viernes, 12 de julio de 2013

Shirley de Howard Fast



Shirley es una chica sencilla, directa y crítica con las personas que se encuentran en torno a ella que un día se da de bruces con unos extraños que tratan de raptarla, ella sale ilesa de milagro tras un gran accidente, a partir de ahí comenzará una continua huida por sobrevivir y saber el porqué de su rapto.


El lugarteniente Burton la ayudará a descubrir la verdad cuando le es posible, él tiene años de experiencia en su trabajo a la hora de resolver casos es por ello que conoce a gente importante relacionado con su profesión todo ello le servirá para resolver y descubrir la verdad, porque Shirley es una chica difícil de tratar debido a su independencia, sagacidad y valentía a pesar de ser joven e inocente, es quizá por lo que se deja llevar y dice lo que piensa sin pensar en las consecuencias.

Fast logra en esta novela un ritmo trepidante, adictivo dentro de una trama de gran calidad y originalidad centrada en los diálogos los cuales son irónicos, además de tener un humor negro sobre la muerte deseándola constantemente a todo el que se cruza con su protagonista. El suspense es constante a lo largo del texto conforme pasan los capítulos, la historia se vuelve más enrevesada, más compleja y más extrema sin perder de vista la realidad de una persona en la situación en la que se mueve la protagonista, siempre huyendo de matones y engaños. En definitiva una novela adictiva que nos mantendrá atentos a lo largo de la novela, con diálogos cargados de crítica y humor negro, todo ello en una trama trepidante, inesperada y, gracias a su humor, dinámica y fresca.

Recomendado para aquellos que quieren leer una novela cargada de sarcacidad y opinión sobre aquellas personas que deciden hacer el mal, también para aquellos que quieran descubrir a un autor que lentamente nos atrae a una original trama, y por último para aquellos que quieran descubrir uno de los clásicos del género policiaco que en su narración nos sorprende con giros inesperados constantes. 

Extractos:

El apartamento era el resumen de la vida de Shirley y su máximo logro. Había definido cada uno de sus pasos en la cuesta arriba por la existencia, y subrayaba su independencia, su gusto y estabilidad. Las líneas sencillas pero eficaces de su moderno mobiliario económico, los colores vivos valientemente escogidos, las reproducciones que pendían de las paredes, todo aquello era tan revelador acerca de Shirley como podían serlo las páginas de un libro. Su efecto directo era el de una inocencia sin rebozo y atrevida, de cierta holgura además, por lo que la idea de dejar aquello a cambio de una celda casi la reduce a las lágrimas.
Ahora permanecía en la cocina, contemplando desanimadamente el guisado de ternera; apagó entonces la luz que alumbraba la sartén. Ya no tenía hambre, aborrecía comer sola, y estaba tan cansada de comer guisado de ternera como de sus sándwiches de otro tanto, o de sus pizzas. Estaba cansada y se sentía infeliz y molesta porque la alocada racha de acontecimientos la hubiera escogido a ella como centro de atención. En ese momento se sintió estremecer de miedo. Tanto que cuando sonó el timbre se abalanzó hasta la puerta espetando:
—¿Qué pasa ahora?
Su primera impresión era que Burton habría regresado, así que había calculado su pregunta lo bastante cáustica y apropiada como para saludarle una vez más.
—¿Quién es? —preguntó.
—Por favor, señorita Campbel, ¿puedo pasar? —rogó una voz joven respetuosa y nerviosa.
La voz tenía acento inglés y Shirley, al igual que muchos otros norteamericanos, sentía admiración y máximo respeto por el acento inglés. Cualquiera que fuera el papel que desempeñase un actor inglés, a Shirley nunca dejaba de gustarle. El acento inglés automáticamente significaba confianza. Ella y Cynthia habían salido una vez juntas con dos marineros británicos con los que se habían visto en la cafetería del Museo Metropolitano de Arte. Shirley era de la opinión de que ambas habían sido demasiado lejos al consentir que fueran a recogerlas, especialmente tratándose de marineros, pero Cynthia sostenía que nada que pudiera ocurrir en un museo difícilmente podía llamarse una cita, y lo cierto es que los dos chicos se comportaron con toda cortesía en medio de una noche bastante risueña. Aquello no hizo sino reafirmar en Shirley la convicción de que la gente que hablaba con aquel acento era necesariamente más de fiar. Pero esa noche no esperaba a ninguna cita, y necesitaba saber quién era la persona que estaba al otro lado de la puerta y qué buscaba.  

—Mira, lugarteniente —intervino Larry Cohen—, te estás aferrando a menudencias y no haces más que desbarrar. No tienes absolutamente nada excepto una estrafalaria coincidencia que suena a hueco. ¡Así que vio a esa muchacha hace diez años! Si sigues presionando por esa vía, ¿adónde vas a ir a parar?
—¡Coincidencias! —fulminó Burton—. ¿Y qué diantres sabes sobre coincidencias, Larry? Sé un policía durante veinte años, y entonces comenzarás a aprender lo que son las coincidencias. La vida es coincidencia. El hecho de que estás aquí es coincidencia. ¿Has pensado alguna vez en ello? ¿Has oído alguna vez hablar de la infinitud? Bueno, escoge un momento del infinito y figúrate las probabilidades matemáticas de que los cuatro estemos aquí en esta misma habitación y este mismo momento. Para ti la coincidencia es un problema estadístico; para mí, es mi forma de ser. El policía vive de las coincidencias y se agarra a clavos ardientes. La última semana uno de mis hombres se presentó en un bar de la Avenida Greenwich en el momento en el que lo atracaban dos hombres. Los sorprendió y ellos le sorprendieron. Ahora está muerto por una coincidencia imposible. Así que no me venga con lecciones. Este Bergan de aquí…
Se interrumpió a sí mismo para apuntar el dedo al pecho de Bergan.
—…Este Bergan de aquí tiene que ver con la muchacha Campbel. ¿Por qué? Ella le da el esquinazo. Le da largas. ¿Estoy en lo cierto? —le vino a decir al señor Bergan.
—Es cierto —suspiró él.
—Cierto. Pero la necesita. Le hace tilín en alguna parte de su conciencia. No sé lo que eso representa ni me preocupa, pero vi cómo le hacía tilín cuando observó esa foto. Así que vayamos al meollo del asunto, Bergan. ¿Qué ocurrió hace diez años?
—Por entonces estudiaba en la Universidad Brooklyn, y mis notas en francés eran altas. Siempre se me dieron bien los idiomas. El caso es que en el tablón de anuncios de la entrada principal, en la planta baja, colocaron un anuncio con un trabajillo. Yo tenía que hacer chapuzas para abrirme paso y acababa de perder un trabajo. Así que vi el aviso de un programa de intercambio universitario para un puesto como profesor particular de francés.
—¿A qué se refiere con eso de programa de intercambio? —le preguntó Burton.
—Creo, por lo que alcanzo a recordar, que significaba que el aviso también figuraba en otros lugares, la universidad de Columbia, la Universidad de Nueva York. Por eso es por lo que al final no me fue posible conseguirlo.
—Muy bien. Prosiga.
—Me explico, se trataba de un trabajo muy de postín, y yo no era lo que se esperaba, no como llamar la atención. En cualquier caso, una chica consiguió el puesto. Porque buscaba a una chica, y debido a que no se les ocurrió especificar, yo invertí dos horas en desplazare hasta el centro de Manhattan. Ni siquiera me entrevistaron. Cierta mujer me dijo que el trabajo ya estaba concedido. Fue entonces cuando vi a la muchacha, quizá tuviera doce años por entonces, quizá once. Tenían una inmensa tristeza dibujada en el rostro no sé quién era. Puede que me quedase rematadamente prendido al ver a la pequeña durante esos dos minutos; ya sé que no tiene ningún sentido. Ya se lo dije.

Editorial: Erasmus Ediciones
Autor: Howard Fast
Páginas:  190 
Precio: 19 euros

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