Thomas
Hardy
Los
habitantes del bosque
El
subastador estaba en ese instante rodeado por un gran grupo de compradores,
quienes, durante la pausas, lo seguían en su deambular por la plantación de un
lote de productos a otro, como si se tratara de un filósofo de la escuela
peripatética que diera sus lecturas bajo la umbrosa arboleda del Liceo. Los
compañeros de Giles eran mercaderes, terratenientes, granjeros, aldeanos y,
sobre todo, hombres de los bosques, quienes, por esa misma condición, podían
permitirse llevar consigo unos curiosos bastones que exponían todo tipo de
monstruosidades de la naturaleza. La principal la constituían las formas en
espiral compuestas de espino blanco y negro: una figura lograda a través de una
lenta tortura que consistía en rodear durante su crecimiento al arbusto con una
madreselva, así como se dice que los chinos moldean a los seres humanos y los
transforman en juguetes grotescos mediante la aplicación desde la infancia de
una constante compresión. Dos mujeres llevaban sobre los vestidos sendas
chaquetas de hombre y seguían a la titubeante procesión subidas a un carro
tirado por un poni. Allí llevaban queso y pan, un barril de cerveza ale para
los más exigentes y sidra en diversos cubos de ordeño, de los que cada quien se
despachaba a su antojo.
El
subastador utilizaba su bastón como mazo. Adjudicaba cada lote tocando el
primer objeto que le pareciera conveniente: la coronilla de un crío o los
hombros de un transeúnte que no tenía nada que hacer por allí, excepto probar
la cerveza. Se podría haber pensado que aquel procedimiento obedecía a algún
tipo de broma o al comportamiento ocurrente del subastador, pero su rostro
conservaba un aire de tan severa rigidez que resultaba evidente que tales
excentricidades eran fruto únicamente del despiste causado por la presión del
momento, y en absoluto obedecían al capricho o a sus deseos de resultar
divertido.
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