La broma (MAXI) de Milan Kundera
NARRATIVA (F). Novela
Julio 2013
MAXI MAX 008/8
ISBN: 978-84-8383-720-7
País edición: España
328 pág.
8,60 € (IVA no incluido)
Julio 2013
MAXI MAX 008/8
ISBN: 978-84-8383-720-7
País edición: España
328 pág.
8,60 € (IVA no incluido)
Ludvik Jahn, joven
estudiante universitario y activo miembro del Partido Comunista checo, envía a
una compañera de clase una postal en la que se burla del optimismo ideológico
imperante.
Lo denuncian y es expulsado de la universidad y del Partido, y al caer en desgracia se abre ante él un infierno. Atrapado entre dos amores, el de Lucie, tierno y desesperado, y el de Helena, apasionado y cínico, Ludvik vivirá un cúmulo de situaciones a cual más grotesca. Sin embargo, pese a que su vida parece una broma pesada, ya no podrá culpar al destino.
Lo denuncian y es expulsado de la universidad y del Partido, y al caer en desgracia se abre ante él un infierno. Atrapado entre dos amores, el de Lucie, tierno y desesperado, y el de Helena, apasionado y cínico, Ludvik vivirá un cúmulo de situaciones a cual más grotesca. Sin embargo, pese a que su vida parece una broma pesada, ya no podrá culpar al destino.
Le
eché otra mirada cáustica a la fea plaza y después le di la espalda y me
encaminé al hotel en el que tenía reservada mi habitación. El portero me
entregó una llave con una bola de madera y me dijo: «Segunda planta». La
habitación era de lo más vulgar: junto a la pared una cama, en el centro una
mesa pequeña con una sola silla, junto a la cama un aparatoso tocador de madera
de caoba con un espejo y junto a la puerta un lavabo pequeñísimo y
descascarillado. Coloqué la cartera sobre la mesa y abrí la ventana: la vista
daba al patio interior y a unas casas que le mostraban al hotel sus espaldas
desnudas y sucias. Cerré la ventana, corrí las cortinas y me dirigí hacia el
lavabo, que tenía dos grifos, uno con una señal roja y el otro con una azul;
los probé y de los dos salía agua fría. Me fijé en la mesa; no estaba mal del
todo, cabría perfectamente una botella con dos vasos, pero lo malo era que a la
mesa no se podía sentar más que una persona, porque en la habitación no había
más sillas. Arrimé la mesa a la cama e hice la prueba de sentarme en ella, pero
la cama era demasiado baja y la mesa demasiado alta; además, la cama se hundió
tanto que en seguida me di cuenta de que no solo era difícil que sirviera para
sentarse, sino que incluso sus funciones propias de cama era dudoso que las
cumpliera. Me apoyé en ella con los puños; después me acosté levantando
cuidadosamente los zapatos para no manchar la sábana y la colcha. La cama se
hundió bajo el peso de mi cuerpo y yo me quedé allí acostado como en una hamaca
colgante o una tumba estrecha: era imposible imaginar que en aquella cama se
acostara alguien más junto a mí.
Me
senté en la silla mirando las cortinas que filtraban la luz y me puse a pensar.
En aquel momento se oyeron pasos y voces en el pasillo; eran dos personas, un
hombre y una mujer, estaban hablando y se entendía cada una de sus palabras:
hablaban de un tal Petr que se ha ido de casa y de una tal tía Klara que era
tonta y malcriaba al niño; después se oyó el ruido de la llave en la cerradura,
la puerta que se abría y las voces que continuaban en la habitación de al lado;
se oían los suspiros de la mujer (¡se oía hasta un simple suspiro!) y la
declaración del hombre de que por fin iba a decirle cuatro cosas a Klara.
La neblina del ayer (MAXI) de Leonardo Padura
NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Las cuatro estaciones (Comisario Mario Conde)
Julio 2013
Fuera de Colección SMC/6
ISBN: 978-84-8383-721-4
País edición: España
360 pág.
8,60 € (IVA no incluido)
POLICIACOS (F). Las cuatro estaciones (Comisario Mario Conde)
Julio 2013
Fuera de Colección SMC/6
ISBN: 978-84-8383-721-4
País edición: España
360 pág.
8,60 € (IVA no incluido)
Catorce años después de
que, desencantado, abandonase la policía, el detective Mario Conde se dedica a
la compraventa de libros de segunda mano. El hallazgo de una valiosa biblioteca
lo coloca al borde de un magnífico negocio que podría aliviar sus penurias
económicas. En uno de los libros aparece una hoja de revista en la que una
cantante de boleros de los años cincuenta, Violeta del Río, anuncia su retiro
en la cumbre de su carrera. Atraído por su belleza y por el misterio de su
silencio posterior, Mario Conde le seguirá el rastro en un descenso a los
infiernos de los bajos fondos de La Habana.
Luego,
con las heridas cicatrizadas, Conde llegó a encontrar el lado romántico de su
condición de oidor –le gustaba calificarse con esa palabra– y empezó a calibrar
las posibilidades literarias de aquellos relatos, asumiéndolos muchas veces
como material para sus siempre pospuestos ejercicios estéticos, al tiempo que
su sagacidad se afilaba hasta la exquisitez de sentirse capaz de determinar
cuándo el narrador era sincero o cuándo un pobre embustero, necesitado de armar
una superchería para encontrarse mejor consigo mismo o sólo para intentar hacer
más atractiva su mercancía. A medida que se adentraba en los misterios del
negocio, Mario Conde descubrió que prefería el ejercicio de la compra al de la
venta posterior de los volúmenes adquiridos. El acto de vender libros en un
portal, en el banco de un parque, en el recodo de una acera prometedora, le
remordía los restos de su devastado orgullo, pero sobre todo le engendraba la
insatisfacción de tener que desprenderse de un objeto que muchas veces hubiera
preferido conservar. Por eso, aunque sus ganancias mermaran, adoptó la
estrategia de funcionar sólo como un rastreador, dedicado a nutrir los fondos
de los otros vendedores callejeros. Desde entonces, en las prospecciones
destinadas a descubrir minas de libros, el Conde, como todos sus colegas de la
ciudad, había adoptado tres técnicas complementarias y en cierta forma
antagónicas: la más tradicional de visitar a alguien que hubiera reclamado su presencia,
gracias a su cimentada fama de comprador justo; la siempre vergonzante y casi
medieval de ir anunciándose a voz en cuello por las calles –«Compro libros
viejos», «Vaya, aquí está el que te va a comprar tus libros viejos»–, o la más
agresiva de tocar a la puerta de las casas con aire propicio y preguntar a
quien le abriera si estaba interesado en vender algunos libros usados. La
segunda de aquellas técnicas mercantiles resultaba la más eficaz en los barrios
de la periferia, eternamente empobrecidos, por lo general poco fértiles para su
negocio –aunque no exentos de sorpresas–, y donde el arte de la compra y la
venta de todo lo posible y hasta lo imposible había sido por años el recurso de
supervivencia de cientos de miles de personas. En cambio, el sistema de escoger
las casas con «olor» se imponía en los barrios antes aristocráticos de El
Vedado, Miramar y Kohly, y en algunos sectores de Santos Suárez, el Casino
Deportivo y El Cerro, donde la gente, a pesar de la envolvente miseria
nacional, había tratado de preservar ciertos modales cada vez más obsoletos. Lo
extraordinario fue que aquella casona umbría de El Vedado, de pretensiones
neoclásicas y estructura definitivamente cansada, no había sido escogida por el
recurso olfativo y mucho menos como respuesta a sus gritos callejeros. Mario
Conde, sumergido en aquellos días en una etapa de salación pura y dura –como la
del pescador Santiago de cierto libro en otros tiempos tan admirado–, casi
andaba convencido de estar sufriendo una progresiva atrofia del olfato, y ya
había gastado tres horas de aquella tarde tórrida del septiembre cubano en
aporrear puertas y recibir respuestas negativas, varias veces motivadas por el
paso previo de un colega afortunado. Sudoroso y decepcionado, temiendo por la
inminente tormenta que anunciaba la acelerada reunión de nubes negras sobre la
costa cercana, Conde se disponía a finalizar la jornada, contabilizando las
pérdidas en el aparta-do irrecuperable del tiempo cuando, sin mayor razón,
decidió tomar por una calle paralela a la avenida donde debía procurar la
captura de un auto de alquiler –¿le gustó la acera poblada de árboles, pensó
que acortaría camino o simple-mente respondía, aun sin saberlo, a un reclamo de
su destino?–y, apenas al doblar la esquina, vio la decrépita mansión, cerrada a
cal y canto, envuelta en un aire de espeso abandono. En un primer momento tuvo
la certeza de que por su apariencia aquel tipo de casa ya debía de haber sido
visitada por otros colegas del negocio, pues las edificaciones de su estilo solían
ser productivas: pasado de grandeza incluía biblioteca con tomos forrados en
piel; presente de penurias incluía hambre y desesperación, y la fórmula tendía
a funcionar para el comprador de libros. Por eso, no obstante su mala racha de
las últimas semanas y las altísimas posibilidades de que sus competidores ya
hubieran pasado por allí, el Conde obedeció el impulso casi irracional que lo
conminaba a abrir la reja, atravesar el jardín convertido en huerto de
subsistencia poblado de plátanos, raquíticas matas de maíz y voraces be-jucos
de boniato, subir los cinco escalones que daban acceso al fresco portal y, sin
meditarlo apenas, levantar la aldaba de bronce verdecido de la puerta de
invencible caoba negra, quizás barnizada por última vez antes del descubrimiento
dela penicilina.
Egos revueltos. Una memoria personal de la vida
literaria (Fábula) de Juan Cruz
BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Autobiografías
Julio 2013
Fábula F 367
ISBN: 978-84-8383-489-3
País edición: España
480 pág.
9,56 € (IVA no incluido)
Julio 2013
Fábula F 367
ISBN: 978-84-8383-489-3
País edición: España
480 pág.
9,56 € (IVA no incluido)
Desde muy joven, Juan
Cruz sintió curiosidad por indagar en la cara más oculta de los creadores, en
sus ambiciones, inquietudes y obsesiones, algo que ha tenido la oportunidad de
satisfacer después de cuarenta años dedicados al periodismo cultural y seis al
frente de una prestigiosa editorial. Esta obra (merecedora en 2009 del XXII
Premio Comillas), por la que desfilan autores como Borges, Bowles, Cortázar,
Cabrera Infante, Susan Sontag, Günter Grass, Jorge Semprún, Francisco Ayala,
Rafael Azcona, Cela o Vázquez Montalbán, está plagada de inolvidables perfiles
literarios e impagables anécdotas sobre los entresijos del mundo de la cultura.
–Tenga
cuidado; veo que está tomando mucho, no se me haga un borrachito.
Me
dio un vuelco el corazón, no sólo por el respeto que sentía por Aranguren, sino
porque esa percepción suya era muy peligrosa para alguien que trabajaba a favor
de los intereses de otros. Algo parecido me dijo entonces Miriam Gómez, la mujer
de Guillermo Cabrera Infante, durante un curso que yo dirigía en El Escorial.
Esas advertencias fueron balsámicas, y me ayudaron a ahuyentar el ogro de la
facilidad a la que nos inclina la bebida. Había en mí, entonces, una enorme
ansiedad por llegar, por estar, por entretener; tomé a sorbos muy rápidos aquel
oficio al que había llegado como por casualidad, y creí que era urgente aprender.
Probablemente, me faltó sosiego, pero aprendí tanto. Yo era un periodista, y
avanzaba rápidamente (claro que no sé si con aprovechamiento) hacia los meandros
de un oficio que exigía pudor, recato; tenía que ser una sombra, debía lograr
que los otros brillaran. Y tenía que ser un hombre discreto, también de apariencia.
No era un sacrificio: era una obligación. Y me gustaba esa obligación. Decía
Manuel Vicent, en esa época, que yo era como esos chinos que se afanan en tener
en movimiento a la vez todos los platillos; pero, añadía, «siempre mantiene
unos platillos más altos que otros». Probablemente: me ocupaba mucho más de los
autores que acababan novedades, les organizaba presentaciones, fiestas,
encuentros, comidas; y a los que estaban aún escribiendo los llamaba en días precisos
de la semana, los invitaba, les daba buenas noticias, procuraba que su ego
estuviera feliz en esos tiempos de incertidumbre, cuando no se sabe si lo que
se escribe es una obra maestra o papel para reciclar. Y durante algunos años de
mi vida esa pasión por estar al lado constituyó la verdadera naturaleza de mi
personalidad. Aprendí muchísimo del carácter de los escritores, de sus
obsesiones, de sus ambiciones, de su inseguridad y de su genio. También hay
aquí mucho de lo que supe de los autores por mi trabajo como pe-rio dista; pero
no es un libro de entrevistas, ni de crítica literaria, ni un ajuste de
cuentas, eso jamás; algunas veces aclaro en el libro algunos malentendidos,
pero en ningún caso he querido sacar, porque no sé, la daga del resentimiento,
de la venganza o del odio. Entre otras cosas, también, porque de eso también se
vacuna uno ejerciendo este oficio vicario de editor, o así debería ser.
Es,
digo, una memoria personal, y por tanto es también una memoria personal de mi
ego; muchas veces, en el trabajo con los escritores, sentí envidia por lo que
hacían; me hubiera gustado escribir sus libros; esto, que podría ser un
defecto, procuré convertirlo en un valor: como editor, hablaba de los libros
ajenos como si yo mismo los hubiera escrito, con más entusiasmo incluso.
Procuré siempre ahuyentar la tentación de aparecer como uno de los autores; yo
no era un autor, era un editor, eso debe-ría quedar claro siempre; y aunque
seguí escribiendo libros o artículos, ni en las conversaciones con ellos, ni en
las presentaciones que hice de sus libros, que fueron abundantes, mezclé mi vocación
con mi oficio. Fue una decisión y casi la consecuencia de un libro de estilo,
que cumplí a rajatabla, a sol y a sombra, en los momentos de euforia y en los
momentos de melancolía. En un decálogo (del que hablo aquí) sobre cómo han de
ser las relaciones de los editores con los autores, escribí una vez que los
auto -res se pueden juntar si ellos se juntan, que no es conveniente que los
junte el editor porque no sabría a quién premiar más, a quién dedicar mayor
atención, o más continuada. Es una exageración, pero algo de cierto hay: la
relación autor/editor es de cuerpo acuerpo; en sociedad, pueden mezclarse,
naturalmente, porque para eso están las fiestas, pero en comidas o en despachos
es mejor que el autor vea en el editor una relación de privilegio. Una vez se
me mezclaron en un almuerzo dos autores de categoría o edad similares; el
editor le hablaba a uno, y observaba cómo el otro daba golpes impacientes en la
mesa, hasta que le tocara recibir su turno de atención. El autor requiere
atención, el editor no debe dispersarla. Eso aprendí.
La institución imaginaria de la sociedad (Fábula) de
Cornelius Castoriadis
CIENCIAS SOCIALES (NF). Sociología
Julio 2013
Fábula F 368
ISBN: 978-84-8383-490-9
País edición: España
584 pág.
11,49 € (IVA no incluido)
Julio 2013
Fábula F 368
ISBN: 978-84-8383-490-9
País edición: España
584 pág.
11,49 € (IVA no incluido)
Cornelius Castoriadis,
padre del lema «La imaginación al poder»,aboga en La institución imaginaria de
la sociedad, su obra capital, por una ruptura con los determinismos que, de
Platón a Marx, han marcado el pensamiento occidental a lo largo de la historia.
Apoyándose en disciplinas como el psicoanálisis, la economía y la filosofía,
demuestra que la sociedad no es el mero resultado de unos procesos
irrevocables, sino una permanente invención de sí misma. Según Castoriadis, un
régimen verdaderamente democrático debe crear instituciones que faciliten la
autonomía del individuo y su participación efectiva en la sociedad.
Ese
hacer pensante es tal por excelencia cuando se trata del pensamiento político,
y de la elucidación de lo histórico-social que implica. La ilusión de la theoria
recubrió, desde hace mucho tiempo, ese hecho. Un parricidio más es aquí aún
ineluctable. El mal comienza también cuando Heráclito se atrevió a decir:
«Escuchando, no a mí, sino al logos, convenceros de que…». Es cierto, había que
luchar tanto contra la autoridad personal como contra la simple opinión, lo
arbitrario incoherente, el rechazo en dar a los demás cuenta y razón de lo que
se dice —logon didonai. Pero no escuchéis a Heráclito. Esa humildad no es más
que el colmo de la arrogancia. Jamás es el logos lo que escucháis; siempre es a
alguien, tal como es, desde donde está, que habla por su cuenta y riesgo, pero
también por el vuestro. Y lo que, en el «teórico puro», puede ser planteado
como postulado necesario de responsabilidad y de control de su decir, ha
llegado a ser, entre los pensadores políticos, cobertura filosófica detrás de
la cual habla —ellos hablan. Hablan en nombre del ser y del eidos del hombre y
de la ciudad —como Platón—; hablan en nombre de las leyes de la historia o del proletariado
—como Marx. Quieren abrigar lo que tienen que decir —que puede ser, y ciertamente
fue, infinitamente importante— detrás del ser, de la naturaleza, de la razón,
de la historia, de los intereses de una clase «en nombre de la cual» se habrían
expresado. Pero jamás nadie habla en nombre de nadie —a menos de estar expresamente
comisionado para ello. Como máximo, los demás pueden reconocerse en lo que dice
—y eso tampoco prueba nada, pues lo que es dicho puede inducir, e induce a
veces, a un «reconocimiento» del que nada permite afirmar que hubiese existido sin
ese discurso, ni que lo valida sin más. Millones de alemanes «se reconocieron»
en el discurso de Hitler; millones de «comunistas», en el de Stalin.
El
político, y el pensador político, mantienen un discurso del que son únicos
responsables. Eso no significa que ese discurso sea incontrolable —apela al
control de todos—; ni que es simplemente «arbitrario» —si lo es, nadie lo escuchará.
Pero el político no puede proponer, preferir, proyectar invocando una «teoría»
pretendidamente rigurosa —ni mucho menos presentándose como el portavoz de una
categoría determinada. Teoría rigurosamente rigurosa, no la hay en matemáticas;
¿cómo habría una así en política? Y nadie es nunca, salvo coyunturalmente, el
verdadero portavoz de una categoría determinada —y, aunque lo fuese, quedaría
aún por demostrar que el punto de vista de esa categoría vale para todos, lo
cual remite al problema precedente. No hay que escuchar a un político que habla
«en nombre de»; desde el momento en el que pronuncia estas palabras, engaña o se
engaña, qué más da. Más que cualquier otro, el político y el pensador político
hablan en su propio nombre y bajo su propia responsabilidad. Lo cual es,
evidentísimamente, la modestia suprema.
El
discurso del político, y su proyecto, son controlables públicamente bajo una
multitud de aspectos. Es fácil imaginar, e incluso exhibir, ejemplos históricos
de pseudo-proyectos incoherentes. Pero no lo es en su núcleo central, si este
núcleo vale algo —no más de lo que lo es el movimiento de los hombres con el
que debe encontrarse bajo pena de no ser nada. Pues uno y otro, y su reunión, plantean,
crean, instituyen nuevas formas no solamente de inteligibilidad, sino también
del hacer, del representar, del valer histórico-sociales —formas que no se
dejan simplemente discutir y calibrar a partir de los criterios anteriores a la
razón instituida. Uno y otro, y su reunión, no son más que como momentos y
formas del hacer instituidor, de la autocreación de la sociedad.
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