La mala luz de Carlos Castán
232 páginas
ISBN: 978-84-233-4724-7
Lomo 1273
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
«Querida Nadia.
Estimada Nadia. Nadia a secas. Tú no me conoces. Soy amigo de Jacobo. No
sé cómo decirte esto. No sé si estás al tanto de que ha muerto. Lo
han asesinado, en realidad. Si ya lo sabías, sabrás también que ha sido
horrible.»
Jacobo y el narrador son viejos amigos que se acaban de trasladar a Zaragoza, ambos huyendo de un matrimonio fracasado, incapaces de soportar el peso de sus propias vidas.
Mientras se habitúan a su nueva situación, comparten cervezas, libros y veladas cada vez más largas en un desesperado intento de eludir el mundo.
Un día, Jacobo empieza a tener miedo, un miedo desmesurado y aparentemente irracional a quedarse solo en casa, que consigue controlar con la compañía de su amigo, hasta que una noche Jacobo aparece apuñalado en su propia casa. El protagonista toma entonces el relevo de su vida, quizás como última posibilidad de huir de la propia, y así conoce a una mujer, Nadia, que se convertirá en su obsesión y junto a la que emprender
la frenética investigación del asesinato de su amigo, lo que trastocará defi nitivamente
su propia existencia.
Jacobo y el narrador son viejos amigos que se acaban de trasladar a Zaragoza, ambos huyendo de un matrimonio fracasado, incapaces de soportar el peso de sus propias vidas.
Mientras se habitúan a su nueva situación, comparten cervezas, libros y veladas cada vez más largas en un desesperado intento de eludir el mundo.
Un día, Jacobo empieza a tener miedo, un miedo desmesurado y aparentemente irracional a quedarse solo en casa, que consigue controlar con la compañía de su amigo, hasta que una noche Jacobo aparece apuñalado en su propia casa. El protagonista toma entonces el relevo de su vida, quizás como última posibilidad de huir de la propia, y así conoce a una mujer, Nadia, que se convertirá en su obsesión y junto a la que emprender
la frenética investigación del asesinato de su amigo, lo que trastocará defi nitivamente
su propia existencia.
Los
dos nos habíamos mudado a Zaragoza recientemente, en el transcurso de unos
pocos meses, primero Jacobo y luego yo, ambos recién separados, todavía con la
marca de la alianza en el dedo, ese anillo de piel algo más pálida que funciona
para el mundo como una especie de emblema de soledad recién estrenada y
moderadamente vergonzante. Supongo que cada uno de nosotros iba huyendo de lo
suyo. Él con la intención de iniciar una etapa distinta, tras su jubilación
anticipada, y yo puede que de algún modo siguiendo sus pasos, no tanto por el
alivio que suponía poder contar con su compañía de vez en cuando, como
seducido, creo, por la poderosa fascinación que siempre han ejercido sobre mí
los principios, los cuadernos en blanco, las vueltas a empezar, cualquier
situación que, de una manera o de otra, pueda relacionarse en mi imaginación
con naves ardiendo en remotas bahías o casas dejadas atrás sin previo aviso,
como si nada, sin darle a la cerradura las vueltas de rigor, dejando sobre la
mesa los platos sucios que se usaron en la cena de la noche anterior. Gente,
por ejemplo, que sale de la cárcel o abandona por fin el hospital tras una
tortuosa cura de desintoxicación y, con sus cuatro bártulos, alquila una
habitación en un lugar desconocido, lejos de todo lo anterior, y coloca en un
vaso que hay sobre el lavabo su cepillo de dientes, mete en los cajones unas
cuantas mudas, puede que también un revólver o el retrato de una mujer que
apenas se sostiene, y abre la ventana para que entre el aire y empiece la
película. Y se ven entonces los neones en los muros de enfrente y el ajetreo de
un barrio hostil por descubrir en el que habrá que ir poco a poco sentando
plaza. Un concurso de traslados en el momento oportuno, la toma de posesión de
un nuevo destino administrativo puede ofrecerte algo parecido a eso, la
sensación de estar vivo contra pronóstico y de cuaderno en blanco con olor a
imprenta todavía, a la espera de cosas y de tinta. Y todo eso a pesar del cansancio
y de las cadenas viejas que sin duda aún habrán de arrastrarse enganchadas a
los pies.
Cuando
Jacobo me contaba los detalles de su mudanza y los primeros compases de lo que
parecía una vida nueva en toda regla, no podía evitar sentir cierta envidia, si
se trata de llamar a las cosas por su nombre, porque aunque sea de manera
intermitente uno siempre tiende a considerar, por instinto de supervivencia,
que está a tiempo todavía de dotar a los días que quedan de algo de sentido y
construir una nueva torre en medio de la nada para seguir viviendo: ganas a fin
de cuentas de otros escenarios, nuevos rostros, la humilde posibilidad de
perderme por calles que no supiera exactamente antes de empezar a recorrerlas
dónde desembocan o entrar a tomar café en bares en los que nunca antes hubiese
puesto los pies, una ciudad al fin y al cabo, con sus bajos fondos y sus salas
de cine, su Fnac, sus librerías, sus noches parecidas a las noches de verdad.
Todo como a escala, como de juguete, pero real en resumidas cuentas y a la
vuelta de la esquina. En la pequeña ciudad en la que inicialmente vivíamos
(desde hace cuántos años, y qué largo cada uno de ellos), la dulce Provincia,
es como si se hubiera ido adensando progresivamente, de un tiempo a aquella
parte, la nube de hastío que, como de oficio, ya de por sí, envolvía las tardes
a partir de cierta hora y nos metía en los huesos esa humedad de vida ya
vivida, de tristeza enquistada y repetida, como un extraño rocío vespertino,
una especie de sudor al revés que atravesara, de fuera adentro, los poros de
todos los muros y de todas las cosas habidas y por haber y las dejara empapadas
de vacío y de pasado y de un cansancio antiguo que te obligaba a pasear medio
encorvado, a leer sin ganas, a siestas eternas con tal de no ver de qué
lamentable manera agonizaba el tiempo bajo esa mala luz que se adueñaba
igualmente de la calle que del interior de las casas y los bares.
Nos
habíamos conocido años atrás, Jacobo y yo. Durante bastante tiempo nos veíamos
prácticamente a diario, la típica cerveza de después del trabajo, más o menos
ritual, que se prolonga cada tarde un poco más, a veces hasta la madrugada. Ese
descubrimiento recíproco del uno por parte del otro empezó siendo eufórico y
vital. Faltaban días para llevar a cabo todo lo que planeábamos hacer, y hasta
horas en la noche para enumerarlas. Ese tipo de afinidades son ante todo una
cuestión de foco, de visión sobre el mundo: de repente descubres a alguien que
no sólo coloca en el mismo punto del espacio la fuente de luz, sino que lo
dirige en la dirección exacta en la que tú mirabas. Mucha gente decide salirse
del mundo de una manera o de otra, pero no es fácil que dos personas vayan a
hacerlo a la vez y por la misma puerta, pasando a verlo todo desde muy lejos e
idéntico ángulo. Cuando se da una coincidencia así, es posible despreciar y
admirar en armonía todo cuanto va haciendo desfilar ante nuestros ojos el mundo
circundante, y reírse de las cosas, especialmente de asuntos medio sagrados
para el resto de los mortales, temas intocables, cuestiones delicadas que dejan
de serlo de madrugada, como por arte de magia a partir de cierta hora, entre el
humo de los bares de los que entran y salen a tropezones clientes con sus
historias a cuestas, sombras con gabardina que se pasean por nuestro campo
visual y piden copas que beben a solas mientras la música los engulle,
personajes de un teatro demasiado pequeño como para ser tomado del todo en
serio. A Jacobo le gustaba sobre todo hablar de mujeres, tanto de sus novias
del pasado, demasiadas para que mi ajada memoria retuviera la circunstancia y
el nombre de cada una con la precisión que él hubiera querido en su
interlocutor para no tener que andar repitiendo a cada paso las mismas
explicaciones, como de sus conquistas extramatrimoniales más recientes. Su
cháchara podía llegar a ser una turbadora confusión de niñas soñadas y señoras
como leonas, de hazañas más o menos reales con otras que no pasaban de la
categoría de intención o proyecto por madurar, todo un laberinto verbal de carne
y fantasía en el que yo me perdía con facilidad entre tanto nombre femenino
como se mencionaba, tanta carta de aquí para allá, tanta braga para arriba y
para abajo. Nunca, ni siquiera en el cine, me han parecido tan deseables las
mujeres como contadas por Jacobo, ni tan perturbadoras como a través de su boca
las hazañas de amor. Le brillaban los labios al rememorar alcobas y faldas
levantadas en los escondites más precarios, pies desnudos haciendo sus dulces
tareas por debajo de las mesas más formales, unas veces historias del pasado y
otras de cuatro días atrás, rendiciones y arrebatos, el candor y la furia, el
desmayo entre sus brazos de lo que parecían damas de leyenda convertidas de
repente, como por el efecto de un beso mágico, en hembras sin más, despeinadas
y bellísimas, jadeantes y sucias. Al principio temía que, en justa
correspondencia, esperase de mí confesiones similares, con el mismo grado de
escabrosidad y detalle, pero enseguida se dio cuenta de que yo estaba lejos de
sentirme cómodo hablando de esas cosas, ni siquiera en momentos así, cuando los
vasos se vacían deprisa y sé que todas duermen.
Paulina de Ana María Matute
ISBN: 978-84-233-4729-2
Lomo 1276
Presentación: Rústica con solapas
con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin
«Acababa de cumplir
diez años cuando me llevaron con los abuelos a la casa de
las montañas. Primero hicimos un viaje muy largo, que duró cerca de
tres días. Tuvimos que coger dos trenes, y al fi nal, llegó el autocar,
pintado de azul, que llevaba a las montañas. Desde luego, fue un
viaje larguísimo. A veces sentía un poco de cansancio, pero en general me
gustó.»
Como
no tengo padres, desde que era muy pequeña —tanto que no me acuerdo de ellos—, sé
que he vivido siempre con Susana, porque Susana era prima hermana de mi padre,
y la única persona de mi familia que vivía en la ciudad. Creo que de muy, muy
pequeña, ya estuve al principio en las montañas, con los abuelos. Pero no tengo
más que un recuerdo muy pequeño, como de una casita que se ve de lejos. Luego
fui con Susana a la ciudad, porque todos los niños tienen que ir al colegio y
estudiar, y en las montañas dicen que no hay colegios. Como los abuelos eran
muy viejos, me cuidaba Susana. Todo iba así de corriente, sin nada de
particular, hasta que me puse enferma, hace más de un año. Luego me cortaron el
pelo, me pude levantar, pasear un poco y ponerme del todo bien. Pero dijeron
que en las montañas me pondría mucho mejor. Lo que más me gustó fue que Susana
se volvería a la ciudad y me dejaría sola en casa de los abuelos. Al abuelo sí
que le conocía, porque alguna vez había ido a verme al colegio. Un par de
veces, creo yo, pero me acordaba muy bien de él. Era alto, vestido de negro, y
tenía las manos muy grandes. Su anillo de boda casi me hubiera servido de pulsera,
y era muy poco hablador, pero a su lado se estaba bien. Las veces que vino, me
llevó a merendar y al parque, porque había árboles. Al cine no, porque decía
que no le gustaba. A la abuela no la conocía más que por fotografía, como a papá
y a mamá. O, por lo menos, no me acordaba de ella.
Levantando
bien la cabeza, acercándola a la ventanilla, alcanzaba a ver la luna. Estaba bastante
baja para mis diez años. Ahora ya he cumplido los trece, y soy muy diferente.
Porque para eso me llevaron a las montañas. En el tiempo en que estuve enferma
—creo que más de un año—, para mí todo era bastante confuso, lo recordaba muy
poco, y como a saltos, a trozos sueltos. Luego fue cuando me cortaron el pelo
al rape. Cuando el viaje, ya me empezaba a crecer, aunque muy poquito, y muy
tieso. De vez en cuando me gustaba pasarme la mano por la cabeza, porque el
pelo que nacía era muy finito y me hacía cosquillas en la palma de la mano.
Cuando me miraba al espejo, me encontraba muy rara. Parecía un niño, aunque no
del todo, porque no me habían quitado los pendientes, unos aritos muy pequeños de
oro, que me pusieron, dice Susana, en cuanto nací. A mí no me gustan los
pendientes. Leí en un libro que los salvajes se agujerean las narices y las orejas,
para ponerse esas cosas. ¿Por qué nos harán lo mismo a las niñas? Ahora me
estoy volviendo morena, pero entonces aún me crecía el pelo rubiancho, así como
color avellana, que no me gustaba nada.
El aprendiz de Ana María Matute
ISBN: 978-84-233-4728-5
Lomo 1275
Presentación: Rústica con solapas
con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin
«Existió una vez un
pueblo de gente sencilla, donde cada cual vivía de su trabajo. Pero
aquel pueblo pertenecía a un país que sufrió guerra y sequía, y llegó
para ellos un tiempo malo y miserable. Por aquellos días llegó al
pueblo un viejo con dos burros cargados de mercancías y víveres.
Empezó a hacer préstamos de dinero, herramientas, enseres e incluso
comida.»
Existió
una vez un pueblo de gente sencilla, donde cada cual vivía de su trabajo. Pero
aquel pueblo pertenecía a un país que sufrió guerra y sequía, y llegó para
ellos un tiempo malo y miserable.
Por
aquellos días llegó al pueblo un viejo con dos burros cargados de mercancías y
víveres. Empezó a hacer préstamos de dinero, herramientas, enseres e incluso
comida.
De
este modo, al poco tiempo todos los artesanos y vecinos estaban en sus manos.
Pasaron
los años y el viejo montó un bazar adonde todos los vecinos, quisiéranlo o no,
tenían que acudir para seguir viviendo, pues sus préstamos eran ya como una
cadena que les tenía enlazados angustiosamente y de la que no veían fin. De
este modo, el viejo arruinó a varias familias, y él cada día se enriquecía más
y se adueñaba del pueblo.
El
bazar era grande, oscuro, y el viejo, un hombre de corazón egoísta y duro, que
todas las noches guardaba y contaba su dinero escondido en un agujero, bajo un
ladrillo. Se llamaba Ezequiel y vivía completamente solo en el altillo de su
tienda.
Cierta
noche de invierno llamaron a su puerta, y vio a un chicuelo descalzo y muy sucio,
que le miraba muy fijo con sus brillantes ojos negros.
Anatomía de un desencuentro (La Cataluña que es y la
España que no pudo ser) de Germà Bel
300 páginas
ISBN: 978-84-233-4727-8
Lomo 259
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
El apoyo a la
independencia en Cataluña ha crecido aceleradamente en los
últimos años. ¿Por qué se ha producido ese cambio? ¿Es sólo
coyuntural o ha venido para quedarse?
Para dar respuesta a estas cuestiones, Germà Bel disecciona en este libro los problemas nucleares de la relación entre Cataluña y España.
En particular la dinámica del conflicto entre grupos, sus efectos sobre las relaciones territoriales y las consecuencias que todo ello tiene en el funcionamiento del Estado.
Asuntos que se proyectan sobre ámbitos de la política relacionados con el aumento del apoyo a la independencia: identidad nacional y sentido de comunidad (lengua y política educativa), razones económicas (relaciones fiscales con el Estado) y oportunidades de futuro en un mundo global (es decir, infraestructuras).
Para dar respuesta a estas cuestiones, Germà Bel disecciona en este libro los problemas nucleares de la relación entre Cataluña y España.
En particular la dinámica del conflicto entre grupos, sus efectos sobre las relaciones territoriales y las consecuencias que todo ello tiene en el funcionamiento del Estado.
Asuntos que se proyectan sobre ámbitos de la política relacionados con el aumento del apoyo a la independencia: identidad nacional y sentido de comunidad (lengua y política educativa), razones económicas (relaciones fiscales con el Estado) y oportunidades de futuro en un mundo global (es decir, infraestructuras).
En
Cataluña han pasado muchas cosas, como en tantos otros lugares. La más
prominente, sin duda, es el advenimiento de la crisis económica, cimentada
sobre un intenso crecimiento económico con pies de barro en la década previa.
En 2008, el Producto Interior Bruto (PIB) decreció un 0,2 por ciento. La crisis
se acentuó en 2009, con una caída del PIB del 4,2 por ciento. En los años
siguientes, el crecimiento fue extremadamente modesto, y la economía catalana
volvió a caer en 2012, como lo hace también en 2013. La principal y más grave
consecuencia de esta evolución ha sido el aumento del desempleo. Si el año 2007
se cerró con una tasa de paro del 6,6 por ciento, según la Encuesta de
Población Activa, en 2013 la tasa de paro había superado el 24 por ciento.2 El
aumento del desempleo se ha cebado en el sector privado de la economía, pero
también han sido notables los efectos sobre el sector público, tanto en
términos de contratación de personal, como de sueldos y de servicios ofrecidos
a los ciudadanos.
Los
efectos del aumento del paro sobre la sociedad catalana han sido demoledores,
con consecuencias dramáticas sobre todo para aquellas familias —y son muchas—
que se han quedado sin miembros con ingresos regulares.
Claro
que muy pocos pueden pensar que esto sea la respuesta a la pregunta «¿qué ha pasado
en Cataluña en los últimos años?». Porque es algo sustancialmente similar a lo
que ha sucedido en España y en otros países del Sur de Europa. Son, desde
luego, problemas muy importantes y urgentes, y a ellos he dedicado la mayor parte
de mis reflexiones en medios de comunicación en los últimos años. Pero no
procede extendernos ahora más en ellos, pues no se halla aquí la respuesta a la
pregunta que nos ocupa. Por tanto, no son el objetivo central de esta
reflexión.
Si
algo ha caracterizado y distinguido la vida social y política en los últimos
años en Cataluña ha sido la eclosión del debate sobre la soberanía. Es decir,
la idea de que son los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña quienes deben decidir
su futuro. También sobre la posible transformación de sus instituciones hacia
una estructura estatal diferente. Algunos datos sobre la opinión de los catalanes
son indicadores claros de esta dinámica.
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