El canto del cisne (Un nuevo y extraño misterio para
Gervase Fen) de Edmund Crispin
Traducción de José C. Vales
ISBN: 978-84-15578-22-2
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 280
PVP: 19,95 €
Tras el éxito de La
juguetería errante, vuelve el profesor de Oxford y detective aficionado
Gervase Fen, para resolver otro extraño crimen a puerta cerrada. Cuando una
encopetada compañía de ópera recala en Oxford para poner en marcha la primera
producción posbélica de Los maestros cantores de Núremberg, de Wagner, la
felicidad que reina en el ambiente pronto quedará ensombrecida por la aparición
del odioso y molesto tenor Edwin Shorthouse. Todo el mundo tiene un motivo
personal para odiar con toda su alma a Shorthouse, pero ¿quién de los presentes
será tan torpe como para acabar con él ahorcándole y apuñalándole en su propio
camerino, cerrado por dentro? Como dice Edmund Crispin en la primera línea de
esta perspicaz novela: «Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un
cantante».
La sorpresa inicial de Adam dio
paso casi inmediatamente a un abrumador sentimiento de satisfacción… Pero
semejante placer de ningún modo tenía su raíz en la vanidad, sino en que de
este modo quedaría atrás un grave revés amoroso que había sufrido recientemente.
En él también se produjo una reordenación de todas sus circunstancias y
opiniones: era como si estuviera intentando componer un puzzle y por fin consiguiera
vislumbrar la imagen del juego… Como si, de hecho, se hiciera tan evidente que
casi resultara imposible de comprender cómo había tenido tantas dificultades a
la hora de resolverlo y por qué había tardado tanto. Una beatífica felicidad y
un abrumador desconcierto luchaban por abrirse paso en su interior. Diez minutos
antes consideraba a Elizabeth una amiga encantadora; ahora no tenía la menor
duda de que iba a pedirle que se casara con él.
Reclamaron su presencia en el
escenario, y allí participó con solvencia y elegancia en las angustias del
barón Ochs von Lerchenau.
Pero cuando finalmente se enfrentó
a Elizabeth, su timidez se apoderó de él. A lo largo de la semana siguiente
llegó incluso a evitarla: aquello hundió a Elizabeth en una profunda desesperación.
A medida que transcurrían los días, la joven escritora llegó a creer incluso
que Adam se había ofendido al conocer sus sentimientos, aunque en realidad la
razón de su insociabilidad residía en una especie de timidez por la que el propio
Adam se maldecía sin parar, pero de la que durante algún tiempo fue incapaz de
desembarazarse. Al final, fue el propio Adam quien se desesperó ante la
puerilidad con la que estaba abordando el asunto. Ocurrió hacia el final del primer
ensayo general con vestuario. Haciendo acopio de valor —y con una indumentaria
más apropiada para algún tipo de misión monstruosa, como el asalto de una ciudad
sitiada, por ejemplo, que para declararse a una chica de la que sabía perfectamente
que estaba enamorada de él—, bajó a hablar con Elizabeth a la platea.
La muerte del corazón de Elizabeth
Bowen
Traducción de Eduardo Berti
ISBN: 978-84-15130-38-3
Encuad: Rustica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 406
PVP: 23,95 €
Publicada en 1938, y
considerada una de las 100 mejores novelas del siglo XX por la revista Time,
La muerte del corazón es la obra más perfecta de Elizabeth Bowen, una
autora que ha sido comparada con escritores de la talla de Virginia Woolf, E.
M. Forster y Henry James. Ambientada en el Londres de entreguerras, la novela
narra la historia de Portia Quayne, una huérfana de dieciséis años, que, tras
la muerte de su madre, es acogida por su medio hermano Thomas y por la mujer de
este, Anna, que llevan una vida lujosa aunque emocionalmente estéril. Portia,
quien hace gala de una extraordinaria capacidad de observación, se siente
perdida en este nuevo mundo de vana falsedad y ostentación y, en su necesidad
de hallar una referencia afectiva, poco a poco se irá enamorando de Eddie, un
joven irreflexivo y alocado que mantiene una extraña relación con Anna.
Saint-Quentin se puso en marcha
tras comentar bruscamente cuánto le aburría contemplar el lago. El frío
empezaba a mordisquear sus rostros, a filtrarse por las suelas de sus zapatos.
Anna echó una mirada melancólica al puente; no había acabado de contar todo cuanto
deseaba contar. Dejando detrás el lago, avanzaron hacia los árboles que crecían
junto a los límites del parque. A esas horas, alrededor de Regent’s Park, el
tráfico era muy intenso; los coches pasaban sin descanso; pronto se encenderían
las luces y sonarían los silbatos que anunciaban el cierre del recinto. Lejos,
en el extremo de la calle, el crepúsculo hacía que los edificios de tiempos de
la Regencia pareciesen situados a una falsa distancia; así, contra el cielo,
parecían siluetas descoloridas, ornamentadas sin gracia, frágiles y frías. La
negrura de las ventanas todavía sin iluminar, desprovistas de cortinas, hacía
que las casas parecieran huecas en su interior… Saint-Quentin y Anna
continuaban dentro del recinto del parque, marchando hacia la casa de ella.
Interrumpida en su relato, Anna mecía sin consuelo su manguito negro, incapaz
de seguir el ritmo de su compañero.
Saint-Quentin acostumbraba a caminar
a toda prisa; en algunas ocasiones, era como si no le agradase el sitio donde
estaba; en otras, parecía resuelto a dejar atrás cualquier atracción del
momento. La rigidez y severidad de su porte le dotaban de un aire anticuado,
poco menos que militar, aunque resultaba engañoso. Era alto, peinaba en brosse su
pelo oscuro, un poco parecido a la piel de un animal, y lucía un bigotito a la
francesa. Acostumbraba a entrar en los salones con la actitud de esos hombres
que, quizá por ser bien conocidos, pueden terminar envueltos en situaciones
incómodas. Los escritores suelen verse enfrentados con personas dispuestas a
tomarse libertades con ellos, y Saint-Quentin, aparte de la fiel bondad que
demostraba ante Anna y ante uno o dos amigos más, detestaba el trato íntimo,
pues hasta entonces no le había causado más que sinsabores. El temor a sentirse
expuesto explicaba su tendencia a apresurarse, a ser superficial hasta el
insulto, a malinterpretar adrede. Ni siquiera Anna lograba saber a ciencia
cierta cuándo a Saint-Quentin le parecía que ella había ido demasiado lejos,
pero la suya era una amistad tan sólida que Anna había dejado de preocuparse por
eso. Además, Saint-Quentin se llevaba bien con su marido, Thomas Quayne, y frecuentaba
a los Quayne como un fantasma que aprecia los buenos sentimientos conyugales.
En la medida en que los Quayne eran una familia, Saint-Quentin era lo que se
conoce como un amigo de la familia. Claro que ahora Anna, enfadada por haber
hablado de más, jadeante por el deseo de seguir hablando, hubiera querido que
Saint-Quentin no caminase tan deprisa. La mejor ocasión de hablar se había
presentado cuando logró que se detuviese.
Me pueden los libros de Impedimenta, con esas portadas tan atractivas, esas ediciones tan bonitas... Todavía tengo pendiente el primero de Edmund Crispin, y el de Bowen lo leeré en breve.
ResponderEliminarLeí hace un tiempo La jugeteria errante y me gusto muchisimo, me sorprendio su forma de narrar y su humor. Te lo recomiendo.
EliminarUn saludo.
FJ.