lunes, 28 de octubre de 2013

Novedades, octubre de 2013: Anagrama (II)



Te llevaré conmigo de Niccolò Ammaniti

ISBN 978-84-339-7876-9
PVP con IVA 21,90 €
Nº de páginas 464
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Juan Vivanco

Ischiano Scalo, un pueblecito de cuatro casas junto a una marisma llena de mosquitos, es el escenario en que se desarrollan dos tormentosas historias de amor. Una es la de Pietro y Gloria, dos chiquillos; ella es hija de un director de banco; él, de un pastor psicópata; ella es guapa, segura y algo arrogante; él, tímido, irresoluto, soñador. Y, a pesar de todo, un extraño sentimiento, que se parece curiosamente al amor, los atrae. La otra historia es la de Graziano Biglia, un playboy venido a menos que ha regresado a Ischiano tras años de ausencia y que se enamora de Flora, una mujer sola y misteriosa con la que todo el mundo guarda distancias en el pueblo...
«Una trama que atrapa por completo al lector» (Giovanni Pacchiano, Corriere della Sera).
«Una vez abierta, el lector no podrá volver a cerrarla» (Fabio Gambaro, Le Magazine Littéraire).
«Te llevaré conmigo está poseída por el espíritu de Federico Fellini. Es Amarcord con carácter. Además de su don para atrapar al lector, Ammaniti construye sus personajes con un agudo toque dickensiano» (New York Times Books Review).


14 de Jean Echenoz

ISBN 978-84-339-7873-8
PVP con IVA 12,90 €
Nº de páginas 104
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Javier Albiñana

¿Cómo escribir sobre la Gran Guerra, la primera guerra «tecnológica» del siglo XX, y la puerta, también, a medio siglo de barbarie sin precedentes? Echenoz se enfrenta a un nuevo reto literario que supera con maestría. La certera pluma del escritor avanza junto a los soldados en sus largas jornadas de marcha por los países en guerra y acompaña a cuatro jóvenes de la Vendée, Anthime y sus amigos, en medio de una masa indiscernible de carne y metal, de proyectiles y muertos. Pero también nos cuenta la vida que continúa, lejos de las trincheras, a través de personajes como Blanche y su familia. Y todo ello sin renunciar a esa sutil ironía que caracteriza su escritura, condimento imprescindible de un relato apasionante.
«Esta novela corta, con ecos de Jules y Jim (…) es un nuevo concentrado del arte de Echenoz» (Norbert Czarny, La Quinzaine Littéraire).
«Alistarse en la Gran Guerra, después de que tantos lo hicieran, era un gran riesgo para Jean Echenoz. Pues bien, la ha ganado, y ha regresado íntegro» (Bernard Pivot, Le Journal du Dimanche).
«Esta nueva novela concentra y sintetiza lo mejor de la escritura echenoziana» (Florence Bouchy, Le Monde).


A continuación, el fragor envolvente del viento, interrumpiéndose tan bruscamente como había surgido, dio paso al ruido que había ocultado hasta entonces: en realidad eran las campanas, que habían comenzado a repicar desde lo alto de los campanarios y tañían al unísono en un desbarajuste grave, amenazador, pesado, y en el que, aun sin conocerlo apenas, pues era demasiado joven para haber asistido a muchos entierros, Anthime reconoció instintivamente el toque de rebato, que suena en contadas ocasiones y del que tan sólo acababa de llegarle la imagen antes que el sonido.
El rebato, habida cuenta de la situación que atravesaba el mundo, anunciaba sin lugar a dudas la movilización. Como todo el mundo pero sin acabar de creérselo, Anthime se la esperaba un poco, pero no se imaginaba que pudiese caer en un sábado. Sin reaccionar de inmediato, permaneció menos de un minuto oyendo repicar solemnemente las campanas, hasta que, enderezando la máquina y pisando el pedal, se dejó deslizar por la pendiente y se encaminó hacia su domicilio. De repente un bache, sin que Anthime lo advirtiese, hizo caer de la bicicleta el librote, que se abrió en su caída para permanecer eternamente en solitario al borde del camino, reposando boca abajo en uno de sus capítulos, titulado Aures habet, et non audiet.
Nada más entrar en la ciudad, Anthime empezó a ver gente salir de su casa y congregarse por grupos para ir a desembocar en la place Royale. Los hombres, que parecían nerviosos, desasosegados con el calor, se volvían para interpelarse y hacían gestos torpes, más o menos inseguros. Anthime entró a dejar la bicicleta en su casa y se sumó al trajín general, que confluía ahora desde todas las arterias en dirección a la plaza, donde bullía una multitud sonriente, enarbolando banderas y botellas, gesticulando y apretujándose, sin dejar apenas espacio a los coches de caballos, que transportaban ya a algunos grupos. Todos parecían encantados con la movilización: discusiones enfebrecidas, risas desmesuradas, himnos y fanfarrias, exclamaciones patrióticas entreveradas de relinchos.
Al otro lado de la plaza, donde se había instalado un vendedor de sederías, en la esquina de la rue Crébillon y ya fuera de aquella bulliciosa afluencia, roja de fervor y de sudor, Anthime divisó la silueta de Charles, cuya mirada buscó desde lejos. Al no lograrlo, optó por abrirse paso hacia él entre la gente. Manteniéndose al margen del evento, vestido como en su despacho de la fábrica con un traje ceñido y una estrecha corbata clara, Charles clavaba su mirada adusta en la prensa, con la cámara fotográfica Rêve Idéal de Girard & Boitte colgada del cuello como de costumbre. Avanzando hacia él, Anthime tuvo que encogerse y desencogerse al mismo tiempo, empresa antinómica pero necesaria para superar esa mezcla de apuro e intimidación que le causaba en cualquier lugar la presencia de Charles. Éste lo miró apenas a la cara, desviando los ojos hacia el sello que lucía Anthime en el dedo meñique.
Hombre, dijo Charles, esto es nuevo. Y además lo llevas en la mano derecha. Suele llevarse más bien en la izquierda. Ya lo sé, reconoció Anthime, pero no me lo pongo para hacer bonito, es que me duele la muñeca. Ah, bueno, condescendió Charles, y no te molesta para dar la mano a la gente. Doy muy pocas veces la mano, señaló Anthime, y ya digo, lo llevo por los dolores que tengo en la muñeca derecha, me los calma. Resulta un poco molesto pero funciona. Es una cuestión de magnetismo, digamos. De magnetismo, repitió Charles con un asomo de sonrisa, espirando otro asomo de aire por la nariz, sacudiendo la cabeza y encogiendo un hombro al tiempo que apartaba la vista, esos cinco movimientos en el espacio de un segundo, y Anthime se sintió de nuevo humillado.

El hijo del desconocido de Alan Hollinghurst

ISBN 978-84-339-7875-2
PVP con IVA 25,90 €
Nº de páginas 600
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Francisco Pardo

En el verano de 1913, George Sawle, estudiante de Cambridge, vuelve a pasar unos días con su familia y trae un invitado. Cecil Balance, aristócrata y poeta. Los dos amigos son amantes, en secreto, como corresponde a la época. Cecil, antes de marcharse, escribe en el cuaderno de autógrafos de la hermana de George un poema que devendrá mítico para una generación, un poema no se sabe si inspirado en la jovencísima Daphne o en George. Y los secretos e intimidades de aquel fin de semana se convertirán en acontecimientos míticos de una gran historia, contada de diferentes maneras a lo largo del siglo por críticos y biógrafos, en un relato sobre la seducción y el secreto de Cecil y el enigma del deseo y de la literatura. La novela ha sido finalista del Premio Man Booker en 2011 y ganadora del Premio Galaxy National Book.
«Una obra maestra» (Peter Parker, Times Literary Supplement).
«Una novela que no podría ser mejor... Escribe con la relajada elegancia y el encanto sutil de un Cary Grant… Entera, absolutamente absorbente» (Michael Dirda, Wash­ington Post).
«Un narrador extraordinario; su libro es emocionante a la manera de las mejores novelas victoria­nas» (John Banville).


Llevaba más de una hora tumbada en la hamaca leyendo poesía. Le costaba; pensaba todo el rato en el regreso de George con Cecil, y no paraba de escurrirse hacia abajo, dándose poco a poco por vencida, hasta que acabó hecha un ovillo, sosteniendo el libro por encima de la cara con cierto cansancio. Se estaba yendo la luz, y las palabras empezaban a confundirse unas con otras en la página. Quería echarle un vistazo a Cecil, embeberse de él un momento antes de que la viera y se lo presentaran y le preguntara qué estaba leyendo. Pero debía de haber perdido el tren, o no había llegado a tiempo para hacer el transbordo; lo vio paseándose por el largo andén de Harrow y Wealdstone, casi arrepentido de haber venido. Cinco minutos después, mientras el cielo se volvía rosa sobre el jardín de rocalla, empezó a parecerle posible que hubiese sucedido algo peor. De pronto, con una intensa emoción, visualizó la llegada de un telegrama y cómo se iban transmitiendo todos la noticia, se imaginó a sí misma llorando a lágrima viva; luego se vio describiéndole la situación a alguien muchos años después, aunque sin acabar de decidir del todo cuál había sido esa noticia.
En el cuarto de estar estaban encendiendo las luces, y a través de la ventana abierta oyó a su madre hablando con la señora Kalbeck, que había venido a tomar el té y solía quedarse bastante tiempo, al no tener a nadie que la esperase en casa. El resplandor a lo ancho del sendero hacía que el jardín pareciera de repente más solitario. Daphne se bajó de la hamaca, se calzó y se olvidó de sus libros. Echó a andar hacia la casa, pero algo de esa hora del día la retuvo, como la pista de un misterio que hasta entonces había pasado por alto. Y eso la llevó hasta el prado, más allá del jardín de rocalla, donde el estanque que reflejaba la silueta de los árboles se había hecho tan profundo como el cielo blanco. Era ese dilatado momento de quietud en el que los setos y los contornos se vuelven oscuros y difusos; pero cualquier cosa que miraba de cerca, una rosa, una begonia, la lustrosa hoja de un laurel, parecía reintegrarse en el día con una secreta vibración de color.
Oyó un ruido familiar apenas perceptible, el golpe de la cancela rota contra el poste del fondo del jardín; luego una voz desconocida, algo crispada, y después la risa de George. Debía de haber traído a Cecil por el otro lado, pasando por el monasterio y el bosque. Daphne subió corriendo los estrechos escalones medio ocultos en el jardín de rocalla, y los divisó desde lo alto en el soto de abajo. En realidad no podía oír lo que decían, pero la desconcertó la voz de Cecil por la rapidez y la osadía con las que pareció adueñarse del jardín, la casa y la totalidad del fin de semana que les aguardaba. Era una voz vehemente que daba a entender que no le preocupaba quién la escuchase, y también tenía un tono un poco burlón de cierta superioridad. Volvió la vista hacia la casa: el bulto oscuro del tejado y los cañones de las chimeneas recortados contra el cielo, las ventanas con las luces encendidas bajo los aleros, y pensó en el lunes y en la vida que retomarían de buena gana tras la marcha de Cecil.
Bajo los árboles era mayor la penumbra y, curiosamente, su bosquecillo parecía más grande. Los chicos se lo tomaban con calma, a pesar de la presunta impaciencia de Cecil. Su ropa clara, el borde del canotier de George atrapaban la luz mortecina a medida que iban avanzando lentamente entre los troncos de los abedules, pero costaba distinguir sus caras. George se había parado y estaba hurgando algo con el pie, mientras Cecil, más alto que él, permanecía de pie a su lado, como para compartir su visión. Se fue acercando sigilosamente hacia ellos, y tardó un momento en darse cuenta de que no se habían percatado de su presencia; se quedó quieta sonriendo torpemente, jadeó de pura ansiedad, y luego, confundida y nerviosa, se puso a calibrar su situación. Sabía que Cecil era un invitado y demasiado adulto como para engañarle, aunque a George lo tenía dominado. Pero, aun teniendo ese poder, no sabía qué hacer con él. Ahora Cecil había posado una mano sobre el hombro de George como queriendo consolarle, a pesar de que también se reía, menos escandalosamente que antes; las curvas de sus dos sombreros se entrechocaban y solapaban. Pensó que la risa de George tenía un toque agradable después de todo, como un pequeño relincho de regocijo, aunque como de costumbre a ella no la hicieran partícipe del chiste. Entonces Cecil levantó la cabeza y la vio y dijo: «¡Ah, hola!», como si ya se hubieran visto más veces y lo hubiesen pasado bien.

Una historia sencilla de Leila Guerriero

ISBN 978-84-339-9767-8
PVP con IVA 14,90 €
Nº de páginas 152
Colección  Narrativas hispánicas

En enero del año 2011, Leila Guerriero viajó hasta un pequeño pueblo del interior de Argentina para contar la historia de una competencia de baile folklórico: el Festival Nacional de Malambo de Laborde. El malambo es un baile tradicional entre los gauchos argentinos y el festival termina con la coronación de un campeón. Para resguardar el prestigio del certamen, los campeones han hecho un pacto: una vez que ganan, ya no pueden volver a presentarse en otra competencia. La segunda noche, Guerriero vio a un bailarín que la dejó paralizada, Rodolfo González Alcántara, y decidió contar su historia. El resultado es esta crónica repleta de suspenso y plagada de personajes entrañables en la que González Alcántara cobra las dimensiones de un gladiador trágico. Este libro cuenta la más difícil de las épicas: la épica del hombre común.
«Sus reportajes no se leen, se devoran» (Benjamín Prado).
«El periodismo que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática» (Mario Vargas Llosa).
«Una narradora formidable que no necesita de la ficción para construir historias verdaderas que parecen de mentira… Un libro complejo: cómo un gaucho que baila malambo es comparado al gladiador o al atleta de elite. Cómo con poco la escritora cuenta tanto» (El Periódico - Dominical).
«Desentraña el misterio de ese fenómeno de masas que mueve a miles de jóvenes –de clase humilde– a sacrificar su tiempo, su régimen alimenticio, su fortaleza física, e incluso su precaria economía para participar en ese certamen en el tórrido verano austral… Pese a lo particular de lo narrado, la historia trasciende del localismo para adentrarse en ese lugar común en que se ha convertido el concepto de la condición humana. Leila Guerriero es una maestra en estas lides, tal y como lo ha demostrado en otras obras como cronista» (Cayetano Sánchez, Canarias 7).
«Al leer el argumento pensé que no me iba a interesar: por lo recóndito, por lo lejano, por lo extraño. Pero esta historia te captura desde el primer momento… Una obra emocionante, entre el reportaje y la novela, conmovedora, y extrañamente cercana. Porque los personajes que la pueblan tienen algo de lo que fuimos alguna vez, algo de lo que aún queda en muchas familias, algo de lo que muchos desearían tener. Una grata sorpresa» (Antonio Martínez Asensio, Blog Tiempo de Silencio en Antena3.com).
«Fascinante… Los lectores de Leila Guerriero reconocemos en Una historia sencilla lo mejor de su repertorio como cronista, pues primero nos descubre un secreto, luego nos presenta a los guardianes del secreto y finalmente nos demuestra que aquel secreto –como la carta de Poe– siempre estuvo a nuestro alcance» (Fernando Iwasaki, El Mercurio, Chile).


Comí de Martín Caparrós

ISBN 978-84-339-9765-4
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 232
Colección  Narrativas hispánicas

«Y tomé el librito de la mano del ángel y lo comí y fue dulce en mi boca; después, ya comido, fue amargo en mi vientre», escribió Juan en sus Revelaciones. Este libro, Comí, parece escrito bajo dicha consigna. Un hombre va a ser operado. Para serlo, debe vaciar todo resto de comida de sus intestinos, su estómago, su vida. El hombre tiene tres días para deshacerse de todo lo que comió y deshacerse de sí mismo y deshacerse. En esos tres días el hombre recorre, a través de sus comidas, su vida. El hombre, a veces, se parece mucho a Martín Caparrós; a veces no. Misterioso y explícito, hedonista y paranoico, celebratorio y llorón, Comí es un libro extraño: mezcla de novela, memoria, ensayo, basurero, es el relato de una caída y es, sobre todo, una reflexión brutal sobre la comida, los cuerpos y la medicina. Una nueva y singular entrega de Martín Caparrós, uno de los escritores indispensables en lengua española de nuestro tiempo.


–Sí, doctor, eso sí que no es fácil. 
Le digo, tratando de seguirle la corriente –de congraciarme con quien me va a decir qué juego juego–, pero la máquina me ataca y me impide decirle algo más agradable, que nos acerque más. Querría –sin querer, sin proponérmelo– chuparle las medias: arrimarme al poder. Sería bueno saber qué hay en la foto del portarretratos: una de esas imágenes irritantes de familia feliz, supongo, porque no consigo imaginar otra cosa; imágenes de una procreación eficaz, supongo, vergüenza para mí, que sólo conseguí hacer una hija que, escarmentada, ha decidido no perpetuar –no perpetrar– nuestro linaje. Estiro la cabeza, trato de ver la foto, no la veo; el doctor Bellone me mira como si fuera a preguntarme si estoy bien. El doctor Bellone es un hombre de modales demasiado calmos: yo siempre sospeché de los modales demasiado. Mucho más si son calmos. No sé cómo seguir, lo miro. La idea de congraciarme con él es una estupidez: sería tonto, pienso, pensar que hace lo que hace –lo que hizo, lo que está por hacer– en función de su distancia o cercanía conmigo, del agrado o desagrado que pueda producirle. El doctor hace un silencio calmo, como accediendo a que le diga más. Yo no consigo decirle más nada: en el preciso momento –dos minutos después del preciso momento– en que me anuncia la puesta en marcha de la máquina médica no tengo forma –no tengo el coraje– de discutir las posibilidades de precisión de la palabra.
–No se preocupe, amigo, es molesto pero no más que eso.
Me dice, y me sonríe de costado. Que me haya dicho amigo es un mal signo. El silencio se extiende, hasta que me resigno: el doctor debe ser de esas personas a quienes tranquiliza que sus palabras sean una respuesta, así que le pregunto qué me tiene que hacer.
–No, yo nada. Primero tiene que hacer usted: va a tener que limpiar bien su aparato digestivo, ya le voy a explicar cómo. Y entonces sí se lo van a mirar de cabo a rabo, con perdón.
Dice el doctor Bellone, y me mira para ver el efecto de su módico chiste. Quizá sea una encuesta o una forma de catalogar a la humanidad: el doctor debe pensar que si le suelta el mismo chiste a cientos o miles de personas puede establecer cierta clasificación a partir de la reacción de cada una a su chiste repetido. Después incluso podrá hacerse invitar a un congreso internacional en un resort de montaña en Nebraska o Hikaduvu con un paper sobre «Efectos psicosomatofisiológicos del humor infantojuvenil en pacientes prequirúrgicos de pronóstico incierto: un Estudio Estadístico». Yo me esfuerzo en la cara de póker.
–... de cabo a rabo, ¿me entendió?
–Sí, claro, le entendí. ¿Qué quiere decir? Digo: ¿qué me tienen que hacer?
Le pregunto, y trato de no parecer asustado o ni siquiera preocupado y, para desviar mi atención de los focos del susto, me pregunto qué tipo de placer conseguirá el doctor al poner en marcha la máquina médica. Es, sin duda, me digo, un placer delegado: al entregarme a ella entrega mi cuerpo –el cuerpo de su paciente, cuerpo que controla– a otros, cuerpo que se le escapa, que resigna, que deja en manos de máquinas y utensilios manejados por otros. Es un placer sofisticado. Al entregarme, se convierte en un dios prescindente, el más altivo: el que ha decretado que todo eso suceda y no precisa hacerlo él mismo para que sea hecho y ni siquiera se molesta en presenciarlo: el dueño de un poder verdadero.

Cuando el frío llegue al corazón de Manuel Gutiérrez Aragón

ISBN 978-84-339-9766-1
PVP con IVA 13,90 €
Nº de páginas 136
Colección  Narrativas hispánicas

Ésta es una historia en la que se entremezclan diosas, vacas y primeros amores. Un cuento maravilloso y realista sobre un verano en una ciudad del norte y sobre el descubrimiento del sexo. Al estar su padre en prisión preventiva, el joven Ludi Rivero Pelayo goza la libertad de no tener ninguna autoridad encima, el verano es suyo. El padre no sólo está complicado en una acción política, que es lo que ha motivado su procesamiento, sino también en un lío de faldas. Y el hijo se deja atrapar en una telaraña parecida. A lo largo del verano, Ludi se iniciará en la vida adulta. Una mujer lánguida y hermosa le conduce por caminos inexplorados hacia un amor sin porvenir, pero gozoso. Y ese comienzo tiene tintes clásicos: su tío y tutor le impone asistir a clases de griego y en las faldas del monte Véspero, en cuya cima venusiana recibe las enseñanzas de un antiguo boxeador reciclado en fraile, Ludi traduce uno de los diálogos de Platón. Porque en la extrañeza del lenguaje está todo, la comunicación y el secreto.


Era jueves, día de mercado en la Plaza Mayor de Vega. Los puestos de todas las clases de productos de la huerta y el corral se extendían por el perímetro, lo rebosaban hasta ocupar las gradas de acceso, llegaban a las aceras que contorneaban la plaza y a las columnas y soportales de los edificios todos. Pero alto ahí, ni una sola lechuga, ni una cebolla, ni un huevo podían rebasar la sagrada frontera de los pórticos, en los que empezaba la jurisdicción de las telas, los hilos, los delantales y batas, faldas, chaquetas y pantalones. Los tinglados para el cuero y la marroquinería estaban los últimos, allí donde la plaza se convertía en calles empinadas, con los bares y casas de comida para los feriantes. Si el viento soplaba del norte llegaba un olor a callos y guisos de cuchara. Si soplaba del sur, lo que venían eran unos lamentos parecidos a los de los bebés, y chillidos de pánico, porque allí estaba la pequeña plaza de cerdos y corderos lechales. A veces sonaba a lo lejos un ulular de barco perdido en la niebla; eran las vacas del ferial nuevo, mugiendo en un solo mugido interminable.
Comenzó mi viaje por las aceras atestadas, sorteando puestos de calabazas, cebollas coloradas, puerros y espárragos verdes. Un archipiélago exuberante de fertilidad y abundancia, islas pletóricas. Las vendedoras voceaban las tiernas judías, las aceitunas gordas como huevos y los huevos grandes como peras, y las peras y manzanas como melones, y los melones gruesos como lechones dulces y tiernos.
–Toma, chavalín, ven, guapo, ¿de recados, hermoso?, prueba, muerde.
Yo cargaba con la maleta, unas veces empuñando el asa con una mano, otras con la mano contraria, a veces arrastrándola. Uf, uf, ¿no veían que yo no era un comprador, sino un muchacho que hacía un viaje incierto entre buhoneros, atractivas vendedoras y otros desconocidos peligros? Indígenas de toda condición ofrecían las frutas del deseo y el capricho, paraguayas del sur, tomates de Canarias, higos mediterráneos, primeras cerezas del otro lado de los montes. 
Tuve que rodear las isletas de los quesos y productos lácteos, por cuyos istmos y estrechos estaba el paso hacia el noroeste, mi ruta. Ese desvío me obligaba a bajar las gradas de la plaza, justo hacia el callejón de la Estrella, lugar de los charlatanes y vendedores de mantas, que vienen a ser lo mismo.
Descansé un momento para escuchar la oferta de un charlatán que ofrecía una carterita de bolsillo como regalo si alguien le enseñaba –solamente enseñar, aseguró– un billete de mil pesetas. Como un juego. Me detuve; yo era un viajero curioso. 
Posado en el hombro del feriante había un mono con una cadena, que me miró enseñando los dientes, como si se riera.
Cuatro personas mostraron en alto un billete de mil, sujetándolo bien, burlándose un poco de sí mismos, y haciendo ver que no creían en la promesa.
–Se creen que somos tontos..., nos quieren tomar el pelo, eso es lo que pasa.
Me encontré a mí mismo enseñando el flamante billete. ¿Qué riesgo iba a correr al hacerlo, si yo sólo era un muchacho, casi un niño, al que nadie se atrevería a estafar en público?
El mono me volvió a mirar, y casi me pareció que me hacía un gesto, una seña o algo parecido.       
    
Despachos de guerra de Michael Herr

ISBN 978-84-339-7620-8
PVP con IVA 18,90 €
Nº de páginas 296
Colección  Otra vuelta de tuerca
Traducción J.N. Álvarez Flórez y Ángela Pérez

Cuando Michael Herr fue a Vietnam en 1967 como corresponsal de Esquire era un escritor prácticamente desconocido. Pero fue unánimemente alabado tras publicar su famoso artículo «Sorbos infernales», y su reputación fue en aumento con la progresiva aparición de más trabajos suyos. Despachos de guerra confirmó lo que ya sabían sus primeros admiradores: nadie ha escrito ni es probable que llegue a escribir de modo tan elocuente, vigoroso y aterrador sobre lo que fue combatir (y sobrevivir) en aquella guerra espectral. Se han escrito muchos libros sobre Vietnam, pero este libro es único: es una obra de valor perenne que figurará entre los mejores textos sobre hombres en guerra. Esta obra maestra del nuevo periodismo recibió el Premio Internacional de la Prensa en 1978.
«Leído ahora, se descubre que ha sobrevivido a todas las vanguardias, a todas las tendencias: es, sencillamente, periodismo y del mejor» (Guillermo Altares, El País).
«Aún el libro de referencia sobre la guerra del Vietnam, una recreación acid rock de El corazón de las tinieblas» (Santiago Segurola, El Mundo).


Valiente clase media (Dinero, letras y cursilería) de Álvaro Enrigue

ISBN 978-84-339-6357-4
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 200
Colección  Argumentos

Este libro cuenta una historia incómoda, la de las formas en que la interpretación de asuntos de dinero y clase fueron separando a la escritura en castellano para conver­tirla en dos: la americana y la española. El último poeta mayor del Siglo de Oro, sor Juana Inés de la Cruz, fue además la contadora general de una de las instituciones de crédito más sólidas del imperio. No es tan raro que viera los problemas del corazón más bien como asuntos de finanzas. Manuel Gutiérrez Nájera, un modernista adelantado, es el mejor testigo del nacimiento en América del grupo social que cambió el mundo a pesar de su cursilería cerval y su terror al cambio: la clase media. Y tras él, Rubén Darío: el poeta más grande. Su escritura, ¿se puede explicar también como un asunto de clase? Sor Juana y Darío son las dos puntas de un arco que fundamenta la escritura americana y le da el mito de origen que la separó de la española: el del escritor que se impuso a contracorriente de su grupo de origen social.


¿Por qué sor Juana planteaba ciertas historias de amor como un problema de finanzas? ¿Qué clase de mundo se refleja en una obra poética que se anuncia en su poema introductorio como una tienda de géneros? ¿Cómo le hicieron los historiadores jesuitas del siglo XVIII para convencernos de que este rimero de selvas, arideces y sierras que llamamos América Latina encarna una forma excepcional de la riqueza? La pregunta se desdobla porque ellos fueron los primeros que vinieron a Hispanoamérica como una entidad distinta al imperio, compuesta por distintas patrias. Y tiene saldos morales: de este lado del Atlántico y el río Bravo, vivimos siempre transidos por la culpa de no haber sabido aprovechar una riqueza monumental de la que, al final, tenemos testimonios más bien sólo literarios.
Es un tópico consagrado de la crítica que los modernistas de entre siglos fueron los primeros escritores profesionales de América Latina y las primeras voces de una clase media que, al tener acceso a los objetos de consumo global, dejó de ser anacrónica con respecto a su similar europea. Con ningún poeta queda tan claro como con Gutiérrez Nájera –quien a diferencia de Martí tenía una agenda política tibia y despreocupada– que, en el último cuarto del siglo XIX, el papel del escritor dejó de ser dibujar la gloria y el paisaje de la nueva patria americana para decantarse por cantar la vida pequeña de las burguesías triunfantes. Gutiérrez Nájera fue el primer poeta ciego de gestas y montañas: sólo tenía ojos para los objetos suntuarios que le mejoraban la vida y para el cuerpo que los gozaba. En tanto periodista y poeta, es el mejor testigo del nacimiento del grupo social que cambió el mundo: la clase media. Y ahí Darío: ¿su cursilería era un asunto de clase? La pregunta no es poco relevante porque creo que fue el poeta mejor dotado de la lengua desde Góngora y su obra la eclosión en la que se cocinaron todas las posibilidades de la escritura contemporánea en español. Mientras no podamos digerir la insoportable cursilería de Darío, seguiremos leyéndolo un poco fuera de cuadro. Tal vez situar su estética en un contexto de clase en ascenso ayude a adormecer los excesos todavía incómodos de su gusto.
Entre las ostentaciones de sor Juana y los jesuitas del siglo XVIII y las ideas de gusto y clase de los modernistas hay un ideólogo en el que casi nadie se detiene, aunque tal vez sea uno de los escritores americanos más leídos de todos los tiempos. Manuel Antonio Carreño fue el autor de un manual de buenas maneras que, además de normar cada gesto del comportamiento privado de las clases altas venezolanas y americanas, tendió el hilo que ataba las ideas de riqueza providencial de los súbditos americanos del imperio español con el rol de ciudadanos productivos que deberían seguir los criollos americanos en los tiempos caóticos que siguieron a las revoluciones de independencia. Su Manual ilustra cómo comportarse en un velorio o la manera correcta de caminar por una acera, pero también predica –estruendosamente– en defensa de los valores de un liberalismo católico y medroso que al final se impuso en las nuevas repúblicas.
Dice Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano que la página escrita, «al combinar el poder de acumular el pasado y el de ajustar a sus modelos la alteridad del universo, es capitalista y conquistadora».1 Hay una correlación transparente entre la construcción de un imaginario literario que le permite a la ciudadanía hispanoamericana sentirse habitante de un espacio delimitado como «América» –o «México» o «Venezuela» o «Chile» o «Ecuador»– y las mitologías de la riqueza, el gasto y el ahorro que han ido dejando una impronta en la escritura de la región. Un parentesco, un río secreto que conecta los hechos inesperados de que sor Juana defina una relación erótica en los términos propios de un cambista y Darío presente su intimidad como un espacio marcado poéticamente por la necesidad constante de cumplir deadlines periodísticos. Entre ambos, una familia polimorfa de autores sentó las bases para que la literatura hispanoamericana fuera ella misma y distinta de la española. Que pudiera ser leída al mismo tiempo como peculiar y global.

La biología de la toma de riesgos de John Coates

ISBN 978-84-339-6359-8
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 384
Colección  Argumentos
Traducción Marco-Aurelio Galmarini

El objetivo principal de este libro es destruir definitivamente, sobre la base de las neurociencias, la concepción racionalista según la cual el ser humano toma decisiones mediante el uso exclusivo de una razón completamente separada del cuerpo. A través de múltiples experimentos científicos ajenos y propios, así como de ejemplos to­mados de deportistas de élite, el autor expone la intervención de todo el cuerpo en la toma de decisiones en momentos cruciales de riesgo, así como el nivel preconsciente en el que se producen tales procesos. Luego muestra, de modo igualmente convincente, que lo mismo ocurre en la sala de transacciones financieras.
«Coates es a la vez neurocientífico, economista, ex operador de Wall Street y un escritor extraordinario. Un libro magnífico» (Robert Sapolsky).
«¡Fascinante! Un experto agente de Wall Street de pronto abandona y entra subrepticiamente en el mundo de la neurociencia para estudiar a sus colegas Amos del Universo en plena acción» (Tom Wolfe).


Un momento después de registrar de modo preconsciente el cambio, Scott y Logan se enteran de que una o dos personas de Wall Street han oído decir, o sospechado, que la Reserva Federal subiría la tasa de interés esa tarde. El anuncio de semejante decisión a una comunidad financiera no preparada enviaría una oleada de volatilidad a los mercados. Cuando la noticia y sus implicaciones son asimiladas, Wall Street, que hasta muy poco antes esperaba tener un día tranquilo, bulle de actividad. En reuniones organizadas apresuradamente, los operadores consideran los posibles movimientos de la Reserva: ¿mantendrá inmóviles las tasas? ¿Subirá un cuarto de punto porcentual? ¿O medio punto? ¿Qué pasará con los bonos ante esa posibilidad? ¿Y con las acciones? Una vez formadas sus opiniones, los operadores se empujan para ocupar sus posiciones, unos vendiendo bonos para anticiparse a un incremento del interés, lo que deprimiría el mercado en casi el 2 %, otros, en cambio, comprándolos a los nuevos niveles más bajos, convencidos de que el mercado está sobrevendido.
Los mercados se alimentan de información, de modo que el anuncio de la Reserva Federal será una fiesta. Traerá volatilidad al mercado, y para un operador financiero la volatilidad representa una oportunidad de hacer dinero. Así que esta tarde muchos operadores se muestran sobreexcitados y muchos de ellos conseguirán en las próximas horas las ganancias de toda la semana. En todo el mundo, el personal de la banca se mantiene atento para enterarse de las novedades y ahora los parqués zumban con una atmósfera lúdica más acorde con una feria o un acontecimiento deportivo. Logan se entusiasma con el desafío y, con un grito de rebeldía, se zambulle en la agitación del mercado para vender 200 millones de dólares en bonos hipotecarios, anticipándose a un conmovedor hundimiento.
A las 14.10, las operaciones disminuyen en la pantalla. El parqué se tranquiliza. Los agentes de todo el mundo han realizado sus apuestas y ahora esperan. Scott y Logan han tomado sus posiciones y se sienten intelectualmente preparados. Pero el reto con el que ahora se enfrentan no es sólo un puzle intelectual. Es también una tarea física, y para cumplirla satisfactoriamente necesitan algo más que habilidades cognitivas; necesitan rapidez en las reacciones y la suficiente resistencia para aguantar los esfuerzos de las horas previas a los picos de volatilidad. Por tanto, lo que sus cuerpos requieren es combustible, mucho combustible en forma de glucosa y oxígeno para quemarlo, necesitan un incremento del torrente sanguíneo para llevar ese combustible y ese oxígeno a las ávidas células de todo el cuerpo y, finalmente, también necesitan un dilatado tubo de escape en forma de amplios conductos bronquiales y de garganta, a fin de expulsar el dióxido de carbono sobrante de la quema del combustible.
En consecuencia, los cuerpos de Scott y Logan, casi sin haberse éstos apercibido de ello, también se han preparado para el acontecimiento. Su metabolismo se dispara, listo para liberar las reservas de energía existentes en el hígado, los músculos y las células cuando la situación lo exija. La respiración se acelera, inyectando más oxígeno, y lo mismo ocurre con el ritmo cardíaco. Las células del sistema inmunológico, a guisa de bomberos, toman posición en los puntos vulnerables del organismo –por ejemplo, la piel–, y se mantienen listas para pelear contra la herida o la infección. Y los sistemas nerviosos, que se extienden desde el cerebro hasta el interior del abdomen, han comenzado a redistribuir sangre a todo el cuerpo, reduciendo la que va al sistema digestivo, lo que produce náuseas, y a los órganos de reproducción, pues no es momento para el sexo, y enviándola en cambio a los principales grupos musculares de los brazos y los muslos, así como a los pulmones, el corazón y el cerebro.
A medida que la clara posibilidad de ganancias se perfila en su imaginación, Scott y Logan sienten una inequívoca oleada de energía en forma de hormonas esteroides que comienzan a cargar los grandes motores de sus respectivos organismos. Estas hormonas necesitan su tiempo para hacer sentir su efecto, pero, una vez sintetizadas por las glándulas respectivas e inyectadas en la corriente sanguínea, comienzan a modificar el cuerpo y el cerebro de Scott y Logan en todos sus aspectos: el metabolismo, la masa muscular, el humor, el rendimiento cognitivo e incluso los recuerdos que evocan. Los esteroides son sustancias químicas poderosas y peligrosas, razón por la cual su uso está rigurosamente regulado por la ley, la profesión médica, el Comité Olímpico Internacional y el hipotálamo, que es la «agencia de lucha contra las drogas» del cerebro, pues si la producción de esteroides no se detiene rápidamente, puede transformarnos tanto física como mentalmente.

Servicio completo de Scotty Bowers

ISBN 978-84-339-2601-2
PVP con IVA 21,90 €
Nº de páginas 328
Colección  Crónicas
Traducción Jaime Zulaika

En el Hollywood de los años 40, 50 y 60 del pasado siglo, fuera del plató muchos de los actores y actrices llevaban secretamente una vida muy desenfrenada, y un hombre en particular les ayudaba a hacerlo: Scotty Bowers. Scotty se acostó con numerosas estrellas y puso en contacto a otras con sus amigos jóvenes, atractivos y sexualmente desinhibidos. Un día, mientras trabajaba en una gasolinera, se le acercó y le ligó el actor Walter Pidgeon, que se lo llevó sin más a la villa de un amigo, donde pasaron una tarde de piscina, sol y sexo. Fue el primero de muchos encuentros que tuvo Scotty con los ricos y famosos de Hollywood como Noël Coward, Katharine Hepburn, Rita Hayworth, Cary Grant, Montgomery Clift, Vivien Leigh o Edith Piaf. El libro, con prólogo de Román Gubern, es la crónica fascinante del underground sexual de Hollywood.
«Scotty no miente –las estrellas lo hacen a veces– y conoció a todo el mundo» (Gore Vidal).
«Un relato picaresco que desvela sin tapujos escándalos sexuales largamente escondidos durante los años dorados de Hollywood» (John Rechy).
«Un excelente complemento de Hollywood Babilonia de Kenneth Anger» (Román Gubern).


A eso del mediodía, cuando Russ volvió, estuvimos charlando un rato. Luego, justo cuando yo iba a marcharme, llegó un reluciente Lincoln cupé de dos puertas. Era un automóvil grande, caro, elegante. Sólo alguien rico y famoso podía conducir un coche así. Como Russ estaba ocupado en la oficina yo atendí al cliente. Cuando me acerqué al lado del conductor bajó la ventanilla y apareció la cara de un hombre muy guapo y de mediana edad al que yo estaba seguro de haber visto antes.
–¿Puedo ayudarle, señor? –pregunté.
El hombre al volante sonrió, me miró de arriba abajo y dijo:
–Sí, segurísimo que puedes.
Fue la voz la que le delató al instante. Dios mío, comprendí, este tipo no es otro que el renombrado actor Walter Pidgeon. Yo le recordaba por películas como Qué verde era mi valle, La señora Miniver y Madame Curie. Aquella característica voz grave, suave y que parecía la de alguien muy inteligente se reconocía al instante. Pensé que sería mejor fingir que no sabía quién era y farfullé una respuesta.
Llené el depósito con la cantidad de gasolina que me había pedido y cuando volví a la ventanilla del conductor, Pidgeon tenía la mano encima de la puerta. Sujetaba unos dólares entre el índice y el pulgar y estrujaba otro billete nuevecito entre el índice y el corazón. No distinguía de cuánto era el billete pero me detuve al verlo. La mirada de Pidgeon seguía clavada en mí.
–¿Qué vas a hacer el resto del día? –me preguntó con un tono muy amistoso, pero sin alterar su semblante inexpresivo.
Bueno, no era muy difícil adivinar lo que quería. Capté el mensaje al vuelo.
Cogí el dinero, le di las gracias y fui a decirle a Russ que me marchaba. Un par de minutos más tarde estaba en el cómodo asiento de cuero del copiloto en el coche de Pidgeon. Ninguno de los dos habló cuando salimos de la gasolinera y enfilamos hacia el oeste por Wilshire Boulevard. Tras unos minutos de silencio embarazoso me tendió la mano derecha y dijo: «Me llamo Walter.»
–Scotty –dije, y le estreché la mano.
Y eso fue todo, el relato completo de nuestra presentación. Lo demás fueron bromas y palique ocioso. Hablamos de la guerra que había terminado el año anterior y comentamos mi participación en ella en el cuerpo de marines. Me preguntó qué edad tenía, de dónde era y si conocía a mucha gente en la ciudad.
Unos veinte minutos más tarde subíamos Benedict Canyon, en Beverly Hills. Metió el coche en un sendero asfaltado que llevaba a una casa grande. Al girar el volante señaló las verjas imponentes del otro lado de la calle.
–¿Te gustan las estrellas de cine? –preguntó.
–Claro, ¿por qué? –contesté.
Indicó con un gesto el sendero de entrada opuesto y me dijo que allí vivía Harold Lloyd, el famoso actor del cine mudo.
Susurré un asombro fingido. Quería que creyera que me impresionaban las celebridades, pero tenía que mantener mi pose de que no le había reconocido a él. Cuando la gravilla crujió bajo las ruedas aparcó el Lincoln delante de una enorme casa de aspecto lujoso, me miró de reojo y dijo que el hombre que vivía allí era amigo suyo. Sí, ya, pensé. Fuera quien fuese era sin duda algo más que un «amigo». Sin embargo, me reservé estos pensamientos. El billete de más que me había dado –uno de veinte dólares– significaba mucho para mí. Tenía cosas en que gastarlo, desde luego. Tramaran lo que tramasen Walt y su amigo, decidí seguirles la corriente.
Saqué las piernas del auto, cerré la portezuela y me reuní en el pórtico con Pidgeon, que llamó al timbre. Cuando Jacques Potts abrió la puerta se sorprendió al verme.

A bordo del naufragio de Alberto Olmos

ISBN 978-84-339-7728-1
PVP con IVA 7,90 €
Nº de páginas 176
Colección  Compactos

Éste es el relato de un día cualquiera en la vida de un estudiante universitario en los años noventa. El protagonista transita por una ciudad hostil, mecanizada, desde las aulas de la facultad a los barrios obreros de la periferia, sin otro interlocutor que su propio pasado, que entrecorta un discurso demoledor sobre la sociedad y sus ilusiones. Con una voz en la que resuenan la ira festiva de Henry Miller y la impudicia moral de Louis-Ferdinand Céline, esta novela sigue siendo, quince años después, un ataque sin misericordia al buen gusto convencional, a las intenciones más o menos bondadosas y a la omnipotencia del mercado. La novela fue finalista del Premio Herralde de Novela.
«El discurso de este precoz antihéroe es un monólogo atropellado, impulsivo, lleno de furia y desasosiego» (Juan Marín, El País).
«El libro se lee y estremece» (Ra­fael Conte, ABC).


... tu abuelo dice por qué lees tantos libros y tú dices no lo sé tu abuelo dice no todo se aprende en los libros y tú piensas al menos se aprenden frases más originales y dices eso espero tu abuelo dice qué quieres hacer y tú dices quiero seguir estudiando él dice no tenemos dinero y tú dices lo sé pido beca y él dice haz lo que te dé la gana ya tienes dieciocho puedes hacer lo que quieras y tú dices quiero seguir estudiando y él dice todos a estudiar y que trabaje Dios y tú piensas que se joda Dios y dices así son las cosas ahora abuelo entra la abuela pone la mesa enciende el televisor y se queda mirando por la ventana llueve silencio se ve un mar tu abuelo come y mira la tele y empieza a gruñir y a ponerse rojo rojo más rojo tu abuela se vuelve y lo mira la televisión emite sonidos que no entiendes tu abuelo tampoco los entiende tu abuela tampoco los entiende sin embargo a ti te gustan los sonidos que emite la tele y que no entiendes rojo rojo rojo rojo muy rojo se está poniendo tu abuelo y ella lo mira y no le preocupa no entender lo que dice la tele le preocupa que tu abuelo se muera por lo que dice la tele tu abuelo arde se levanta y dispara fuego y horror pero la tele no se calla sino que sigue diciendo cosas que tu abuelo no puede no podrá no ha podido nunca entender y le sigue disparando con la escopeta de caza que aunque sólo tiene dos cartuchos nunca se calla tú escuchas la tele y escuchas los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y tu abuelo sigue disparando y gritando con los ojos llenos de muerte y tú prefieres la tele a los disparos y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo, nunca pedestre. y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo, nunca pedestre. No necesitarías zapatos ni consejos y el líquido negro de tu cabeza se quedaría siempre manso como un gatito fiel. Pero sabes que todo esto son sólo estupideces. Y sabes también que son las siete y ocho minutos de la mañana y deberías estar ya vestido y listo para la rutina. Palpas de nuevo la pared, mas no en busca del interruptor de la luz, sino de la correa de la persiana. La hallas y más que tirar de ella te dejas caer agarrado a ella. La persiana suena como una sierra y entra en la habitación una luz paupérrima y cenicienta. Piensas en subirla otro poco pero sabes que no tienes diez camisas de seda entre las que elegir y te conformas con disponer de suficiente luz para distinguir las gafas de los pantalones. Pegas la nariz a la ventana y diriges los ojos hacia la parte más alta de la pared, pero sólo consigues ver más pared. Abres la ventana y el día te recibe con un gélido bofetón en el rostro. Aguantas todo lo que puedes porque estás buscando tu trocito de cielo, ese que ondea en lo alto del muro de cemento. Sacas la cabeza lo suficiente para poder mirar más arriba y lo ves, dibujado por las aristas del patio interior, con forma de triángulo, azul, con una nube exangüe junto al vértice inferior y un pájaro invisible protegiéndolo. Sientes un cosquilleo insoportablemente sutil en la pituitaria y, antes de poder meter la cabeza, estornudas y te golpeas la nuca con el filo de la persiana. Te cagas en lo más alto, cierras de golpe y te frotas la cabeza. El agua oscura de tu cerebro se mueve ahora con la racionalidad de un borracho en el desierto; te martillea la frente, las sienes, el cerebelo. El estornudo la ha sacado de su letargo y va a ser difícil devolverla a él. Te pierdes entre las mantas tratando de calentar tu frío rostro y de pensar en algo que distraiga tu atención del dolor de cabeza. Pero no hay nada en el mundo más importante que tu dolor de cabeza, así que tienes que rendirte a su monopolio de tus neuronas. Sientes cada punzada e intentas describirla, no por nada, sino por entretenerte.

Ravel de Jean Echenoz

ISBN 978-84-339-7727-4
PVP con IVA 7,90 €
Nº de páginas 128
Colección  Compactos
Traducción Javier Albiñana

Los últimos años de la vida de Maurice Ravel transcurren entre 1927 y 1937. Con una escritura a caballo entre el jazz y la narrativa cinematográfica, Echenoz despliega un retrato ficticio del compositor sembrado de verdades biográficas: son reales la epopeya en Verdún, las sesenta camisas y los veinticinco pijamas de la gira americana o los encuentros con Douglas Fairbanks, Charles Chaplin o George Gershwin. Pero lo esencial no está en la vida del hombre sino en la sutil pero lacerante ironía con que es narrada esa vida. Aquí reencontramos los temas favoritos del escritor: la desaparición, el viaje y los conflictos de identidad que caracterizan a los protagonistas de sus novelas. Y el verdadero Ravel acaba siendo uno de los más espléndidos personajes del imaginario de Echenoz.
«Espléndido libro» (Jacinta Cremades, El Mundo).
«Clásico y transgresor a un tiempo (…) hay quien ve en Echenoz un David Lynch de la literatura» (María Fasce, Marie Claire).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Pinterest

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...