Los años de peregrinación del chico sin color de
Haruki Murakami
NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2013
Andanzas CA 815
ISBN: 978-84-8383-744-3
País edición: España
320 pág.
19,18 € (IVA no incluido)
Octubre 2013
Andanzas CA 815
ISBN: 978-84-8383-744-3
País edición: España
320 pág.
19,18 € (IVA no incluido)
Cuando Tsukuru Tazaki
era adolescente, se sentaba durante horas en las estaciones para ver pasar los
trenes. Ahora, con treinta y seis años, es un ingeniero que diseña y construye
estaciones de ferrocarril y que lleva una vida tranquila, tal vez demasiado
solitaria.
Cuando conoce a Sara, una mujer por la que se siente atraído, empieza a plantearse cuestiones que creía definitivamente zanjadas. Entre otras, un traumático episodio de su juventud: cuando iba a la universidad, el que fue su grupo de amigos desde la adolescencia cortó bruscamente, sin dar explicaciones, toda relación con él, y la experiencia fue tan dolorosa que Tsukuru incluso acarició la idea del suicidio. Ahora, dieciséis años después, quizá logre averiguar qué sucedió exactamente. Ecos del pasado y del presente, pianistas capaces de predecir la muerte y de ver el color de las personas, manos de seis dedos, sueños perturbadores, muchachas frágiles y muertes que suscitan interrogantes componen el paisaje, pautado por las notas de Los años de peregrinación de Liszt, por el que Tsukuru viajará en busca de sentimientos largo tiempo ocultos. Decididamente, le ha llegado la hora de subirse a un tren.
Cuando conoce a Sara, una mujer por la que se siente atraído, empieza a plantearse cuestiones que creía definitivamente zanjadas. Entre otras, un traumático episodio de su juventud: cuando iba a la universidad, el que fue su grupo de amigos desde la adolescencia cortó bruscamente, sin dar explicaciones, toda relación con él, y la experiencia fue tan dolorosa que Tsukuru incluso acarició la idea del suicidio. Ahora, dieciséis años después, quizá logre averiguar qué sucedió exactamente. Ecos del pasado y del presente, pianistas capaces de predecir la muerte y de ver el color de las personas, manos de seis dedos, sueños perturbadores, muchachas frágiles y muertes que suscitan interrogantes componen el paisaje, pautado por las notas de Los años de peregrinación de Liszt, por el que Tsukuru viajará en busca de sentimientos largo tiempo ocultos. Decididamente, le ha llegado la hora de subirse a un tren.
Los
cinco iban a la misma clase de un instituto público situado a las afueras de la
ciudad de Nagoya. Eran tres chicos y dos chicas. Trabaron amistad durante el
verano del primer año, en un programa de voluntariado, y a partir de ese
momento, aunque al pasar de curso acabaran en distintas clases, formaron una
pandilla inseparable. El programa formaba parte de las tareas de verano de la
asignatura de educación cívica, pero el grupo decidió seguir colaborando una
vez acabado el programa. Desde ese momento, aparte de dedicarse a las
actividades de voluntariado, los días festivos se juntaban para practicar
senderismo, jugar al tenis o ir a nadar a la cercana península de Chita, y a
veces se reunían en casa de uno de los cinco para preparar el examen de acceso
a la universidad. Pero la mayoría de las veces quedaban en cualquier parte y charlaban
largo y tendido. No elegían una cuestión determinada y se ponían a hablar sobre
ella, sino que, sin proponérselo, siempre surgían nuevos temas de conversación.
Los
cinco coincidieron por casualidad en esas actividades de voluntariado. Una de
las opciones consistía en dar clases de refuerzo a niños de primaria que no
eran capaces de seguir el ritmo de la clase (muchos de ellos eran absentistas).
De un aula de treinta y cinco alumnos, ellos cinco fueron los únicos que
eligieron ese programa, que se desarrollaba en un centro educativo católico.
Pasaron tres días en el campamento de verano del centro, situado en las afueras
de Nagoya, e hicieron buenas migas con los niños.
Entre
clase y clase de refuerzo buscaban tiempo para charlar abiertamente y conocer
la forma de pensar y la personalidad de los demás. Compartían anhelos, se
contaban sus problemas. Y una vez terminado el campamento de verano, todos
ellos sintieron lo mismo: «Ahora sí me encuentro en el lugar adecuado, ahora sí
estoy con los compañeros adecuados. Necesito a los otros cuatro y ellos, a su
vez, me necesitan a mí».
Tal
era la sensación de armonía. Se asemejaba a una venturosa fusión química que se
hubiera producido por pura casualidad. Aunque se hubiesen reunido y preparado
con sumo cuidado los mismos ingredientes, seguramente jamás habría vuelto a
obtenerse el mismo resultado.
Más
tarde continuaron asistiendo al centro los fines de semana, un par de veces al
mes, para ayudar a los niños en sus estudios, leer cuentos y libros con ellos,
jugar y hacer gimnasia juntos. Además, se encargaban de cortar el césped del
jardín, pintar el edificio o reparar juguetes. Colaboraron con el centro
durante los dos años y medio siguientes, hasta que dejaron el instituto.
Tratándose
de tres chicos y dos chicas, desde el principio podría haber surgido cierta
tensión. Por ejemplo, si se hubieran formado dos parejas de chica y chico,
habría sobrado uno. Esa posibilidad se cernía sobre sus cabezas en forma de
pequeña y densa nube lenticular. No obstante, esa situación nunca llegó a
producirse; jamás hubo el menor signo de que eso fuera a ocurrir.
Otra vida para vivirla contigo de Eduardo Mendicutti
NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2013
Andanzas CA 817
ISBN: 978-84-8383-746-7
País edición: España
328 pág.
18,26 € (IVA no incluido)
Octubre 2013
Andanzas CA 817
ISBN: 978-84-8383-746-7
País edición: España
328 pág.
18,26 € (IVA no incluido)
Esta novela cuenta la
relación entre un joven concejal de un pueblo gaditano, brillante, combativo y
vitalista, y un maduro escritor, aparentemente sereno y con tan pocas ilusiones
como prejuicios, que vive en Madrid. Una relación que surge entre encuentros y
desencuentros ocasionales, pero que crece y se complica a través de mensajes,
correos electrónicos, cartas y whatsapps, que los dos amantes se escriben
compulsivamente para estar seguros de sus sentimientos. Así, la historia
de seducción, que empieza como un juego atrevido y disparatado que sortea
con humor cualquier inconveniente, acaba convirtiéndose en una desgarrada
historia de amor que dará su verdadera medida en cuanto aparezca no sólo un
novio anterior sino también un inesperado compromiso matrimonial. De la alegre
despreocupación y los hilarantes enredos iniciales, se pasa a los vínculos
profundos, la pasión dolorosa, que sobresale en medio de la maledicencia y las
trampas de los envidiosos. Y que obliga a uno de los amantes a tener que elegir
entre la vida conyugal, familiar y segura, y la pasión clandestina y adúltera.
—Es
que es guapísimo —le había dicho yo a Tino Vila.
Después
de haber admirado el paso de la Virgen de la Misericordia por ese recodo de la
cuesta del Oratorio que año tras año resulta tan fotogénico, Tino Vila, su
eterno novio Manolo Pisuerga —un dramaturgo de tercera regional que no había estrenado
en su vida nada decente, y que se estrelló como de costumbre, contra crítica y
público, con lo último indecente que estrenó— y yo habíamos cenado en un
absurdo restaurante de carretera para evitar, un día como aquél, las
aglomeraciones de El Caladero, la zona de los renombrados restaurantes de la
ciudad, y Manolo Pisuerga, convertido de manera asombrosa en todo un experto
en teléfonos móviles, había encontrado en su iPhone la página web del
Ayuntamiento, con todos los componentes de la corporación municipal bien
identificados, cada uno de ellos con su foto correspondiente. Allí aparecía
Víctor Ramírez, moreno, delgado, con aquella cara de rasgos deliciosos, con
aquella sonrisa encantadora, perfecta, con aquellos labios esponjosos y
maravillosamente dibujados que besaban como besan los dioses, que era lo que
por lo visto decía la Bipolar, todo él frondosa desesperación. A los postres,
llegó el mensaje de Víctor Ramírez.
—Ahora
mismo te llevamos a tu casa —me dijo Tino Vila, porque yo no conduzco y estaba
a merced de lo que ellos quisieran hacer conmigo—. Si fuera un marinerito del
barrio, no tardaba ni cinco minutos en dejarte con él, pero ¿quién se ha creído
que es ese renacuajo ambicioso, metido a político de medio pelo, para pensar
que vas a dejar de golpe lo que estés haciendo y la compañía que tengas, y que
saldrás corriendo, con el culo en pompa, a tomarte una cerveza con él? A ver si
te das a ti mismo la importancia que tienes, guapa.
Pero
yo no tenía ni el más mínimo interés en darme importancia, ni en defender mi
dignidad, ni en imponer mi orgullo, ni en respetarme a mí mismo. Las zarandajas
en cuestión sólo sirven, cuando hay por medio chicos guapos y seductores, para
pasarlo mal, y yo odio pasarlo mal. Así que toda la batería de advertencias y
admoniciones de Tino Vila, a quien su nada distinguido círculo de amigos
llamaba con mucha guasa la Embajadora, estaba destinada a caer en saco roto.
Y
sin embargo, tardé más de una semana en verme cara a cara con Víctor Ramírez.
—Es
que insistías tanto, niño... Es que hasta empezaste a darte por ofendido porque
yo te ponía una excusa detrás de otra —le dije a Víctor, meses después—. Y, la
verdad, yo me decía ¿pero quién se habrá pensado este niñato que es?
Mentira.
Eso era mentira. Eso era lo que fue diciendo también por ahí la Bipolar,
porque se lo había dicho la Embajadora. Fue diciendo que yo había calado al
concejalito de marras y lo estaba toreando por verónicas y por manoletinas,
pero era mentira. Yo estaba que me subía por las paredes, me moría de ganas de
verme por fin con Víctor Ramírez, pero durante esa segunda quincena de agosto
tenía compromisos que me sentía incapaz de cancelar, y llegué a temer que el
chico se cansara de insistir, que acabara por mandarme al guano, que sacase de
mí una impresión pésima y que terminara por decirle a la Bipolar: «Ernesto
Méndez es un imbécil».
Su
segundo mensaje, a la mañana siguiente, fue: «Ernesto, estoy muy feliz de haber
podido contactar contigo. No sé si dispones de un momento para que tengamos la
reunión de la que te hablé. Podría ser en la delegación, o en plan informal,
tomando una cerveza. Yo me adapto. Un saludo».
Horrorizado
ante la eventualidad de verle en su despacho municipal, separados por una mesa
de trabajo municipal, en un ambiente municipal, con un planteamiento, un nudo y
un desenlace exclusivamente municipales, enseguida le contesté:
«En
plan informal, por favor, y con esa cerveza».
«¿Cuándo?
¿Esta noche?»
No
daba tregua.
«Hoy
no puedo, Víctor, lo siento. Tengo un compromiso familiar. Y mañana he quedado
en ir a Rota, me espera allí un acto literario. Pero pasado mañana hablamos sin
falta. Un abrazo.»
Me
pareció atinado pasar del saludo al abrazo, aunque demasiado pronto para
llegar al beso. Era imprescindible, eso sí, que Víctor Ramírez notase mi
cordialidad, mi excelente disposición a encontrarme con él, a salir disparado
a aquella reunión informal que me proponía, lanzado a su encuentro como un
chihuahua supersónico en cuanto mi dichosa agenda me lo permitiese. Porque lo
que le había dicho era cierto, tenía el compromiso de sacar a cenar a mi madre
ese día, y el día siguiente debía presentar mi última novela, publicada en
abril de ese año, en un ciclo literario organizado por la biblioteca municipal
de Rota, y yo veía de pronto, espantado, el insistente interés de Víctor
Ramírez disolviéndose como se disuelve una pesadilla en cuanto uno se
despierta, perdido en el aburrimiento, el cansancio, la frustración, el
resentimiento por mi aparente desdén. Por eso, aunque había quedado en que
hablaríamos dos días después, decidí que no me convenía en absoluto esperar
tanto, que el día siguiente por la mañana, a una hora razonable, le mandaría
un mensaje lo bastante explícito como para que no le cupiera la menor duda de
que, a pesar de los contratiempos, me tenía en el bote. Pero Víctor Ramírez se
me adelantó. Por la mañana, a una hora nada razonable —apenas pasadas las
ocho—, me envió un mensaje que decía: «Ayer me dijiste que vas a Rota esta
tarde. ¿Tienes cómo ir? Si quieres me paso por ti y te llevo en mi coche, o si
prefieres te lo presto, de veras que no es ningún trastorno. Dime algo.
Besote».
Huesos en el jardín de Henning Mankell
NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Serie Wallander
Octubre 2013
Andanzas CA 816
ISBN: 978-84-8383-745-0
País edición: España
192 pág.
16,35 € (IVA no incluido)
POLICIACOS (F). Serie Wallander
Octubre 2013
Andanzas CA 816
ISBN: 978-84-8383-745-0
País edición: España
192 pág.
16,35 € (IVA no incluido)
Un domingo de octubre
de 2002, un Kurt Wallander agotado después de una intensa semana de trabajo va
a visitar la que podría ser la casa de sus sueños, en las afueras de Löderup.
Mientras deambula a solas por el jardín de la finca, rumiando si comprarla o no,
tropieza con algo semioculto entre la hierba. Para su sorpresa, son los huesos
de una mano. Esa misma noche, cuando los técnicos encienden sus focos y cavan
alrededor, sale a la luz un cadáver que, según los forenses, lleva más de
cincuenta años bajo tierra. Poco antes de Navidad, y pese a los recortes
presupuestarios en la policía de Escania, el inspector Wallander, junto con sus
colegas Martinsson y Stefan Lindman (el protagonista de El retorno del
profesor de baile), sigue investigando lo que parece ser un asesinato muy
antiguo. Pero ¿es posible esclarecer un crimen cometido tanto tiempo atrás?
Cuando ya está a punto de darse por vencido, Wallander regresa al jardín de la
que pudo haber sido su casa. Y algo despierta en él nuevas sospechas que se
convertirán en un nuevo hallazgo.
Wallander
llevaba muchos años pensando que, a estas alturas de la vida, lo que quería era
dejar el apartamento de Mariagatan, en el centro de Ystad. Quería irse a vivir
al campo, quería tener un perro. Tras la muerte de su padre, unos años atrás, y
cuando Linda se independizó, había empezado a sentir una necesidad creciente de
cambiar radicalmente de vida. En más de una ocasión había ido a ver algunas de
las casas que las inmobiliarias tenían a la venta. Sin embargo, no encontraba
la casa adecuada. En alguna de esas visitas tuvo la sensación de que la
vivienda en cuestión era casi lo que buscaba, pero el precio estaba fuera de su
alcance. Su salario y sus ahorros no se lo permitían. Un policía jamás podía
ahorrar grandes sumas de dinero.
—¿Sigues
ahí?
—Sí,
aquí estoy. Dime más.
—Ahora
mismo no puedo. Al parecer, esta noche se ha cometido un robo en los grandes
almacenes Åhléns. Pero si te pasas por aquí, te doy más detalles. Incluso tengo
las llaves.
Martinsson
se despidió. Linda entró en la cocina y se sirvió una taza de café. Lo
interrogó con la mirada y le sirvió otra a él. Luego, los dos se sentaron a la
mesa.
—¿Tienes
que ir a trabajar?
—No.
—Entonces,
¿qué quería?
—Enseñarme
una casa.
—Pero...
si él vive en una casa adosada... y tú quieres vivir en el campo, ¿no?
—Es
que no me escuchas cuando te hablo. Quiere enseñarme una casa. No su casa.
—¿Y
qué casa es?
—No
lo sé. ¿Quieres acompañarme?
Linda
negó con la cabeza.
—Tengo
otros planes.
Wallander
no preguntó qué planes eran aquéllos. Sabía que, en esas cuestiones, su hija se
parecía a él. No daba más explicaciones de las necesarias. Y si la pregunta no
se formulaba, tampoco había que responderla.
La daga y la dinamita. Los anarquistas y el
nacimiento del terrorismo de Juan Avilés Farré
HISTORIA (NF). Historia social
Octubre 2013
Tiempo de Memoria TM 98
ISBN: 978-84-8383-753-5
País edición: España
424 pág.
22,11 € (IVA no incluido)
Octubre 2013
Tiempo de Memoria TM 98
ISBN: 978-84-8383-753-5
País edición: España
424 pág.
22,11 € (IVA no incluido)
Desde sus orígenes, el
anarquismo ha representado la realización de un ideal de libertad e
independencia, el sueño de un mundo igualitario, liberado de toda forma de
poder y coacción. Una utopía quizá, pero una bella utopía. Sin embargo, la
historia real del anarquismo ha estado ligada a la práctica de una forma
extrema de coacción: la violencia, a veces indiscriminada, contra las personas.
Juan Avilés explora cómo algunos anarquistas dedujeron del principio de
la libertad la legitimidad para cometer atentados, y con ello se convirtieron
en pioneros de ese tipo de violencia que hoy llamamos terrorismo.
Asimismo, La daga y la dinamita narra la romántica apelación de Bakunin a la destrucción revolucionaria del orden social existente, relata la espiral de asesinatos masivos que ensombrecieron la política europea y norteamericana en el último tercio del siglo xix, y concluye con los atentados que ensangrentaron las calles de París y Barcelona, como la célebre bomba del Liceo, al tiempo que explica por qué España fue uno de los países donde más se afianzó la ideología anarquista.
Asimismo, La daga y la dinamita narra la romántica apelación de Bakunin a la destrucción revolucionaria del orden social existente, relata la espiral de asesinatos masivos que ensombrecieron la política europea y norteamericana en el último tercio del siglo xix, y concluye con los atentados que ensangrentaron las calles de París y Barcelona, como la célebre bomba del Liceo, al tiempo que explica por qué España fue uno de los países donde más se afianzó la ideología anarquista.
La
deriva hacia el terrorismo en Rusia no se produjo tan sólo por la
intransigencia del Estado. No menos importante fue la escasa acogida que el
mensaje revolucionario de los jóvenes universitarios radicales encontró
inicialmente entre quienes eran sus principales destinatarios, los campesinos.
Esto se vio con el fracaso de la «marcha hacia el pueblo» de la primavera de
1874, cuando miles de universitarios se desplazaron a las aldeas para promover
el socialismo, encontrándose con un campesinado más dispuesto a denunciarlos
que a seguir sus consignas. Esta decepción resultó crucial para que los
fundadores de Naródnaya Volia, provenientes en su mayoría de las familias
cultas y acomodadas que solían enviar a sus hijos a la universidad, optaran por
el terrorismo. En 1877 fueron procesados casi doscientos responsables de la
marcha hacia el pueblo y al año siguiente comenzó la campaña terrorista, así es
que estamos ante un caso en que la opción por el terrorismo respondió a la
debilidad estratégica de unos revolucionarios incapaces de generar una
movilización popular en favor de sus objetivos. El proyecto de los narodniki se
basaba en que los atentados terroristas selectivos iban a desmoralizar a los
cuadros dirigentes del régimen y a incitar a los campesinos a la rebelión, pero
la campaña se mantuvo incluso después de que se hubiera demostrado que ambos
objetivos resultaban quiméricos. Los atentados en sí mismos terminaron, pues, convirtiéndose
en el verdadero objetivo, de acuerdo con esa inercia de las organizaciones que
antes hemos mencionado.
A
mediados de los años ochenta del siglo xix la represión había acabado
prácticamente con la actividad terrorista, cuyo principal legado fue un
endurecimiento del régimen. De acuerdo con una pauta que en el futuro iba a
repetirse en otros casos, el círculo vicioso de provocación terrorista y
represión estatal indiscriminada hizo más difícil la liberalización del país. Y
el ejemplo glorioso de los héroes y heroínas que habían dado su vida por la
revolución no cayó en el olvido, demostrando que el viejo adagio según el cual
la sangre de los mártires es semilla de cristianos resulta válido también en el
caso de los revolucionarios.
Aquellas
semillas fructificaron en 1902, cuando el Partido Socialista Revolucionario,
integrado en la Internacional Socialista, lanzó una nueva campaña de atentados
terroristas, cuya dirección corrió a cargo de una rama especial del partido, la
Organización de Combate, que mostró una eficacia mortífera. A partir de 1905
sus atentados confluyeron en una oleada insurreccional de amplias dimensiones,
pero a la altura de 1908 el régimen zarista había derrotado también a la nueva generación
terrorista. A diferencia de los narodniki de veinte años antes, los militantes
del Partido Socialista Revolucionario no procedían en su mayoría de familias de
la elite, pues en el momento más agudo de la lucha sólo un tercio de ellos eran
estudiantes o intelectuales. Pero, al igual que sus predecesores, defendían una
ética del sacrificio. Se hizo famoso el caso de Dora Brilliant, quien al saber
que finalmente habían conseguido asesinar al gran duque Sergio, rompió a
llorar, exclamando que ella quería morir, no matar. En 1949 Albert Camus la convirtió
en la heroína de su obra de teatro Los justos, que dramatiza los conflictos
morales que surgen en un grupo de terroristas, planteando la tesis de que el
asesino redime su crimen al pagar con su propia vida. «Si no muriera», afirma
el personaje que acaba de matar al gran duque, «entonces sí que sería un
asesino.»
Estamos,
pues, ante un misticismo laico de la muerte. El asesinato a traición no parece
un gesto muy noble y el significado actual de las palabras sicario y asesino es
una prueba del escaso aprecio en que habitualmente se ha tenido a quienes lo practican,
pero los terroristas rusos de hace un siglo lograron transmitir a la posteridad
una imagen heroica. En realidad, el principal efecto de sus acciones parece
haber sido el de hacer más difícil una liberalización del régimen zarista y en ese
sentido contribuyeron a preparar la revolución de 1917, que no les benefició a
ellos sino a los leninistas.
Boris
Savinkov, miembro destacado de la Organización de Combate del Partido
Socialista Revolucionario y autor de talento, había escrito una curiosa novela,
El caballo amarillo, que presenta como el diario de un terrorista. Una de sus
escenas muestra el significado que para entonces había adquirido en Europa el
término anarquista, cuando un compañero de organización le comenta al
protagonista que estaría dispuesto a tirar una bomba a un grupo de burgueses
bien vestidos, por el solo hecho de serlo, a lo que aquél le responde: «Eso es anarquismo».
Es decir, que, frente a la concepción estratégica del terrorismo social
revolucionario ruso, que perseguía unos determinados objetivos políticos, los
anarquistas eran tenidos como impulsores de una violencia indiscriminada contra
una sociedad que repudiaban. Pero a su vez el mismo protagonista de la novela, a
quien podemos imaginar como el trasunto de su autor, mostraba también síntomas
de esa deriva hacia esa inercia destructiva que termina por prescindir de todo objetivo
que no sea la violencia por sí misma: «Toda mi vida es un combate. No puedo no
luchar. Pero en nombre de qué lucho, no lo sé. Y me gusta así».
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