La vida imposible de Eduardo Berti
176 páginas
24 x 15 cm
Voces/ Literatura • 188
ISBN: 978-84-8393-147-9
15,38 / 16 €
La vida imposible lleva
camino de convertirse –por derecho propio– en un clásico de la microficción del
siglo XXI. A las primeras ediciones, traducciones y recopilaciones –que
recibieron los elogios de la crítica y los lectores– viene a sumarse esta
nueva, corregida y ampliada, con numeroso material inédito.
Los microrrelatos de
Eduardo Berti recorren de manera natural todas las realidades posibles,
paralelas, simétricas o inversas, con un humor y una ironía dignos de maestros
como Borges, Wilcock o Cortázar.
Un libro capaz de
despertar una sonrisa incluso cuando se está hablando de terrores y obsesiones,
de monstruos y seres fantásticos, o simplemente de niños que amenazan –como en
el cuento que da título al volumen– con hacernos la vida imposible.
Caso del reloj
En
un pequeño pueblo de Guatemala hay un extraño reloj de arena. No mide ni medio
metro de altura y ocupa el centro de una plaza colonial, presidida por una iglesia
del siglo xviii. La alcaldía ha contratado a cuatro hombres para que mantengan
en buen estado el reloj –atracción principal en cien kilómetros a la redonda– y
para que lo den vuelta sin tardanza toda vez que se haya agotado. Esto último
no es simple dado que la arena nunca cae a igual velocidad por el cuello: en
ocasiones se toma diez minutos, en otras demora hasta cuatro o cinco horas, sin
que haya entre cada vaciarse ninguna clase de secuencia lógica. Sin embargo, si
se observa con cuidado, se verá que los guardianes siempre acaban dándolo
vuelta veinticuatro veces por día, ni una más ni una menos, como si cada
periodo establecido por la arena equivaliera, para el reloj misterioso, a cada
una de las horas que conforman un día.
Mientras nieva sobre el mar de Pablo Andrés Escapa
136 páginas
24 x 15 cm
Voces/ Literatura • 201
ISBN: 978-848393-159-2
13,46 / 14 €
Un faro levantado en
mitad de un campo de trigo produce el mar. Sobre el lomo de un caballo se
anuncia el destino de un grupo de hombres. A la luz de una vela, un niño
recupera un juguete perdido. Unos condenados a muerte creen ver, durante su
última cena, que la salvación está bordada en las servilletas. Por la hendidura
de una cueva puede salirse al otro lado del mundo. Una mujer deforme siente el
vértigo de la levedad bajo las estrellas. Un unicornio de oro distrae su
melancolía asomándose a una ventana abierta sobre un jardín. En el transcurso
de una noche, la palabra de un náufrago sabrá suspender la incredulidad de
quien escucha y atraer el milagro con su fábula. Y mientras su voz detiene el
tiempo, cae la nieve sobre el mar.
En estos cuentos la
franqueza y el misterio, el candor y la emoción de la palabra se afinan para
alcanzar el límite más exigente de la escritura: hacer de lo fingido una
absoluta verdad donde aún perdura la inocencia.
De Pablo Andrés Escapa
se ha escrito: “Un mundo literario construido a base de miradas y palabras
halladas en estado de gracia”, Javier Goñi, El País; “Pablo Andrés Escapa
consigue fascinar [...] Una obra de largo alcance cuyo destino es la
permanencia en el tiempo”, Santos Alonso, Revista de Libros; “No es fácil
descubrir en el panorama narrativo actual una obra de originalidad narrativa
tan llamativa”, Nicolás Miñambres, Filandón; “Sabe ver lo extraordinario en lo
cotidiano para contarlo de forma sublime”, Juan Villalba, Turia; “El lector se
siente deslumbrado ante tanta maravilla”, José Luna Borge, Clarín.
Los
milagros no se explican. Como la rosa del poeta son sin porqué y los hacemos nuestros
con naturalidad. A las pocas horas de dominar el horizonte de espigas desde mi torre,
empezaron los prodigios. La primera noche el aire se inundó de un olor desconocido
en aquellos páramos amarillos; la siguiente fueron gritos anormales de pájaros los
que inquietaron el sueño compartido de las espigas y los hombres. Hubo una
tercera, en fin, en la que pareció agitarse el mundo y sucumbir al embate de
gigantes que acabaron calmando su furia a altas horas de la madrugada. Amaneció
el nuevo día con enredo de brumas que en la distancia parecían prometer islas
ocultas y traer a los oídos, absortos ya en la invención de olas, el lamento de
una sirena. A media mañana se resolvieron las nieblas y desde mi reino
solitario de viento y piedra abarqué la melancolía del mar, que es más grave
que la de los campos sembrados de trigo. A los pies del faro, una muchedumbre
de hombres amparados por sombreros de paja, contemplaban mudos la nueva
inmensidad de sus fatigas.
La
aceptación del faro entre los que me rodean ha llevado su tiempo. Tanto como la
costumbre del mar. Pero no hay como creer en los sueños para que la realidad
consienta sus demandas. De la desconfianza de mis vecinos, atareados cerealistas
esclavos del sol y las heladas, he pasado a ser motivo de admiración primero y
de gratitud después. «Los que, avaros de espigas, maldijeron un día mi obra porque
quitaría sol a la cosecha, me dejan ahora ofrendas de peces a los pies». Anoté
esta primera dádiva hace cuarenta años. No es la única memoria del triunfo del
tiempo sobre los recelos agrarios. A más de uno, la luz de mi fanal le ha
mostrado una senda segura hacia los brazos familiares en medio de la noche. Creo
que secretamente gradecen las consecuencias que ha traído mi empeño, juzgado al
principio un puro desvarío. Junto a hogueras nocturnas sobre la playa, los
campesinos celebran el olvido de la hoz sobre el tedioso campo y saludan a las
aguas siempre nuevas del mar. Parece que el faro se ha llevado sus temores y
les ha inspirado la temeridad.
Viajar (Ensayos sobre viajes) de Robert Louis
Stevenson
Traducción de Amelia Pérez de
Villar
472 páginas
22 x 15 cm
Voces/ Literatura • 207
ISBN: 978-84-8393-177-6
24,04 / 25 €
Narrador inolvidable,
poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer
completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta
ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero
también rigurosa y precisa. Envidiable.
Viajar reúne sus Ensayos
sobre viajes, aquellos maravillosos textos en los volcó la que fuera –junto a
la literatura– su gran pasión. Una mirada personalísima y un estilo insuperable
para dar cuenta de su Edimburgo natal, de sus excursiones por el paisaje
inglés, de los viajes al continente europeo y, por fin, cruzando el océano,
América. Un aspecto del autor de La flecha negra o El extraño caso del doctor
Jekyll y el señor Hide que ningún lector debería pasar por alto.
Este
es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante
el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bombo de la orquesta,
sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva
sensación, vaga y tranquila, que hace tiempo nos abandonó. No es la gente la
que ha «ansiado la naturaleza y languidecido por ella durante tantos años de
confinamiento en la gran ciudad»1, como dijo Coleridge en aquel poema que tanto
avergonzó a Charles Lamb; no son aquellos que más progresos hacen en su
intimidad con ella, ni los más rápidos en ver o los que tienen más afán de
disfrute. En esto, como en todo, son los conocimientos insignificantes y la dedicación
continua y apasionada los que forman al verdadero diletante. Un hombre tiene que
haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él. No hay
en las colinas un entusiasmo juvenil que pueda adueñarse de la esencia última
de la belleza. Es posible que la mayoría de la gente ya esté calva cuando pueda
comprobar en un paisaje que tienen la capacidad de ver; e incluso entonces será
sólo durante un momento, antes de que sus facultades empiecen su declive y
ellos, al mirar por la ventana, comiencen a percibir que su vista está
oscurecida y limitada. Así el estudio de la naturaleza debería llevarse a cabo
de una forma completa y sistemática. Toda pequeña gratificación debería degustarse
despacio, como un bocado exquisito, y nosotros deberíamos estar siempre
dispuestos a analizar y comparar para poder ofrecer una explicación plausible a
nuestras preferencias. Cierto que resulta difícil decir con palabras, aun de
manera aproximada, qué sentimientos entran en juego. Hay una crueldad peligrosa
intrínseca en todo refinamiento intelectual de cualquier sensación vaga. El
análisis de estas satisfacciones siempre lleva a la afectación literaria, y
estoy seguro de que todos conocemos ejemplos donde se ha probado que dicho
análisis ejerce una influencia morbosa en la elección del lenguaje por parte
del autor, o del giro de sus oraciones. Sin embargo, hay muchas cosas que hacen
atractivo el intento: pues cualquier expresión, por imperfecta que sea, cuando
se ha utilizado para delimitar un sentimiento profundo, parece una suerte de
legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos
bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea
distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas –por
pequeñas que sean– de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto
nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida.
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