T.
C. Boyle
Las
mujeres
Y
allí estaba, no obstante, bregando con la palanca de cambios y el embrague, que
estaba tan duro que casi se me dislocaba la rótula cada vez que desembragaba
mientras serpenteaba por veredas perdidas de la mano de Dios, en el Wisconsin
más remoto, atravesando un muro cada vez más grueso de polvo y de fragmentos de
mosquito, frustrado, furioso y lo que es peor perdido. Pero no solo perdido:
perdido sin remedio.
Había pasado ya tres veces, y las que me quedaban, por delante de la misma granja, de la misma carreta desfondada con los radios de las ruedas oxidadas hundidos entre la maleza, de las mismas vacas de cara triangular rumiando en el mismo pasto, que me miraban pasmadas desde la nulidad enloquecedora de sus ojos bovinos. Y no tenía ni idea de qué hacer. Sin saber cómo, me había ido sumiendo poco a poco en el trance de la carretera, mis extremidades funcionaban ya en automático, mi cerebro estaba obturado y lo único que hacía era doblar a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo al izquierda, hasta que el mismo establo de siempre aparecía en el horizonte y volvía a veme pasar de largo en mi lustrosa máquina rugiente, que se había convertido de súbito en mi purgatorio y mi prisión.
Había pasado ya tres veces, y las que me quedaban, por delante de la misma granja, de la misma carreta desfondada con los radios de las ruedas oxidadas hundidos entre la maleza, de las mismas vacas de cara triangular rumiando en el mismo pasto, que me miraban pasmadas desde la nulidad enloquecedora de sus ojos bovinos. Y no tenía ni idea de qué hacer. Sin saber cómo, me había ido sumiendo poco a poco en el trance de la carretera, mis extremidades funcionaban ya en automático, mi cerebro estaba obturado y lo único que hacía era doblar a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo al izquierda, hasta que el mismo establo de siempre aparecía en el horizonte y volvía a veme pasar de largo en mi lustrosa máquina rugiente, que se había convertido de súbito en mi purgatorio y mi prisión.
En
realidad, me hallaba en posesión de un mapa trazado a mano que me había enviado
un tal Karl Jensen, secretario de la Comunidad Taliesin, de la que hacía poco
me había hecho miembro —fundador—; pero en él aparecía una supuesta carretera
que cruzaba un supuesto río que no parecían existir por ningún lado. Iba
preguntándome en qué punto me habría perdido, con el gemido persistente del
motor induciéndome vibraciones compasivas en la cabeza, cuando, en la que debía
ser la cuarta vez que pasaba, de repente, el escenario cambió; allí estaban el
establo, la carreta y las vacas, pero en esa ocasión había algo nuevo en el
encuadre: en la cuneta se erguía una mujer robusta con un vestido gris liso y
un delantal, acompañada de un perro con manchas y dos niños pequeños. Cuando me
acerqué a ellos, empezó a hacer aspavientos como si estuviéramos en medio del
mar y se hubiese caído por la borda al abrazo gris de las olas superpuestas.
Antes de darme cuenta, estaba tirando con toda mis fuerzas de la palanca de
cambios y pisando a fondo el freno hasta que el coche se detuvo con un respingo
a seis metros escasos de la mujer, que espero a que se despejase la polvareda
para avanzar por la cuneta con expresión estoica, mientras los niños (que
debían de tener siete u ocho años, o al menos rondaban esa franja de edad)
bailoteaban. El perro bailoteaba también, pisándoles los talones.
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