Enterrado en vida de Arnold Bennett
Traducción
de Vicente Vera
Edición
de José C. Vales
Introducción
de Jesús J. Pelayo
ISBN: 978-84-15578-49-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 304
PVP: 20,95 €
Priam Farll es el más
reputado pintor de Inglaterra: célebre por sus cuadros sobre policías y
pingüinos, es adorado por el público y la crítica. Tímido como un cervatillo,
nadie conoce su aspecto, pues lleva años viviendo en el extranjero junto con su
criado Henry Leek, un granuja de tomo y lomo. Un día regresa a Londres de
incógnito, y Leek tiene el mal detalle con su amo de fallecer súbitamente de
pulmonía. El doctor que certifica la muerte confunde a Leek con Priam Farll, y
pronto la noticia corre como la pólvora: el gran pintor ha muerto. Farll ve el
cielo abierto y decide no sacar al mundo de su error: finge que es Henry Leek,
y hasta asiste a su propio entierro en la abadía de Westminster. Es entonces
cuando entra en escena una pizpireta viuda de Putney, Alice Challice, que
estaba prometida en matrimonio por correspondencia con Leek, y con quien Farll
se aliará para luchar contra las adversidades de la vida moderna.
Hay hombres de los cuales puede
decirse lo mismo que se dice de los sabuesos un día de caza afortunado: que es
imposible que se equivoquen. Priam Farll era uno de esos hombres. En pocos años
llegó a ser una leyenda, el enigma de rigor en todas las conversaciones. Nadie
lo conocía; nadie lo había visto; nadie se había casado con él. Al vivir en el
extranjero, fue siempre objeto de rumores contradictorios. Sus mismos agentes
en Londres, los Parfitts, no conocían de él más que su letra, escrita en el
reverso de los cheques, que siempre llevaban números de cuatro cifras. Estos
agentes vendían cada año, por término medio, cinco cuadros grandes de Priam
Farll y cinco pequeños. Estos cuadros procedían de lo desconocido, y a lo desconocido
era adonde viajaban aquellos cheques.
Los artistas jóvenes, mudos de
admiración ante las obras maestras del pincel de Priam Farll, que enriquecían
todos los museos nacionales de Europa —excepto, por supuesto, el que se erigía
en Trafalgar Square—,5 soñaban con él, veneraban su obra y disputaban fieramente
acerca de su figura, considerándolo como el mismísimo símbolo de la gloria, la exuberancia
y la perfección artísticas; no lo concebían como un hombre semejante a ellos,
que tuviera que anudarse cada mañana los cordones de los zapatos, que tuviera
que limpiar su paleta, a quien le latiera el corazón o que pudiera tener un miedo
instintivo a la soledad.
Al final, Priam Farll alcanzó la
distinción suprema, la prueba más alta del aprecio en que se le tenía. La
prensa adquirió la costumbre de mencionar su nombre sin más comentarios ni
calificativo alguno. Exactamente, igual que no se escribe «el señor A. J.
Balfour, el eminente hombre de Estado», o «Sarah Bernhardt, la renombrada
actriz», o «Charles Peace, el famoso asesino», sino simplemente «el señor A. J.
Balfour», «Sarah Bernhardt» o «Charles Peace», así la prensa se refería a él
solo como «el señor Priam Farll». Y ningún ocupante de ningún departamento de
fumadores en ningún tren matutino se quitó la pipa de la boca para preguntar:
«¿Y quién es ese Priam Farll?». Ningún hombre había en Inglaterra con tan
grande honor. Priam Farll fue el primer pintor inglés que disfrutó esta suprema
recompensa social.
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