Andrea,
una adolescente de provincias, viaja hasta Barcelona para estudiar la carrera de
Filosofía y Letras, al llegar descubre la dramática situación además de un
ambiente de tensión constante y emociones violentas que se encuentran en casa
de su abuela, situada en la calle Aribau, en la que viven varias personas entre
las que se encuentran sus tíos junto con sus parejas y las criadas, todos ellos
con sueños rotos.
Ena,
compañera de la universidad la ayudará y motivará en el día a día, también
hallará en el ambiente universitario a todo tipo de jóvenes artistas, hijos de
familias millonarias que harán que olvide su tedio y oscuro vivir en la casa de
su abuela. No obstante, todo ello se concentra en un terrible hecho lo que
agrava y complica la realidad de Andrea.
Laforet
logró ganar el Premio Nadal 1944 con esta novela, la cual está cargada de
realismo, su narración describe el ocaso de una familia burguesa que, tras la
Guerra Civil, han perdido todo, desde lo material, pues no tienen que llevarse
a la boca, hasta en la forma de pensar de todos sus personajes pues se
encuentran una terrible espiral de control absoluto, soledad y oscuridad que
hace que sus relaciones sean tensas, crueles y directas provocando el
sufrimiento de todos ellos. Una novela que, en el momento de publicarse rompió
esquemas al tratar desde un punto de vista novedoso la posguerra. Su
protagonista, tan tímida, hermética y solitaria como la casa en la que vive,
esta descrito con profundad así como los demás personajes. En definitiva una novela
que profunda en las relaciones familiares cuando, cada uno de sus miembros han
perdido todo en la vida y avanzan de forma inestable, con un texto descriptivo
y realista en el que se muestra la fría realidad, el hambre diario y la
imposibilidad de convivencia que ello provocan, todo ello en una Barcelona
oscura, angosta y, al mismo tiempo, poética.
Recomendado
para todos aquellos que quieran descubrir la posguerra desde un punto de vista
directo y realista. También para aquellos que les gusten las novelas que traten
los dramas y las relaciones de forma apasionada de aquellos tiempos en los que
comer era un lujo que no estaba al alcance de todos, y por último para aquellos
que quieran leer un clásico de la literatura española, por su calidad, y al
mismo tiempo, sencillez.
Extractos:
Santa María del Mar apareció a mis
ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña
plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.
Pons me dejó su sombrero, sonriendo
al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y
fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los
vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las
llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto.
Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que
había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos
de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos
cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Montcada, donde tenía su
estudio Guíxols.
Entramos por un portalón ancho
donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía
tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una
impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que
subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba de
la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons
llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron
con efusión. Pons me dijo:
—Aquí tiene a Iturdiaga, Andrea…
Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una
semana siguiendo las huellas de Bécquer…
El pícaro aquel tenía los ojos
brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de cabeza y huí.
Le conocía bien. Era un viejo
«pobre» que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina de la calle de Aribau,
vestido con cierta decencia, permanecía hora de pie, apoyándose en su bastón y
atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba allí sin plañir ni
gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan y lleven
al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a
veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía
reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y
enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto.
No se me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna
y a avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo
de mi tía Angustias. Me acuerdo de que
cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía depositaba cinco céntimos en
aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Además, se paraba a
hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle mentiras o verdades de su
vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por
Angustias… A veces los ojos se le escapaban en dirección de algún «cliente» a
quien ardía en ganas de saludar y cuya vista estorbábamos mi tía y yo paradas
en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:
—¡Conteste!¡No se distraiga! ¿… Y
es verdad que su nietecillo no puede ingresar en el orfelinato? ¿Y su hija
murió al fin? ¿Y…?
Al fin terminaba:
—Conste que me enteraré de lo que
hay de verdad en todo eso. Le puede costar muy caro a usted el engañarme.
Desde aquellos tiempos ya nos
habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso; porque estoy segura de que
adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa mansurrona le vagaba por los
labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras tanto sus ojos se
disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le miraba
desesperada.
Editorial: Destino
Autor: Carmen Laforet Páginas: 304
Precio: 18 euros
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