Héctor Abad Faciolince, nos conduce en estos relatos por
diferentes lugares cada día de la semana, en este caso, jugando con los
sentidos de las palabras según se hable
en España o Latinoamérica. Aquí os dejo el enlace al relato
completo.
Raquel Marín |
(…) Pocos segundos antes de tirar la
puerta del hotel con todas sus fuerzas, con un estruendo que despertó a varios
huéspedes del piso, ella alcanzó a gritarme: "¡Maricón!"
Y yo la palabra la entendí de inmediato y no pude dormir esa noche pensando: me la merezco, esa palabra, por pichafría, por pichafloja. Una mujer, cuando quiere, no perdona jamás que uno no quiera. Los hombres tenemos que estar listos siempre. Y más si había bailado con ella salsa (sin saber bailar yo) en una discoteca de Caracas; y más si yo la había invitado en taxi al hotel y en el camino le había puesto una mano en el muslo derecho y otra mano en la teta izquierda; y más si habíamos subido juntos en el ascensor, mirándonos a los ojos y sonriendo. Pero fue en el ascensor, apenas en el ascensor, en el instante en que la miraba bajo la fría luz de neón, donde le vi la babita blanca meciéndose en la comisura derecha de sus labios. Si hubiera tenido pañuelo, se la habría limpiado, esa babita espesa, pero no, era inútil porque ya la había visto, y solo esa babita había tenido para mí el efecto que en otros puede tener, qué sé yo, una herida, sangre, un mal olor, una prótesis, algo. No, yo ya era incapaz de terminar en horizontal lo que había empezado en vertical durante el baile. Y quedar mal así, en el último momento, con Caracas de fondo, con una caraqueña como ella, bonita y dulce y alegre.
Y yo la palabra la entendí de inmediato y no pude dormir esa noche pensando: me la merezco, esa palabra, por pichafría, por pichafloja. Una mujer, cuando quiere, no perdona jamás que uno no quiera. Los hombres tenemos que estar listos siempre. Y más si había bailado con ella salsa (sin saber bailar yo) en una discoteca de Caracas; y más si yo la había invitado en taxi al hotel y en el camino le había puesto una mano en el muslo derecho y otra mano en la teta izquierda; y más si habíamos subido juntos en el ascensor, mirándonos a los ojos y sonriendo. Pero fue en el ascensor, apenas en el ascensor, en el instante en que la miraba bajo la fría luz de neón, donde le vi la babita blanca meciéndose en la comisura derecha de sus labios. Si hubiera tenido pañuelo, se la habría limpiado, esa babita espesa, pero no, era inútil porque ya la había visto, y solo esa babita había tenido para mí el efecto que en otros puede tener, qué sé yo, una herida, sangre, un mal olor, una prótesis, algo. No, yo ya era incapaz de terminar en horizontal lo que había empezado en vertical durante el baile. Y quedar mal así, en el último momento, con Caracas de fondo, con una caraqueña como ella, bonita y dulce y alegre.
Me habían tocado mujeres
calientapichas o calientapollas, que después de una noche de señales y gestos y
caricias se echaban para atrás en el último momento, pero ahora era yo quien se
había portado como un calientacoños. Qué vulgar que me he vuelto, pero eso
pensé, y ahora lo cuento. Habíamos estado antes con Ednodio Quintero, un
escritor que colecciona fotos de japonesas menores de edad, y yo había estado
tendido en su balcón en una hamaca de palma de moriche, y hasta ahí había
llegado ella a mecerme en la hamaca, y yo le había mostrado todos mis dientes
en señal de asentimiento, y después habíamos ido a bailar (aunque yo no supiera
bailar), y durante el baile, en Caracas, nos habíamos abrazado, y yo había
sentido sus muslos entre mis muslos, y ella mi cachiporra contra su cuerpo. (…)
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