Ramiro
Pinilla
Antonio
B. el Ruso, ciudadano de tercera
—Eh,
Ruso, ven p’acá —dice un guardia—. No tengas miedo hombre, que tú eres un
valiente para otras cosas. ¿A que nunca habías visto a un gobernador? Pues ahí
lo tienes.
—¿Qué
es un gobernador? —digo.
—El
jefe de todo lo de por aquí. El que manda más, después de Franco. Está de
visita, sólo quería veros, pero a este paso no os verá.
El
guardia me ha señalado a un hombre que está en el centro de la plaza. Es gordo,
con poco pelo y aplastado contra la cabeza, bigote pequeño, y va vestido con
chaqueta y pantalones muy nuevos, camisa blanca y una tela colgándole de la
nuez del cuello. Le rodean tres o cuatro hombres vestidos como él y un grupo de
guardias nuevos en el pueblo. En esto que llega Rogelia, la mujer del pedáneo,
con la cara blanca de miedo y una brazada de yerba y la reparte entre aquellos
tres cacharros, dejando mañizos en el suelo, delante de los morros. Los hombres
bien vestidos y los guardias sueltan una carcajada.
—¿Qué
hace esa mujer? —dice el gobernador.
—Dar
de comer a nuestras monturas, Excelencia —dice uno de los hombres que visten
como él, casi sin poder hablar por la risa.
El
gobernador se pone serio.
—Dios
mío. ¿A qué sitio hemos llegado? —dice.
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