Un refugio para Clara de Marta Estrada
448 páginas
ISBN: 978-84-233-4711-7
Lomo 1272
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Una tarde de lluvia,
Clara pierde el control del coche que conducía provocando un accidente que
dejará a Belén, su hija de siete años, parapléjica. Las horas en vilo en el
hospital, los días en coma, los meses de rehabilitación intentando que la vida
de la pequeña consiga algo de normalidad, le revelan a Clara que puede sacar
fuerza de no sabe dónde para afrontar la tragedia, pero a la vez, la van
sumiendo en un estado de agotamiento y culpa que su exmarido, absolutamente
insensible a su dolor, aviva y alimenta.
Unos días de excursión del colegio de Belén le permiten finalmente tomarse un respiro y Clara emprende un viaje a un lugar del Pirineo donde encontrar un poco de paz. Pero una tormenta de nieve la hace tomar el rumbo equivocado y la obligará a refugiarse en la cabaña de un hombre arisco y taciturno, Éric, quien a pesar de ofrecerle su ayuda resulta molesto con su presencia. Ese tiempo en la cabaña, aislados del mundo, serán días de confesiones mutuas, de pequeñas y grandes complicidades entre dos seres heridos pero con una férrea voluntad de vivir.
Unos días de excursión del colegio de Belén le permiten finalmente tomarse un respiro y Clara emprende un viaje a un lugar del Pirineo donde encontrar un poco de paz. Pero una tormenta de nieve la hace tomar el rumbo equivocado y la obligará a refugiarse en la cabaña de un hombre arisco y taciturno, Éric, quien a pesar de ofrecerle su ayuda resulta molesto con su presencia. Ese tiempo en la cabaña, aislados del mundo, serán días de confesiones mutuas, de pequeñas y grandes complicidades entre dos seres heridos pero con una férrea voluntad de vivir.
Y también serán días de
grandes descubrimientos, de los cuerpos y de los corazones, y de la revelación
de que no existe nada más erótico que el amor.
Volvió
al exterior y procuró serenarse mientras revisaba las posibles soluciones.
Estudió con detenimiento cuanto la rodeaba en busca de algo que la sacara de
aquel embrollo. Por detrás del apeadero, una carretera serpenteaba entre abetos
hasta perderse montaña arriba y, en consecuencia, aunque desde allí no podía
verlo, supuestamente después, montaña abajo. Al otro lado de las vías, distinguió
a lo lejos y muy al fondo un pueblecito de casas de piedra. Si ése era el que
andaba buscando ya podía echarse a temblar, porque por Dios que no estaba
cerca. Por encima de su cabeza, majestuosa y blanca, aparentemente próxima, se
alzaba la cumbre del pico más elevado de la cordillera, o al menos eso creía
ella en su total ignorancia del entorno. Y nieve, nieve y hielo por todas
partes, tanta nieve y tanto hielo que, de haberlo imaginado, jamás habría
aceptado ese destino. De nuevo la ahogaron las ganas de llorar. Sentía un frío
irracional nacido de la desesperación. Se encontraba mal, peor según pasaban los
minutos, incluso algo mareada, y mortificada por unos calambres intermitentes en
el abdomen. Tragó saliva con dificultad. No sabía qué hacer. Se veía incapaz de
echar a andar carretera arriba o abajo sin tener la más mínima idea de dónde se
hallaba. Sacó el móvil y, aun comprobando que no había cobertura, redactó un
angustioso mensaje dirigido a su hermano. Se mordió el labio inferior, gesto
que desde pequeña, a juicio de quienes la conocían, denotaba siempre en ella un
frágil estado anímico. En cuanto sus padres la sorprendían callada y mordisqueándose
el labio, percibían que algo sucedía o que algo estaba a punto de ocurrir.
Carlos
se moriría de risa si pudiera verla en semejante apuro. Vaya si disfrutaría.
Según él, su exmujer era una nulidad a la hora de planificar y organizar cualquier
asunto que no estuviera directamente relacionado con las tareas domésticas. No
creía en absoluto que fuera eficiente en lo que él tildaba de ridículo trabajo,
por mucho que los hechos le demostrasen día a día lo contrario, y estaba
convencido de que no podría cuidar correctamente a la niña, aunque él mismo
eludiera ambas obligaciones, desentendiéndose de todo lo que no tuviera
relación con hipócritas exhibiciones públicas de familia feliz. Carlos no
perdía ocasión de vilipendiarla, la asfixiaba con el tremendo peso de la culpa,
esgrimiendo ante ella el horror del futuro que aguardaba a la niña. Recalcaba
hasta machacarla que acabaría demostrándose su incapacidad para ocuparse de
ella. Sin embargo, durante los siete meses que Belén había pasado en el hospital,
Carlos se había comportado como un miserable, evitando ver a su hija mientras
la pequeña estuvo en coma, escudándose en el dolor que le producía contemplarla
en aquel estado. ¿Acaso ella, su madre, no sufría? ¿Acaso no estaba destrozada por
dentro y por fuera, con el cuerpo lleno de heridas y magulladuras, además de
llevar un collarín y tener una pierna escayolada? ¿Quién había pasado noches
enteras en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos? ¿Quién apenas
se había movido de la habitación en los cinco meses subsiguientes al coma?
Al principio, cuando Belén empezó a recuperarse,
Clara temió que su exmarido le arrebatara la custodia de la niña, advertencia
con la que la atormentaba un día tras otro. Tardó en comprender que Carlos
jamás cumpliría sus amenazas. Nunca podría convivir con una niña parapléjica, nunca
se la impondría a su flamante nueva esposa. ¡No había tenido ningún reparo en
organizar una boda por todo lo alto aun teniendo a su hija postrada en un
hospital! Ajeno a lo que de su propia actitud se infería, él continuaba inmerso
en su campaña contra Clara, minando su autoestima, vertiendo en su alma el
veneno del remordimiento. Ella era la única culpable de la tragedia que vivía
la niña, y jamás perdía ocasión de recordárselo. Algunas veces, por mucho que
la psicóloga, su hermano y los amigos se enfadasen con ella, la tentaba la idea
de hacer suya la máxima de su exmarido de que apenas valía para nada más que
llevar la casa. Nunca volvería a ser la Clara activa, segura y emprendedora que
fue antes del accidente. Nunca. Era tan difícil luchar contra los escollos que
se interponían diariamente en su camino... Abatida, sintiéndose cada vez peor,
se sentó sobre la mochila, ocultando la cara entre las manos enguantadas. Tenía
que concentrarse y dar con una solución. No podía quedarse paralizada de aquel
modo, esperando que cayera la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario