Sara
Gran
Claire
DeWitt y la ciudad de los muertos
Empezamos
nuestras carreras como investigadoras resolviendo enigmas en nuestras propias
casas. ¿Dónde iba cada tarde la madre de Kelly a la una y cuarto? A la
licorería, tal como descubrimos. ¿Qué guardaba el padre de Tracy en la caja
misteriosa de debajo de la cama? Porno especializado en bondage, fotografías
que ojalá no hubiera visto nunca. ¿Y a quién le hacía mi madre esas misteriosas
llamadas nocturnas cuando mi padre caía dormido? Descubrimos que al hermano de
mi padre.
No
pasó mucho tiempo hasta que comprobamos lo cierta que era la primera regla de
Silette sobre resolver misterios: la mayoría de la gente no quería que se
desvelaran los suyos. Pero ya era demasiado tarde para parar.
A
continuación empezamos a solucionar misterios en el vecindario. No faltaban
crímenes, aunque sus soluciones no representaban un gran desafío. Todo el mundo
sabía quién había disparado a Dwayne. Todo el mundo sabía lo del padre de
LaTisha. El problema no era resolver el crimen, sino que no le importaba a
nadie.
Cuando
crecimos, nos pasamos horas en el metro. De Cloisters a Conay Island, Nueva
York era nuestro. Un billete nos costaba setenta y cinco centavos y una lata de
Krylon, dos dólares. Los torniquetes eran fáciles de saltar y la pintura en
espray fácil de robar. Nos subíamos a los trenes y dejábamos nuestra marca
donde podíamos. Algunos chicos vivían o morían por los grafitis, pero nosotras
solamente queríamos dejar pruebas de que habíamos vivido.
Nueva
York fue nuestro misterio particular. Como niños solos en el bosque, seguimos
nuestro rastro de miguitas allá donde nos llevó. Nadie se preocupaba por
nosotras, nadie nos echó de menos. Nuestro único encuentro con una autoridad
adulta fue con los polis, y todo lo que nos dijeron fue «Vaciad esa botella»,
«Metedla en una bolsa de papel» o «Tiradla a la basura».
No hay comentarios:
Publicar un comentario