Matthew
Dicks
Memorias
de un amigo imaginario
Recuerdo
que una noche Max salió con su madre y yo me quedé en casa con su padre. Tuve
miedo de salir con Max porque nunca me había movido de casa, así que me pasé
toda la noche sentado en el sofá con su padre. Venga a gritarle y chillarle.
Pensaba que se acabaría hartando de oírme y al menos se volvería para decirme
que me callara. Yo le suplicaba que me hiciera caso, pero él no apartaba la
vista del partido de béisbol que ponían en la tele, como si yo no existiera. De
pronto, en mitad de uno de mis gritos, se rió. Por un momento pensé que se reía
de mí, pero debió de ser por algo que había dicho el hombre de la tele, porque también
él estaba riendo. Yo pensaba que era imposible que el padre de Max oyera lo que
decía el de la tele con lo que yo estaba gritando, y encima en su oreja.
Entonces, comprendí que aparte de Max nadie más podía oírme.
Después
conocí a otros amigos imaginarios y descubrí que ellos sí me oían. Los que
podían, claro, porque no todos son capaces de oír.
Una
vez conocí a una amiga imaginaria que era un simple lacito del pelo con dos
ojos. Ni me di cuenta de que era una amiga imaginaria hasta que empezó a mirar
hacia mí parpadeando, como si intentara mandarme una señal. Parecía un simple
lacito en el pelo de una niña. Un lacito rosa. Por eso supe que era una niña,
porque era rosa. Pero no oía nada de lo que yo decía porque su amiguita la imaginó así. Muchos niños se olvidan de
crear a sus amigos imaginarios con orejas, pero normalmente los imaginan
capaces de oír. Pero aquel lacito, no. Solo me miraba, venga a parpadear, y yo
parpadeaba de vuelta. Además, tenía miedo. Se lo notaba en la mirada y en la
forma de parpadear, pero, por mucho que lo intenté, no pude decirle que no se
preocupara. Yo lo único que podía hacer era parpadear. Aunque al menos me
pareció que todo aquel parpadeo la tranquilizaba un poco. Que la hacía sentir
menos sola.
Pero
solo un poco.
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