Lorenzo Silva ha sido
este año el galardonado por su novela La
marca del meridiano, la novela trata sobre una sociedad envilecida por el
dinero sucio y la explotación de las personas, todavía el amor puede ablandar a
las fieras. Un guardia civil retirado aparece colgado de un puente, asesinado
de manera humillante además, como su autor indica también sobre aquellos que: “no deberían haber cruzado determinadas
rayas ni saltado códigos de honor y por ello deben pagar”.
Además ha añadido: “Entre Madrid y Barcelona espero que no haya nunca ninguna raya divisoria. Todo lo que pueda haber no son más que rayas imaginarias”. Su protagonista es el brigadista Bevilacqua protagonista de su famosa serie de novelas, en ella se adentra más allá de los hechos y presenta un sólido retrato del ser humano ante la duda moral, el combate interior y las decisiones equivocadas.
Además ha añadido: “Entre Madrid y Barcelona espero que no haya nunca ninguna raya divisoria. Todo lo que pueda haber no son más que rayas imaginarias”. Su protagonista es el brigadista Bevilacqua protagonista de su famosa serie de novelas, en ella se adentra más allá de los hechos y presenta un sólido retrato del ser humano ante la duda moral, el combate interior y las decisiones equivocadas.
Mara Torres ha sido la
finalista, su novela La vida imaginaria
narra la historia Nata, “Es una historia
de amor. Un abandono que obliga a reinventarse en la vida, un periodo en que
confundes realidad y deseo. Mi personaje es una reivindicación de la capacidad
de soñar”, explica la escritora.
También describe la situación previa a la novela: "Fortunata nació hace años en un momento delicado de mi vida, en
el que me sentía sola, pero lo guardé en un cajón. Hasta que mis amigos
empezaron a decirme que por qué no lo recuperaba, y así lo saqué del
cajón". En ella conoceremos a Fortunata Fortuna, esta novela tiene el
nervio de un relato confesional, divertido y emocionante.
El jurado ha estado
compuesto por Carmen Posadas, Rosa Regás, Juan Eslava Galán, Alberto Blecua,
Ángeles Caso, Emili Rosales y Pere Gimferrer, y se han presentado un
total de 432 obras presentadas desde todos los rincones del mundo. El ganador
se lleva 601.000 euros, mientras que la finalista 150.250 euros.
Extractos:
Me
lo he pasado bastante mal. Carlota y Rita se han desperdigado a brincos en
medio de la gente en cuanto han entrado y yo me he quedado sola en la barra, y
como no sabía qué hacer me he pedido una copa y he empezado a mover un poco los
hombros al ritmo de la música para que no se me notara que estaba colgada. He
metido la mano en el bolsillo del pantalón porque me ha parecido que el
movimiento se me daba mejor. Al ratito, han venido mis amigas: «Nata, tía,
¿estás bien?» Y yo: «¿Qué pasa? ¿Que no se me nota? ¿Que no se me nota que
estoy hecha un trapo porque mi novio me ha dejado y tengo que volver a salir a
estos sitios infames porque no me dejáis quedarme en casa, que es donde yo
quiero estar, metida en la cama llorando hasta quedarme ronca?» Pensaba eso,
pero les he dicho: «Sí, tías, no os preocupéis por mí, estoy bien, es que
quiero estar un rato aquí sola.» Cuando se iban otra vez a la pista, Rita se ha
dado la vuelta y me ha hecho un gesto que al principio no he entendido. «¡Que
te saques la mano del bolsillo, que queda fatal!», ha gritado. «Ah, gracias...
Perdón.» Y me la he sacado. Ella me ha guiñado un ojo y me ha sonreído. Yo a
ella también. Sé que le doy pena y en el fondo yo también me doy pena, porque en
estos tres años han cambiado mucho las cosas y yo no me he enterado de nada.
Por
ejemplo, antes las canciones tenían letra. Que yo nunca me las he sabido,
porque eran en inglés y siempre me las he inventado, pero por lo menos me
sonaban. Ahora ni eso. Y no entiendo que la gente diga emocionada: «Vamos a
este sitio, que pinchan de puta madre», y que las canciones sean sin letra, ni
en inglés, ni en español, ni en arameo. Y lo que más me flipa: ¡se las saben!
La gente se las sabe. La gente baila al compás y, cuando el dj hace una pausa y
levanta la mano como mandando callar, todo el mundo se queda en silencio con su
copa en alto sudoroteando y manteniendo la respiración. De repente, el dj baja
la mano para volver a pinchar, pasa medio segundo, porque es medio segundo, que
no han podido oír ni una sola nota musical porque no ha dado tiempo, y ya están
todos berreando: «Temaaaaaaaaaazoooooooo», y se ponen a saltar moviendo la
cabeza de un lado para otro y me jode. Me jode darme cuenta de que ya entiendo
por qué nadie va con tacones, me jode no saber mover la cabeza como ellos y ver
cómo bailan esa música sin letra porque yo también quiero. Quiero ser como toda
esa gente que está superfeliz un sábado por la noche porque no tienen un Alberto
en sus vidas. Mejor dicho, porque no tienen una «ausencia de Alberto» en sus
vidas. Porque ninguno de los que están ahí bailoteando y dándose picos en la
boca parece amargado y yo sí, y me quiero ir a casa. Porque todos tienen su
vida y yo sólo tenía la suya: su casa, sus amigos, sus canciones, sus
películas, sus restaurantes, sus vacaciones, su pueblo. Su, su. ¡Su! Qué
palabra tan raruna. Sola no dice nada. Como yo. Antes yo también era una «su» y
ahora ya no soy nada. Así que he agachado las orejas, he dejado la copa en la
barra y me he venido a casa.
Y
ya casi no me acuerdo del viaje a Nueva York, porque ésa es la putada de
imaginarte cosas, que como te despistes un momento luego ya no te vienen a la
cabeza.
Creo
que me voy a dormir. Mañana es domingo y, como todos los domingos desde que te
fuiste, tampoco tengo nada que hacer.
(Finalista Premio
Planeta 2012)
Teníamos
por delante tres horas de camino. Como de costumbre, aproveché para compartir
con mi gente la información del caso. O una parte de la que excepcionalmente tenía
sobre aquel hombre.
—Sesenta
y dos años, subteniente del cuerpo en la reserva. Hoja de servicios brillante,
dos cruces, una de plata y una roja, diez años en el norte en unidades
antiterroristas, el resto en policía judicial en Cataluña, que fue donde coincidí
con él. Fue mi jefe, tres años.
Desde
el asiento de atrás, capté el gesto de Chamorro en el retrovisor. Para ella no
era una revelación. Años atrás, cuando el subteniente Robles aún estaba en
activo, había tenido ocasión de conocerlo durante una investigación que nos
había llevado a Barcelona. Pero, como venía a indicarme con su expresión, le
debía una explicación al joven guardia que acababa de saber de mi conexión con
la víctima.
—Tienes
razón, mi sargento —dije—. Siendo ortodoxos, yo no debería llevarlo. Pero
Pereira está al tanto y me ha dado su bendición.
—Tú
sabrás —se desentendió ella—. Sólo estaba pensando que, conociendo como
conocías al difunto, lo mismo tienes alguna teoría.
—Mal
puedo tenerla. Hacía mucho tiempo que no hablaba con él, y mucho más tiempo aún
desde la época en que trabajamos juntos. Lo único que se me ocurre, en este momento,
es que Robles, después de cuarenta años de benemérito y de haber llevado ante
los jueces a decenas de malos, podía tener una legión de gente que lo quisiera
lo bastante mal como para desear hacerle daño. Pero como la tengo yo o la
tienes tú o dentro de poco la tendrá nuestro joven Arnau. La diferencia es que
Robles estaba jubilado. Tendría que tratarse de alguien que hubiera rumiado durante
años la venganza, lo que nos consta que no resulta demasiado común. Los desquites,
o por lo menos aquellos que terminan en homicidio, se dan mucho más en
caliente.
Los
ojos de Chamorro buscaron los míos en el retrovisor.
—¿Eso
es todo?
No
esquivé su mirada.
—Por
el momento, poco más puedo añadir. El resto, los detalles del hallazgo y demás,
nos lo contarán cuando lleguemos.
—Era
tu amigo —recalcó—. Lo que me pregunto es si no hay ninguna otra información
que debamos conocer. O si hay algún motivo, aparte de vengar el honor del
Cuerpo, para que te hayas dejado implicar en esta cacería. Ya que Juan y yo
vamos a compartirla contigo, creo que tenemos derecho a saber si te mueve algún
afán particular.
Tenían
derecho, sin duda. Y la pregunta de mi sargento, como ella no podía saber, pero
sí intuía, me inquietó ligeramente la conciencia. A veces no era fácil trabajar
con ella, porque al cabo de los años ambos habíamos aprendido a leer más allá
de nuestras palabras.
—No
tengo ninguna sospecha y tampoco un afán particular —dije—. Más allá de lo que
pueda apetecerme, como a cualquiera le apetecería, impedir que quede impune la
muerte de alguien a quien conocía y apreciaba y con quien tenía una deuda de
gratitud. Robles me enseñó, puede que más que ningún otro, el oficio de
investigador criminal. Creo que hay cierta justicia poética en que el saber que
él me transmitió sirva para que ahora los suyos tengan consuelo y para que
quien le hizo esa canallada acabe en el agujero que merece. En eso es en lo que
os he embarcado, a Juan y a ti. Ni más ni menos. Y confío en que no os parezca
mal. Si os lo parece, os eximo de acompañarme.
Aun
sin verle la cara, noté la incomodidad de Arnau.
—Por
mi parte, está bien —declaró, conciliador.
Chamorro,
en cambio, mantuvo un obstinado silencio.
—Hay
que repostar —dijo al fin—. Y necesito un café.
Y,
tras poner el intermitente, tomó el desvío de la gasolinera.
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