La escritora canadiense
ha sido este año la ganadora del Nobel de Literatura, su obra se compone de
libros de relatos y una novela, «Maestra
del relato corto», según palabras de la Academia sueca, «su estilo es claro y de un realismo
sicológico». Nacida en Wingham (Ontario) en 1931 es la decimotercera mujer
en obtener el galardón más importante de las letras y la primera que logra el mérito
en el país norteamericano a la conocida como "la Chéjov de Canadá".
Es una narradora que destaca sobre todo por sus relatos y está considerada como una de las escritoras actuales más destacadas en lengua inglesa.
Es una narradora que destaca sobre todo por sus relatos y está considerada como una de las escritoras actuales más destacadas en lengua inglesa.
«Era
un castillo en el aire que podía suceder, pero probablemente no sucedería.
Sabía que estaba en la carrera, sí, pero la verdad es que nunca pensaba que
fuera a ganar», ha reconocido la premio Nobel al
diario The Canadian Press. «Estoy
feliz y muy agradecida y en particular orgullosa de ganar este premio y agradar
a tantos canadienses», ha declarado a través de su agente. Munro, la
primera persona de su país que consigue el Nobel desde su creación en 1901, ha
declarado a la cadena de televisión canadiense CBC News que fue informada del
premio por su hija y que ni siquiera recordaba que este jueves se iba a
anunciar al ganador. «Aquí es medianoche
y lo había olvidado del todo», ha asegurado. Munro, que comenzó estudios
universitarios de periodismo e inglés pero se vio obligada a abandonar al
contraer su primer matrimonio, escribió sus primeras historias en la
adolescencia, aunque publicó su primera obra en 1968, una colección de relatos titulada
Dance of the Happy Shades.
La entrega de los Nobel
se realizará, de acuerdo a la tradición, en dos ceremonias paralelas el 10 de
diciembre, en Oslo para el de la Paz y en Estocolmo los restantes, coincidiendo
con el aniversario de la muerte de Alfred Nobel. El Nobel está dotado con ocho
millones de coronas suecas (916.000 euros).
A
media manzana de distancia de la estación recordó que el autobús de ida no la
había llevado allí aquella mañana. Estaban derribando la estación e iban a
reconstruirla; había una provisional a varias manzanas. No se había fijado en
qué calle estaba: ¿York Street, al este de la verdadera estación, o en King? De
todos modos, tuvo que dar un rodeo, porque estaban levantando las dos calles, y
casi había llegado a la conclusión de que se había perdido cuando cayó en la
cuenta de que, por suerte, había entrado en la estación por la parte trasera.
Era una casa antigua, uno de esos edificios altos de ladrillo amarillo-grisáceo
de la época en que la zona era un barrio residencial. Probablemente sería la
última utilidad que le dieran antes de derribarlo. Debían de haber derruido las
casas de alrededor para hacer el amplio solar cubierto de grava en el que
estacionaban los autobuses. Todavía había varios árboles junto al aparcamiento
y bajo ellos unas cuantas hileras de sillas que no había visto al bajarse del
autobús antes de mediodía. Dos hombres estaban sentados en la antigua terraza
de la casa, en viejos asientos de coche. Llevaban camisas marrones con los
distintivos de la compañía de transportes, pero no parecían muy entusiasmados
con su trabajo y no se levantaron cuando Louisa les preguntó si el autobús para
Carstairs saldría a las seis como estaba previsto y dónde podía comprar un
refresco.
Que
ellos supieran, a las seis.
Una
cafetería un poco más abajo.
Había
nevera pero sólo quedaba Coca-Cola y naranjada.
Louisa
sacó Coca-Cola de la nevera de una salita de espera sucia que olía a retrete
estropeado. Cambiar la estación a aquella casa ruinosa debía de haber dejado a
todo el mundo en un estado de indolencia. Había un ventilador en la habitación
que servía de oficina, y al pasar vio unos papeles que salían volando de la
mesa. «¡Mierda!», dijo la chica que trabajaba allí y les puso un tacón encima.
Secretos a voces (2008)
/ RBA
Lo
mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día
dando clases de música en los colegios de Rough River. Ya había
oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la
lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa. Joyce dejó atrás ios
límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de
verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros, cada cincuenta metros más
o menos había una casa habitada. Algunas personas tenían huertos; otras,
ovejas o caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía
muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera
y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con
hierbas, resolución de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se
habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y
otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había
algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en
su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos habitantes de las casas con
techo de paja, estaban instalando lo que llamaban puertas de patio, aun cuando,
como Jon y Joyce, no tenían patio. No solían ponerles cortinas, y los dos
rectángulos de luz parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y
abundancia. Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce no lo
sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para asomarse sino
que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y a que exhibían el
refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando o viendo la televisión,
de cuerpo entero; escenas que la seducían, aunque sabía que las cosas no serían
tan especiales dentro.
Lo
que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin pavimentar y
encharcado, era el par de puertas de aquellas que había colocado Jon enmarcando
el interior resplandeciente y a medio hacer. La escalera de mano, las
estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida
madera iluminada por la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera,
dondequiera que estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su
cobertizo, y cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía
con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella
un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas
para saludar con la mano. Sentada allí, con los faros del coche apagados,
recogiendo la compra o el correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz
incluso por tener que recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de
la oscuridad, el viento y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del
trabajo cotidiano, agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes
y sensibles por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía en
cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
Demasiada felicidad (2010)
/ Lumen
Nuestra
casa se encontraba al final de Flats Road, que se extendía hacia el oeste a
partir de Buckles’ Store, la tienda de comestibles, en las afueras de la
ciudad. Esa desvencijada tienda de madera, tan estrecha toda ella que parecía
una caja de cartón puesta en vertical, llena de letreros pintados y de chapas
metálicas colocadas de cualquier modo, con anuncios de harina, té, copos de
avena, refrescos y tabaco, siempre señalaba el final de la ciudad. Las aceras,
las farolas, las hileras de árboles tupidos, los carros de los lecheros y de
los heladeros, las piletas para pájaros, los parterres de flores, los porches
con sillas de mimbre desde donde las mujeres miraban la calle: todo lo deseable
y civilizado se acababa, y echábamos a andar (Owen y yo al salir del colegio,
mi madre y yo al volver de la compra un sábado por la tarde) por los anchos
meandros de Flats Road, sin una sola sombra desde Buckles’ Store hasta nuestra
casa, entre campos desiguales de malas hierbas, amarilleados por los dientes de
león, la mostaza silvestre o las varas de oro, según la época del año. Las
casas quedaban algo apartadas y en general parecían más abandonadas, humildes y
estrambóticas de lo que podían ser nunca las casas de la ciudad; allí había una
pared a medio pintar, con la escalera de mano apoyada; más allá habían dejado a
la vista las cicatrices de un porche arrancado o una puerta delantera sin
escalones, a un metro del suelo; muchas ventanas estaban cubiertas de
amarillentas hojas de periódico en lugar de persianas.
Flats
Road no formaba parte de la ciudad, pero tampoco estaba en el campo. El recodo
del río y el pantano de Grenoch la aislaban del resto de la ciudad, a la que
pertenecía solo de nombre. No había granjas propiamente dichas. Estaban las casas
de tío Benny y la de los Potter, de quince y veinte acres, la de tío Benny se
prolongaba hasta el monte. Los hijos de los Potter criaban ovejas. Nosotros
teníamos nueve acres y criábamos zorros. Casi todo el mundo tenía un par de
acres y algún animal, normalmente una vaca o pollos, a veces alguna especie
menos corriente. Los hijos de los Potter tenían una familia de cabras que
soltaban junto a la carretera para que pacieran. Sandy Stevenson, que era
soltero, tenía un pequeño burro gris, como el de una ilustración de la Biblia,
que pastaba en la pedregosa esquina de un campo. El negocio de mi padre no
estaba fuera de lugar allí.
Mitch
Plim y los hijos de los Potter eran los contrabandistas de Flats Road. Tenían estilos
diferentes. Los Potter eran alegres pero podían ponerse violentos cuando se
emborrachaban. Nos recogían a la salida del colegio en su camioneta y nos
llevaban a casa; subidos a la parte trasera, nos veíamos arrojados de un lado
para otro, porque iban muy deprisa y pasaban por muchos baches; mi madre tenía
que respirar hondo cuando se lo contábamos. Mitch Plim vivía en la casa de los
periódicos en las ventanas; no bebía, estaba tullido por el reumatismo y no
hablaba con nadie; su mujer salía al buzón a cualquier hora del día, con una
andrajosa bata con volantes y descalza. Toda la casa parecía encarnar tanta
maldad y misterio que yo nunca la miraba directamente; pasaba de largo con la
vista clavada rígidamente al frente, conteniendo las ganas de echar a correr.
La vida de las mujeres (2011)
/ Lumen
En
los tiempos en que había un cine en todos los pueblos, en Maverley también lo
había, y, como tantos otros, era el cine Capital. Morgan Holly, además de ser
el dueño, era el proyeccionista. No le gustaba tratar con el público, prefería
quedarse en el cubículo de lo alto de la escalera dirigiendo la historia sobre
la pantalla, así que naturalmente se irritó cuando la taquillera le dijo que
dejaba el empleo porque iba a tener un hijo. Podría habérselo imaginado, porque
la chica se había casado hacía seis meses y en esos tiempos no había que
dejarse ver cuando empezaba a notarse, pero a Morgan le gustaban tan poco los
cambios y la idea de que la gente tuviera una vida privada que la noticia lo
tomó desprevenido.
Por
suerte, ella misma buscó a alguien que la sustituyera. Una chica de su calle le
había comentado que quería encontrar un trabajo para las noches. No podía
trabajar de día porque ayudaba a su madre cuidando a los hijos más pequeños.
Era lo bastante lista para apañárselas en la taquilla, aunque un poco tímida.
A
Morgan eso no le importaba: no contrataba a una taquillera para que diera
charla a los clientes.
Así
que la chica fue. Se llamaba Leah, y la primera y última pregunta que le hizo
Morgan fue qué clase de nombre era ese. Ella dijo que era de la Biblia. Se fijó
en que no usaba maquillaje y en lo poco que la favorecía llevar el pelo tan
pegado a la cara, prendido con horquillas. Por un momento se preguntó si de
verdad habría cumplido los dieciséis años, pero al mirarla mejor vio que
seguramente tenía la edad legal para trabajar. Le explicó que los días de
diario hacían un pase, a las ocho, y los sábados dos, el primero a las siete.
Ella se encargaría de hacer caja y guardar la recaudación antes de cerrar.
Solo
había un problema. La chica podría irse a casa sola andando los días de diario,
pero los sábados no la dejaban volver tan tarde, y su padre no podía ir a
recogerla, porque hacía el turno de noche en el aserradero.
Morgan
no entendía qué había que temer en un pueblo tan tranquilo como Maverley, y
estaba a punto de mandarla a paseo cuando se acordó del policía del turno de
noche, que solía pasar durante sus rondas a ver un trozo de la película. A lo
mejor podía encargarse de acompañar a Leah a casa.
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