Las mujeres de T. C. Boyle
Traducción de Julia Osuna Aguilar
ISBN: 978-84-15578-89-5
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 544
PVP: 24,95 €
T. C. Boyle, uno de los
narradores norteamericanos más sólidos de las últimas décadas, nos ofrece en su
indiscutible obra maestra, Las mujeresa y amores de uno de los iconos más
controvertidos del siglo XX, el visionario arquitecto Frank Lloyd Wright.
Su imponente finca de Taliesin, en el Wisconsin profundo, quemada dos veces y dos veces reconstruida, empieza a ser asediada por los periodistas, ávidos de retratar la escandalosa vida amorosa de su dueño. Kitty, la primera esposa de Wright, está convencida de que las amantes de su marido solo son un espejismo. Martha «Mamah» Borthwick es una belleza que será asesinada por un criado. Y su segunda mujer, Miriam, ha de disputarse el trono del corazón del arquitecto con la sensual Olgivanna, una bailarina serbia que comparte con él una visión tempestuosa y turbulenta de la vida, y que es un auténtico barril de pólvora a punto de estallar.
Su imponente finca de Taliesin, en el Wisconsin profundo, quemada dos veces y dos veces reconstruida, empieza a ser asediada por los periodistas, ávidos de retratar la escandalosa vida amorosa de su dueño. Kitty, la primera esposa de Wright, está convencida de que las amantes de su marido solo son un espejismo. Martha «Mamah» Borthwick es una belleza que será asesinada por un criado. Y su segunda mujer, Miriam, ha de disputarse el trono del corazón del arquitecto con la sensual Olgivanna, una bailarina serbia que comparte con él una visión tempestuosa y turbulenta de la vida, y que es un auténtico barril de pólvora a punto de estallar.
En
cuanto al medio rural, lo más cerca que había estado de algo parecido al campo
había sido en Harvard. Cuando vivía allí, mi cuarto daba a unos jardines muy
cuidados, con arbustos e intensas islas de sombra proyectadas por los mismos
robles y olmos que habían cobijado las cabezas de tantas generaciones anteriores
a la mía. Nunca en mi vida había estado en una granja, ni siquiera de visita.
Compraba la carne y los huevos en el mercado, como todo el mundo. No, yo era lo
que se dice un urbanita acérrimo que se había criado en sucesivos pisos del
barrio de Akasaka y luego de Washington, donde mi padre había ejercido como agregado
cultural de la embajada japonesa durante seis años. A mí lo que me llamaban
eran las aceras, las avenidas adoquinadas, las farolas, las tiendas y los
restaurantes, donde podías tener la suerte de encontrar un maître francés o
incluso un chef familiarizado con la salsa bechamel o con la bearnesa, en vez
de con la ubicua gravy marrón y el puré de patatas, que es a lo que se supone
que tendría que acostumbrarme a partir de entonces. Solía viajar en tren,
tranvía y coche de alquiler, como cualquier hijo de vecino, y los únicos
animales que veía con cierta frecuencia eran las palomas y los perros… con
correa, eso sí.
Y
allí estaba, no obstante, bregando con la palanca de cambios y el embrague, que
estaba tan duro que casi se me dislocaba la rótula cada vez que desembragaba
mientras serpenteaba por veredas perdidas de la mano de Dios, en el Wisconsin
más remoto, atravesando un muro cada vez más grueso de polvo y de fragmentos de
mosquito, frustrado, furioso y lo que es peor, perdido. Pero no solo perdido:
perdido sin remedio. Había pasado ya tres veces, y las que me quedaban, por
delante de la misma granja, de la misma carreta desfondada con los radios de
las ruedas oxidadas hundidos entre la maleza, de las mismas vacas de cara
triangular rumiando en el mismo pasto, que me miraban pasmadas desde la nulidad
enloquecedora de sus ojos bovinos. Y no tenía ni idea de qué hacer. Sin saber
cómo, me había ido sumiendo poco a poco en el trance de la carretera, mis
extremidades funcionaban ya en automático, mi cerebro estaba obturado y lo
único que hacía era doblar a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la
izquierda, hasta que el mismo establo de siempre aparecía en el horizonte y
volvía a verme pasar de largo en mi lustrosa máquina rugiente, que se había
convertido de súbito en mi purgatorio y mi prisión.
En
realidad, me hallaba en posesión de un mapa trazado a mano que me había enviado
un tal Karl Jensen, secretario de la Comunidad Taliesin, de la que hacía poco
me había hecho miembro —fundador—; pero en él aparecía una supuesta carretera que
cruzaba un supuesto río que no parecían existir por ningún lado. Iba
preguntándome en qué punto me habría perdido, con el gemido persistente del
motor induciéndome vibraciones compasivas en la cabeza, cuando, en la que debía
de ser la cuarta vez que pasaba, de repente, el escenario cambió; allí estaban
el establo, la carreta y las vacas, pero en esa ocasión había algo nuevo en el
encuadre: en la cuneta se erguía una mujer robusta con un vestido gris liso y
un delantal, acompañada de un perro con manchas y dos niños pequeños. Cuando me
acerqué a ellos, empezó a hacer aspavientos como si estuviéramos en medio del
mar y se hubiese caído por la borda al abrazo gris de las olas superpuestas.
Antes de darme cuenta, estaba tirando con todas mis fuerzas de la palanca de
cambios y pisando a fondo el freno hasta que el coche se detuvo con un respingo
a seis metros escasos de la mujer, que esperó a que se despejase la polvareda
para avanzar por la cuneta con expresión estoica, mientras los niños (que
debían de tener siete u ocho años, o al menos rondaban esa franja de edad)
bailoteaban. El perro bailoteaba también, pisándoles los talones.
—¡Hola!
—me saludó desde lejos con una voz delicada y sin aliento. Y repitió—: ¡Hola!
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