Claudia Piñeiro, el penúltimo relato de la serie de Miniaturas negras, conocemos, en este
texto, el día a día de una peluquera de barrio y a sus clientas. Aquí os dejo el enlace al relato
completo.
Eduardo Estrada |
(…) Todo había empezado unos pocos años
antes. A la peluquería no le iba bien. Dejó de irle bien cuando a tres cuadras
pusieron otra, moderna, que pertenecía a una cadena para la que no importaba el
nombre del peluquero sino el de la empresa: Magic.
La de ellos, instalada delante de su propia casa, conservaba el nombre de siempre: Carla y Rubén, estilistas. La nueva tenía una máquina expendedora que ofrecía no solo café en sus distintas variedades, sino también chocolate. Y revistas nuevas cada semana. Y grandes fotos de mujeres famosas peinadas en la peluquería, aunque no estrictamente en esa sucursal, por el barrio no pasaba nadie con fama, al menos no con fama de la buena.
La de ellos, instalada delante de su propia casa, conservaba el nombre de siempre: Carla y Rubén, estilistas. La nueva tenía una máquina expendedora que ofrecía no solo café en sus distintas variedades, sino también chocolate. Y revistas nuevas cada semana. Y grandes fotos de mujeres famosas peinadas en la peluquería, aunque no estrictamente en esa sucursal, por el barrio no pasaba nadie con fama, al menos no con fama de la buena.
Carla conocía a las clientes del
barrio y sabía que no iba a ser fácil competir con la foto gigante de la actriz
de la telenovela de moda, con sus rulos brillantes recién hechos. En eso
pensaba mientras barría los mechones muertos, antes de dar por finalizado el
día. Entonces fue que vio el mechón y tuvo una intuición. Largo, colorado,
grueso. En lugar de barrerlo lo levantó, le puso una gomita en una punta para
que no se desarmara, y lo abrochó en una tarjeta blanca. Pensó un rato,
descartó algunas alternativas, y por fin escribió: “Gracias, Rubén, si siguiera
en el país no dejaría que mi cabeza pasara por otras manos. Un beso y este
recuerdo”. Y debajo del texto una firma lo suficientemente garabateada como
para que cada uno pudiera imaginarse lo que quisiera. Luego lo pegó en el
espejo y se fue para su casa.
Al día siguiente no dijo nada y
esperó. Recién la tercera clienta se dio cuenta del rulo colorado en el espejo.
Rubén no había llegado a la peluquería. La clienta preguntó de quién era y ella
dijo que no podía revelar el nombre de la dueña original, pero que ahora era de
Rubén. Y luego, en voz baja como si se estuviera excediendo con sus
revelaciones, dijo: “Y ese no es el único mechón”. Prometió que poco a poco
ella iba a ir trayendo otros de la colección. Si Rubén no se enojaba, claro.
Que sí, que hay una colección completa, hecha a lo largo de tantos años de
peluquero, de sus viajes cuando iba a cortar y peinar a otras ciudades. (…)
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