El
jilguero
Donna
Tartt
—Este
es el primer cuadro del que me enamoré —decía mi madre—. No lo creerás, pero
estaba en un libro que solía sacar de la biblioteca cuando era pequeña. Me
sentaba en el suelo junto a mi cama y lo miraba durante horas, totalmente
fascinada…, ¡esa pequeña criatura! Es increíble cuánto puedes aprender de un
cuadro si pasas mucho rato observando una reproducción de él, aunque no sea muy
buena. Empecé a querer a ese pájaro como quieres a un animal de compañía y
acabé adorando el modo en que estaba pintado. —Se rió—. La lección de anatomía
se encontraba en el mismo libro, pero me daba pavor. Cerraba el libro de golpe
cuando lo abría por esa página por equivocación.
La
chica y el anciano se habían detenido a nuestro lado. Cohibido, me incliné
hacia delante y miré el cuadro. Era pequeño, el más pequeño de la exposición,
así como el más sencillo: un jilguero amarillo sobre un fondo pálido y liso,
encadenado por una pata a la percha sobre la que estaba posado.
—Fue
alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer —continuó mi madre—. Y este pequeño
cuadro es en realidad el eslabón perdido entre los dos; en esa pura y clara luz
del día ves de dónde sacó Vermeer la cualidad de la luz. Por supuesto, cuando
era una niña ni sabía ni me importaba ese significado histórico. Pero ahí está.
Retrocedí
para mirarlo mejor. Era una criatura pequeña, franca y pragmática, no había
nada sentimental en ella; y algo en la prolija y compacta disposición de las
alas sobre el cuerpo, la luminosidad, la expresión alerta y vigilante, me
recordó las fotos que había visto de mi madre cuando era niña: un jilguero con
la cabeza oscura y la mirada fija.
—Fue
una tragedia famosa en la historia de Holanda —decía mi madre—. Gran parte de
la ciudad quedó destruida.
—¿Qué?
—El
desastre de Delft. Allí murió Fabritius. ¿No has oído cómo se lo explicaba esa
profesora a los niños?
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