Jiří
Kratochvil
La
promesa de Kamil Modráček
Sospecho
que cuando Kamil decidió construir mi casa precisamente en la calle Eliška
Machová, en Žabovřeský, una de las cosas que más le influyeron fue, no ya que
hubiera quedado allí un terreno vacío tras la demolición de una antigua obra,
sino también que alguien como yo, Eliška Madráčková, viviría ahora en la calle Eliška
Machová. Una tontería, lo sé.
Kamil está siempre abierto a cualquier idea que se le presente, desde proyectos maravillosos y en su mayor parte irrealizables, hasta idioteces que cualquiera calificaría de banales. Precisamente por eso no entiendo que siendo uno de los mejores arquitectos de Brno, y a la vez un detallista fantástico, casi enfermo de creatividad, no parezca entender muy bien lo que yo hago ahora. Y no se trata solo de mis dibujos. Hace poco vino a mi casa y empezó a hojear una publicación holandés sobre Kandinski y Malevich. Jamás podré olvidar la cara de asco que puso cuando la cerró y la dejó sobre la mesa. No me echa nada en cara, de hecho pone un meticuloso cuidado en no molestarme lo más mínimo. Observo sus esfuerzos con un poco de diversión malévola, me entra una risa silenciosa de la que él no sabe nada, o al menos cree que no sabe nada. Se pasea por mi estudio y da la vuelta a los cuados puestos contra la pared, después se queda ante ellos pensativo y, porque le causa muchos problemas mentirme, la mayoría de las veces no me dice nada, y cuando yo, divertida, le pregunto, me elogia la interesante composición y mi valor por intentar siempre algo nuevo. Solo de vez en cuando no lo resiste y me pregunta por qué ya no pinto aquellos encantadores paisajes surrealistas en los que de una pequeña ermita situada en el recodo de un camino salía una pinza de cangrejo, o esos campos de trigo en los que caen cometas en llamas, o por qué ya no pinto esas series de retratos realistas en las que siempre había algo sorprendente, como el retrato de un elegante caballero en chaqué negro sin embargo tiene en su hombro un gran moscardón, o aquella hermosa dama muy chic mordiéndose una gigantesca uña del dedo medio. Solo que aún recuerdo perfectamente lo que él ya ha olvidado, y es que cuando yo pintaba así, a él no le parecía maravilloso en absoluto. Entonces también intentaba no dar a entender tal circunstancia, pero yo adivinaba en su expresión que aquellos retratos le molestaban precisamente por esas pequeñas peculiaridades que los despojaban del gusto gregario que de otra manera hubieran tenido, aunque de un modo tan blasfemo, como si alguien en una iglesia decidiera cambiar la pila del agua bendita por una escupidera.
Kamil está siempre abierto a cualquier idea que se le presente, desde proyectos maravillosos y en su mayor parte irrealizables, hasta idioteces que cualquiera calificaría de banales. Precisamente por eso no entiendo que siendo uno de los mejores arquitectos de Brno, y a la vez un detallista fantástico, casi enfermo de creatividad, no parezca entender muy bien lo que yo hago ahora. Y no se trata solo de mis dibujos. Hace poco vino a mi casa y empezó a hojear una publicación holandés sobre Kandinski y Malevich. Jamás podré olvidar la cara de asco que puso cuando la cerró y la dejó sobre la mesa. No me echa nada en cara, de hecho pone un meticuloso cuidado en no molestarme lo más mínimo. Observo sus esfuerzos con un poco de diversión malévola, me entra una risa silenciosa de la que él no sabe nada, o al menos cree que no sabe nada. Se pasea por mi estudio y da la vuelta a los cuados puestos contra la pared, después se queda ante ellos pensativo y, porque le causa muchos problemas mentirme, la mayoría de las veces no me dice nada, y cuando yo, divertida, le pregunto, me elogia la interesante composición y mi valor por intentar siempre algo nuevo. Solo de vez en cuando no lo resiste y me pregunta por qué ya no pinto aquellos encantadores paisajes surrealistas en los que de una pequeña ermita situada en el recodo de un camino salía una pinza de cangrejo, o esos campos de trigo en los que caen cometas en llamas, o por qué ya no pinto esas series de retratos realistas en las que siempre había algo sorprendente, como el retrato de un elegante caballero en chaqué negro sin embargo tiene en su hombro un gran moscardón, o aquella hermosa dama muy chic mordiéndose una gigantesca uña del dedo medio. Solo que aún recuerdo perfectamente lo que él ya ha olvidado, y es que cuando yo pintaba así, a él no le parecía maravilloso en absoluto. Entonces también intentaba no dar a entender tal circunstancia, pero yo adivinaba en su expresión que aquellos retratos le molestaban precisamente por esas pequeñas peculiaridades que los despojaban del gusto gregario que de otra manera hubieran tenido, aunque de un modo tan blasfemo, como si alguien en una iglesia decidiera cambiar la pila del agua bendita por una escupidera.
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