior lo
obligó a detenerse con aire decisivo, y a observar. El lugar era más bien
grande para tratarse de una casa de campo, y la puerta, que daba directamente
al salón, estaba entreabierta, así que una cinta de luz escapaba por el
resquicio y se perdía en la oscura atmósfera del exterior. De tanto en tanto,
una palomilla, ya decrépita al final de la estación, revoloteaba un instante
ante los rayos de luz y luego desaparecía otra vez en la noche.
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