Nada
Parecía
una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas conservaban la
huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los
desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el
espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de
besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos
torcidos.
Empecé
a ver cosas extrañas como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha,
el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas.
No
sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación que me habían
destinado se veía un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias
—algunas de gran valor— en las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles
abigarrados. Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe,
el salón de la casa.
En
el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes seres —aquella doble
fila de sillones destripados—, una cama turca, cubierta por una manta negra,
donde yo debía dormir. Sobre el piano habían colocado una vela, porque la gran
lámpara del techo no tenía bombillas.
Angustias
se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la cruz, y la abuela me
abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un animalillo contra mi
pecho.
—Si
te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su vocecilla temblona.
Y
luego, en un misterioso susurro a mi oído:
—Yo
nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la casa por las noches.
Nunca, nunca duermo.
Al
fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la luz de la vela
hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El hedor que se advertía en
toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte. Era un olor a porquería de gata.
Sentí que me ahogaba y trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un
sillón para abrir una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo.
Pude lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que
comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a las casas
barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave negrura de arriba y al
verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como si viera amigos antiguos,
bruscamente recobrados.
Aquel
iluminado palpitar de estrellas me trajo en un tropel toda mi ilusión a través
de Barcelona, hasta el momento de entrar en este ambiente de gentes y de
muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en aquella cama parecida a un
ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles terrores cuando apagué la
vela.
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