Tan
poca vida
Hanya
Yanagihara
Nos
conocimos en Nueva York, donde yo estudiaba derecho y ella medicina. Después de
licenciarnos, me ofrecieron empleo como pasante en Boston, y ella (que tenía un
año más que yo) empezó las prácticas. Se estaba formando para ser oncóloga. Yo
la admiraba, pues no hay nada más tranquilizador que una mujer que quiere
curar, maternalmente inclinada sobre un
paciente con su bata blanca. Sin embargo, Liesl no buscaba admiración: le
interesaba la oncología porque era una de las especialidades más difíciles, y
la más cerebral. Tanto ella como sus colegas oncólogos en prácticas
menospreciaban a los radiólogos (demasiado mercenarios), a los cardiólogos
(demasiado engreídos y satisfechos), a los pediatras (demasiado sentimentales)
y sobre todo a los cirujanos (increíblemente arrogantes) y a los dermatólogos
(de los que no merecía la pena hablar, aunque trabajaban a menudo con ellos).
Les gustaban los anestesistas (raros y meticulosos, propensos a alguna
adicción) y los patólogos (aún más cerebrales que ellos), eso era todo. A veces
invitaba a algunos de sus colegas a casa y durante la sobremesa discutían sobre
casos y estudios hasta que las parejas —abogados, historiadores, escritores y
científicos de otras ramas—, cansados de ser ninguneados, nos escabullíamos a
la sala de estar para hablar de los temas triviales y más frívolos que ocupaban
nuestros días.
Éramos
adultos y llevábamos una existencia bastante feliz. No había quejas, ni por su
parte ni por la mía, por no pasar suficiente tiempo juntos. Nos quedamos en
Boston para que ella hiciera las prácticas como residente, y cuando las acabó,
ella volvió a Nueva York para especializarse y yo permanecí allí. Por aquel
entonces yo trabajaba en un bufete y era profesor adjunto de la facultad de
derecho. Nos veíamos los fines de semana, uno en Boston otro en Nueva York.
Tras finalizar la especialidad regresó a Boston y nos casamos; compramos una
casa, no la que tengo ahora sino una más pequeña, en las afueras de Cambridge.
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