El
país imaginado ha sido la novela galardonada publicada
este año por Impedimenta. La novela trata sobre una joven que vive atemorizada
por el compromiso nupcial que para pactar sus padres y que, mientras, solo
tiene ojos para la hija de un vendedor de pájaros ciego, una chica hermosísima
llamada Xiaomei, con quien inicia una tímida relación de amistad y dependencia.
En sus citas en el parque al que los ancianos van a pasear a sus pájaros, las
dos descubren la importancia de lo que se cuenta y de lo que no, de la lealtad
y de la belleza, con todo su poder para huir de los abismos.
Eduardo Berti también
ha publicado: Agua, La mujer de Wakefield y Todos los Funes, y los cuentos La vida imposible y Lo inolvidable. Además de haber ganado varios premios nacionales e
internacionales como el Premio Emecé 2011 por esta misma novela.
Este premio se otorga a
la mejor novela de ficción editada en lengua española durante el 2011 y está
dotado de veinticinco mil dólares además de ser presentada durante la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara en Mexico.
El jurado estuvo
compuesto por el escritor mexicano Jorge Volpi fue el coordinador del jurado
compuesto íntegramente por escritores: Fernando Iwasaki (Perú, España), Jeanette
Becerra (Puerto Rico), Alejandra Costamagna (Chile), Arturo Fontaine (ganador
anterior, Chile), Guillermo Martínez (Argentina), José Ovejero (España),
Claudia Amengual (Uruguay) y Carlos Wynter Melo (Panamá).
Extractos:
¿Por qué había debido ser yo, con
mis escasos trece años, la encargada de cuidarla? Por una serie de razones:
porque mi abuela y Li Juangqing jamás se habían llevado bien; porque mi hermano
atravesaba, como he dicho, un momento de agitación y a ojos de mi padre y mi
madre no era un enfermero confiable; porque mi padre trabajaba sin cesar y
estaba muy poco en casa; porque soy una mujer y es preferible que una mujer, no
un varón, se ocupe de una anciana enferma a la que no es tan raro ver medio
desnuda; porque mi madre originariamente había sido la encargada de cuidarla, y
por cierto con eficacia, hasta que cometió un error y, creyendo que ella
dormía, le dijo a una amiga de visita en la casa que su suegra en realidad no
estaba enferma, sino simplemente vieja. Ofendida, mi abuela le prohibió entrar
en la habitación o, mejor dicho, le prohibió entrar allí a solas. Sin embargo,
como mi madre debía darle de comer, asearla, ayudarla con sus necesidades o
incluso masajearle la espalda y las piernas, tareas que cumplía muy bien, mi
presencia pasó a ser como una llave con la cual mi madre franqueaba ese umbral.
Creo que mi abuela nunca perdonó a mi madre por
no considerarla enferma y falleció con ese rencor en el pecho. Una vez hablamos
de ello, sin que nadie nos oyera. Mi abuela no negaba su vejez, claro que no.
Reivindicaba, eso sí, el derecho a sentirse mal.
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