Guadalupe Nettel, En este texto somos testigos de las vivencias con las mujeres de la
protagonista, su relación con ellas en su vida, en definitiva, confiesa sus
deseos. Aquí os dejo el enlace al relato
completo.
Eva Vázquez |
(…) Una de mis mayores fantasías
habría sido la de reconstituir, al menos en la medida de lo posible, la unidad
familiar. Me habría gustado que, en una misma casa, vivieran mi madre y mis dos
primeras mujeres con nuestras tres hijas.
Hubo un tiempo en que intenté poner en marcha este proyecto. Le escribí a mamá, quien tenía una residencia de playa en la península, y le pedí que nos invitara a pasar un verano con ella. Sería, le aseguré, un periodo magnífico que nos convencería de establecernos así definitivamente. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo. Mi primera esposa aceptó mandar a Uma pero se negó a venir, pretextando que tenía otros planes menos descabellados para sus vacaciones. Ese verano fue maravilloso. Mis hijas se entendieron perfectamente, mi madre se enamoró de sus nietas, mi mujer entabló con mi hija mayor lazos inesperados de complicidad. Todo parecía encajar de maravilla. Lo único desconcertante fue el rechazo que Uma desarrolló hacia mí durante las vacaciones. Cualquier cosa relacionada conmigo, como mi aspecto, mis movimientos o mi forma de trabajar, le despertaban una aversión notoria. Sin embargo, ese pequeño inconveniente no me desanimó. El proyecto era demasiado hermoso como para renunciar a él por una tontería. Por primera vez en mi vida estuve dispuesto a hacer concesiones. Aunque estábamos en la playa, accedí a exagerar mi higiene personal, a reducir mi ingesta de marihuana y otras sustancias psicotrópicas que siempre me han ayudado en mi trabajo y a cambiar mi manera de expresarme cuando me dirigía a ella. Tengo la seguridad de que nada de esto fue en vano. Uma aceptó volver los dos años siguientes. Disponía de todo en casa y nosotros acatábamos sus designios con una beatitud gozosa, casi con devoción. Sin embargo, el último año ocurrió algo que nadie, ni yo mismo, imaginaba: Uma empezó a aparecer en mis sueños con la forma de la diosa que lleva su nombre y, al hacerlo, me aseguraba que era ella la encarnación de aquella mujer con la que siempre había fantaseado. Para entonces mi hija mayor rondaba los dieciséis. Su cuerpo era el de una mujer madura, en plena fertilidad. La duda amorosa, que tanta destrucción había causado a mi alrededor, volvió a aparecer con toda su fuerza y, lo que es peor, con mi propia hija. Fue por amor a ella, y a todas las demás, por lo que prescindí de mi proyecto de vida comunitaria y no volví a convocar jamás a la familia.
Hubo un tiempo en que intenté poner en marcha este proyecto. Le escribí a mamá, quien tenía una residencia de playa en la península, y le pedí que nos invitara a pasar un verano con ella. Sería, le aseguré, un periodo magnífico que nos convencería de establecernos así definitivamente. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo. Mi primera esposa aceptó mandar a Uma pero se negó a venir, pretextando que tenía otros planes menos descabellados para sus vacaciones. Ese verano fue maravilloso. Mis hijas se entendieron perfectamente, mi madre se enamoró de sus nietas, mi mujer entabló con mi hija mayor lazos inesperados de complicidad. Todo parecía encajar de maravilla. Lo único desconcertante fue el rechazo que Uma desarrolló hacia mí durante las vacaciones. Cualquier cosa relacionada conmigo, como mi aspecto, mis movimientos o mi forma de trabajar, le despertaban una aversión notoria. Sin embargo, ese pequeño inconveniente no me desanimó. El proyecto era demasiado hermoso como para renunciar a él por una tontería. Por primera vez en mi vida estuve dispuesto a hacer concesiones. Aunque estábamos en la playa, accedí a exagerar mi higiene personal, a reducir mi ingesta de marihuana y otras sustancias psicotrópicas que siempre me han ayudado en mi trabajo y a cambiar mi manera de expresarme cuando me dirigía a ella. Tengo la seguridad de que nada de esto fue en vano. Uma aceptó volver los dos años siguientes. Disponía de todo en casa y nosotros acatábamos sus designios con una beatitud gozosa, casi con devoción. Sin embargo, el último año ocurrió algo que nadie, ni yo mismo, imaginaba: Uma empezó a aparecer en mis sueños con la forma de la diosa que lleva su nombre y, al hacerlo, me aseguraba que era ella la encarnación de aquella mujer con la que siempre había fantaseado. Para entonces mi hija mayor rondaba los dieciséis. Su cuerpo era el de una mujer madura, en plena fertilidad. La duda amorosa, que tanta destrucción había causado a mi alrededor, volvió a aparecer con toda su fuerza y, lo que es peor, con mi propia hija. Fue por amor a ella, y a todas las demás, por lo que prescindí de mi proyecto de vida comunitaria y no volví a convocar jamás a la familia.
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