Leila Guerriero, y el último relato de la serie sobre
las relaciones amorosas de una joven y su profesor de fotografía en la que, su
protagonista, llega a una conclusión. Aquí
os dejo el enlace al relato completo.
Tomás Ondarra |
(…) Cuando vivía solo le gustaba
mantener la casa —en la que vivía sin televisor, casi sin muebles y con cuatro
zonceras (su colección de lápices, su tablero de dibujo, sus láminas de
arquitectura)— en silencio. Desde que ella llegó (con sus vestidos de breteles
finos y esa manera gloriosa de mover las manos y sus pesados muebles de
algarrobo y un televisor que fue a parar a los pies de la cama), las mañanas y
las noches se llenaron de música. Pero eran felices de una forma exaltada. Si
después de la cena él decía “¿Vamos a un bar?” ella decía “¡Vamos!”, y se
calzaba sus jeans más rotos sin que importara si era martes o domingo, sábado o
jueves. Una madrugada se acostaron borrachos y él despertó poco después,
desorientado, y orinó en el cajón donde guardaban las camisetas. Al día
siguiente, ella descubrió el charco a los pies de la cama, el cajón rezumando
orines, y lo despertó revuelta en carcajadas. Tenían un auto sin llave de
encendido, al que había que darle arranque conectando los cables, con el que
iban a sitios lejanos de los que, a menudo, tenían que regresar en autobús por
falta de dinero para nafta. Él le hablaba de cosas con las que siempre había
soñado: desarrollar un sistema de viviendas baratas para gente humilde; mudarse
a la provincia y criar animales; irse de viaje —ahora con ella— durante un año,
sin rumbo, sin dinero. Si él proponía “¿Vamos de campamento?”, ella respondía:
“¡Claro!”, y pasaban cuatro días lavándose la cara en un río, teniendo sexo en
una tienda de campaña gélida. Un día, regresando de una fiesta en las afueras
—una de esas fiestas en las que la gente deambula por el parque y ríe y baila
tontamente— él preguntó “¿Te divertiste?” y ella dijo “Me aburrí muchísimo”. Él
creyó percibir en la frase un tono hostil, de ofuscación y rabia, y, desde
entonces, cada vez que él anunciaba “Este fin de semana hacen otra”, ella
respondía “Ah”, y desistían de ir. Con el tiempo, vendieron el auto viejo
(compraron uno que él siempre encontró desangelado) y, aunque ya no volvieron a
hablar de aquel viaje sin rumbo y sin dinero, ella empezó a llevar folletos de
recorridos por Europa, 30 ciudades en 10 días y hoteles de cuatro estrellas que
no se podían permitir. El seguía hablando de las cosas con las que siempre
había soñado —diseñar un sistema de casas baratas para personas humildes,
llevar una vida tranquila en la provincia—, pero ahora ella lo miraba con
conmiseración, como si nada de todo eso hubiera sido otra cosa que un juego
infantil (algo que nadie podía haber tomado en serio), y le pedía que, si tenía
intenciones de ir a un bar, le avisara con un día de anticipación porque quería
organizarse (y lavarse el pelo: ya no le gustaba salir con el pelo sucio).
Después, llegaron los hijos. Dos, en tres años y medio. No estaban en los
planes, pero ella se deslizó hacia esos embarazos con la majestad serena de un
buque que entra a un puerto: como si siempre se hubiera dirigido hacia allí. Y,
claro, la culpa no es de los chicos —porque ¿qué clase de padre piensa que los
hijos tienen la culpa de alguna cosa?—, pero ¿qué son todos esos fines de
semana planificados en torno a películas de Disney, combos de McDonalds,
cumpleaños de amiguitos; esa puerilidad en la que ella parece cómodamente
sumergida, como si fuera una ensoñación amniótica? ¿En qué momento todas las
conversaciones se transformaron en conversaciones acerca del colegio, el dinero
y los problemas con el lavarropas? Como si lo hubieran llevado hasta el medio
de un desierto y lo hubieran dejado solo, hace ya tiempo que él habita una
patria sin entusiasmo donde el agobio lo hace desistir antes de proponer
cualquier cosa (un viaje en familia, una cena en un restaurante). Una patria en
la que despierta y se acuesta haciéndose la misma pregunta: ¿todo esto para
qué? (…)
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