La juguetería errante
Siguió un largo y melancólico silencio. En su incómoda posición, ambos hombres estaban comenzando a sentir calambres. Cadogan tenía la boca seca y le dolía la cabeza. Notó que necesitaba un cigarrillo.
–Vamos a jugar a los Libros Infumables –sugirió.
–De acuerdo. El Ulises.
–Vale. Todo Rabelais.
–Vale. El Tristram Shandy.
–Vale. La copa dorada.
–Vale. Rasselas.
–No, a mí me gusta Rasselas.
–¡Santo Dios, bueno, pues entonces Clarissa!
–Vale. Titus…
–Calla un momento. Creo que he oído a alguien que se acerca.
Efectivamente, se oían pisadas aproximándose por el empedrado de fuera… unas pisadas erráticas y ligeras.
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