Humberto
Rosendo es un agente del Servicio de Inteligencia, se encuentra infiltrado en
una de las bandas criminales más sanguinarias de la ciudad de Lima, la cual
está estructurada y organizada por Bioy, un misterioso sujeto que le debería
conducir al auténtico objetivo del servicio secreto, el narco Natalio Correa.
Pero se enamorará de Cristal, una prostituta menor de edad perteneciente a una
familia que nunca la ha querido.
En
el Perú de los años 80; época de Sendero luminoso y de los horribles crímenes de
estado que se prolongan hasta nuestros días, pasando por los oscuros años del
gobierno de Fujimori como telón de fondo. En la novela descubrimos la oscura
historia de una brutal tortura de una estudiante que da lugar a la iniciación
de un joven militar en unas horribles y despiadadas prácticas dentro de un
desaforado grupo del ejército del cual, sus siniestros integrantes, están
siendo aniquilados.
Trelles
Paz narra en esta novela la violencia de forma directa, cruel y horrible pero
que, a pesar de todo ello, dentro de esta, se desarrolla una historia de amor que
por momentos se va desgastando por las situaciones tan despiadadas en las que
se ven inmersos sus personajes, un amor que se va volviendo frágil. La novela
describe el terrorismo con un estilo original, directo y, ante todo, cercano,
sus diferentes estilos a lo largo del libro: comenzando en forma de diario,
siguiendo con posts de un blog titulado «La
gente es fea» hasta los testimonios y declaraciones de testigos, pasando
por las vivencias de una madre frente a los cambios y evolución de sus hijos en
el marco de la maldad dan al texto frescura pese al intenso argumento de la
obra. En definitiva, Bioy es un gran compendio sobre el mal que, a veces,
provoca vértigo por la continua violencia que desprende. Desde su origen hasta
su fin narrado a través de personajes que se confiesan ante el horror del que
son testigos constantemente, estructurado y escrito de forma única que mantiene
la tensión y a la vez, un texto que denuncia las guerras a través de un gran
mosaico de barbaries y atrocidades desde las perspectivas más amenazantes, nos
hace conscientes de que aún no hay justicia.
Recomendado
para aquellos que quieran descubrir la violencia en su estado más intenso e
intrigante, aquí encontraran un gran compendio sobre la crueldad sin motivo del
ser humano cuando la justicia mira hacia otro lado. También para aquellos que
quieran una novela policiaca diferente, en la que la justicia se ha perdido, ni
se busca ni se encuentra, sólo hay venganza enquistada en sus personajes. Y por
último para aquellos amantes de la literatura salvaje, cruel y absolutamente
violenta.
Extractos:
Cuando su padre murió ella tenía
trece años y ya se amanecía tomando y fumando marihuana con sus amigos en La
Perla. Era lo único que hacía luego de ver la televisión y dormir en un cuarto
hacinado que compartía con sus dos hermanos menores. Fue al colegio nacional
hasta el sexto grado. No era una buena estudiante, no le gustaba leer ni
memorizar ni repetir como mensa las tonterías que le decían los maestros, y a
sus padres, que en su época habían abandonado la escuela por los mismos
motivos, no parecía importarles gran cosa su educación. Su madre, otrora
fachosa y delicada mujer cuyo vicio la había degradado físicamente hasta el límite
de lo calamitoso, cogía la botella ni bien se despertaba, prendía la radio y
bebía y bebía sobre la mesa, usando las tazas que sus hijos empleaban para la
leche y el café. Su padre era mecánico pero tenía un taller al que ya no
llegaban autos. Aunque solía ser eficiente y hasta creativo reparando coches,
siempre tuvo problemas para cumplir con los plazos. El vicio del alcohol que
compartía con su mujer, lo extendía con fervor hacia la pasta básica y la
cocaína que había empezado a comercializar de manera clandestina en el mismo
taller. Como su madre, el Príncipe —que era así como lo conocían los del barrio—
había sido un hombre guapo, de buen porte, un muchacho salvaje y de sonrisa
bonita; solía ser muy popular entre las jovencitas pudientes de La Punta.
Cuando su afición por las drogas se hizo peligrosa, los abuelos de Cristal —gente
de plata sin alma, dijo ella— lo negaron con reticencia hasta que las cosas de
la casa empezaron a desaparecer.
A veces siento que no estoy loca y
me preocupo siento que llega la muerte a llevarme y me cago de miedo me orino
en la cama don Ramiro no se despierta y ya no puedo contarle nada de
Abel-Abelito cuando íbamos al parque la tocaba abajito y encima y la Ruth no
decía nada estaba enamorada como la quinceañera le sobaban rico los pezones los
tobillos a la Myrna todos menos el cabo que se iba a casar con ella cuando no
estaban los monstruos la cuidaba le hablaba bajito don Ramiro ella ha estado en
el infierno tantas veces los policías disfrazados le tumbaron la puerta se la
llevaron los perros de las mechas la encerraron no había luz ni agua en el
calabozo no decía nada shhhhhhhhhhh pedía silencio el mayor pericote le metía
su cosa en la boca puta de mierda terruca cochina ya vas a ver se ponía a
llorar de miedo el cabo la defendía tenía los ojos verdes como uva lindos de
mentira de canica querían malograrlo carajo responda le gustan los hombres cabo
y él no mi mayor por terruca a mucha honra decía Myrna llegaba la picana
eléctrica y dolía el pecho la cabeza los dientes se le salían pobrecita le
metían su cosa los apristas eran locos robaban todo comían rico como gordos
todos gordos decía Blanca hay que colgarlos por choros genocidas
contrarrevolucionarios alzaba la manito sin marxismo-maoísmo no se puede
concebir el pensamiento (…)
—Vuelve a desafiarme, hijo de puta,
y yo mismo te mato a golpes. Vuelve a avergonzarme, a dejarme mal parado delate
de cualquiera, atrévete siquiera a mirarme a los ojos, y lo que le hicimos a
esa puta no será ni la mitad de lo que te voy a hacer a ti. De acá sales hecho
un hombre o no sales, ¡entendiste! Y ahora, carajo, te me dejas de mariconadas.
Bájate el pantalón y dale a esa terruca asesina lo que se merece.
—¡El cabo ya está listo, mudita! —grita
de pronto el mayor, eufórico, sonriente, enjugándose los bigotes con la punta
de la lengua mientras vuelve los pasos lentos hacia la mesa. El cabo ni lo
mira, aún tiene la cabeza inclinada. Aunque está agitado logra reponerse y, de
un impulso, consigue sentarse. El gesto pusilánime se le ha borrado por
completo. De hecho, no hay nada tangible en su rostro que pueda definir su
estado de ánimo, es como si de repente sus músculos faciales hubieran perdido
peso y ahora sólo colgaran de sus huesos.
—Cabo Cáceres, ¿qué espera? —interroga
el suboficial Franco, temeroso de que el mayor reaccione otra vez y la
operación termine en un tiroteo. Lo ha visto antes disparando a los novatos en
pleno adiestramiento. En las piernas, en las manos, en los hombros, con una
puntería tan precisa que conseguía someterlos sin herirlos de muerte.
—Bioy… —contesta de pronto el cabo
con frialdad, sin levantar la mirada, con una rara palabra que suena
extranjera.
—¡¿Qué miera has dicho?! —interviene
Gómez, curioso, incrédulo, harto ya de toda la situación.
—He dicho Bioy, mi capitán. Mi
nombre… Sólo he dicho mi nombre. —Se levanta el muchacho de golpe y,
mientras manipula con displicencia la
hebilla de su correa, como en una procesión personal, se dirige lenta y
resignadamente hacia la mujer.
Editorial: Destino
Autor: Diego Trelles Paz Páginas: 304
Precio: 17 euros
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