miércoles, 16 de octubre de 2013

Novedades, octubre de 2013: Tusquets Editores (I)



Los años de peregrinación del chico sin color de Haruki Murakami

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2013
Andanzas CA 815
ISBN: 978-84-8383-744-3
País edición: España
320 pág.
19,18 € (IVA no incluido)

Cuando Tsukuru Tazaki era adolescente, se sentaba durante horas en las estaciones para ver pasar los trenes. Ahora, con treinta y seis años, es un ingeniero que diseña y construye estaciones de ferrocarril y que lleva una vida tranquila, tal vez demasiado solitaria.
Cuando conoce a Sara, una mujer por la que se siente atraído, empieza a plantearse cuestiones que creía definitivamente zanjadas. Entre otras, un traumático episodio de su juventud: cuando iba a la universidad, el que fue su grupo de amigos desde la adolescencia cortó bruscamente, sin dar explicaciones, toda relación con él, y la experiencia fue tan dolorosa que Tsukuru incluso acarició la idea del suicidio. Ahora, dieciséis años después, quizá logre averiguar qué sucedió exactamente. Ecos del pasado y del presente, pianistas capaces de predecir la muerte y de ver el color de las personas, manos de seis dedos, sueños perturbadores, muchachas frágiles y muertes que suscitan interrogantes componen el paisaje, pautado por las notas de Los años de peregrinación de Liszt, por el que Tsukuru viajará en busca de sentimientos largo tiempo ocultos. Decididamente, le ha llegado la hora de subirse a un tren. 


Los cinco iban a la misma clase de un instituto público situado a las afueras de la ciudad de Nagoya. Eran tres chicos y dos chicas. Trabaron amistad durante el verano del primer año, en un programa de voluntariado, y a partir de ese momento, aunque al pasar de curso acabaran en distintas clases, formaron una pandilla inseparable. El programa formaba parte de las tareas de verano de la asignatura de educación cívica, pero el grupo decidió seguir colaborando una vez acabado el programa. Desde ese momento, aparte de dedicarse a las actividades de voluntariado, los días festivos se juntaban para practicar senderismo, jugar al tenis o ir a nadar a la cercana península de Chita, y a veces se reunían en casa de uno de los cinco para preparar el examen de acceso a la universidad. Pero la mayoría de las veces quedaban en cualquier parte y charlaban largo y tendido. No elegían una cuestión determinada y se ponían a hablar sobre ella, sino que, sin proponérselo, siempre surgían nuevos temas de conversación.
Los cinco coincidieron por casualidad en esas actividades de voluntariado. Una de las opciones consistía en dar clases de refuerzo a niños de primaria que no eran capaces de seguir el ritmo de la clase (muchos de ellos eran absentistas). De un aula de treinta y cinco alumnos, ellos cinco fueron los únicos que eligieron ese programa, que se desarrollaba en un centro educativo católico. Pasaron tres días en el campamento de verano del centro, situado en las afueras de Nagoya, e hicieron buenas migas con los niños.
Entre clase y clase de refuerzo buscaban tiempo para charlar abiertamente y conocer la forma de pensar y la personalidad de los demás. Compartían anhelos, se contaban sus problemas. Y una vez terminado el campamento de verano, todos ellos sintieron lo mismo: «Ahora sí me encuentro en el lugar adecuado, ahora sí estoy con los compañeros adecuados. Necesito a los otros cuatro y ellos, a su vez, me necesitan a mí».
Tal era la sensación de armonía. Se asemejaba a una venturosa fusión química que se hubiera producido por pura casualidad. Aunque se hubiesen reunido y preparado con sumo cuidado los mismos ingredientes, seguramente jamás habría vuelto a obtenerse el mismo resultado.
Más tarde continuaron asistiendo al centro los fines de semana, un par de veces al mes, para ayudar a los niños en sus estudios, leer cuentos y libros con ellos, jugar y hacer gimnasia juntos. Además, se encargaban de cortar el césped del jardín, pintar el edificio o reparar juguetes. Colaboraron con el centro durante los dos años y medio siguientes, hasta que dejaron el instituto.
Tratándose de tres chicos y dos chicas, desde el principio podría haber surgido cierta tensión. Por ejemplo, si se hubieran formado dos parejas de chica y chico, habría sobrado uno. Esa posibilidad se cernía sobre sus cabezas en forma de pequeña y densa nube lenticular. No obstante, esa situación nunca llegó a producirse; jamás hubo el menor signo de que eso fuera a ocurrir.

Otra vida para vivirla contigo de Eduardo Mendicutti

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2013
Andanzas CA 817
ISBN: 978-84-8383-746-7
País edición: España
328 pág.
18,26 € (IVA no incluido)

Esta novela cuenta la relación entre un joven concejal de un pueblo gaditano, brillante, combativo y vitalista, y un maduro escritor, aparentemente sereno y con tan pocas ilusiones como prejuicios, que vive en Madrid. Una relación que surge entre encuentros y desencuentros ocasionales, pero que crece y se complica a través de mensajes, correos electrónicos, cartas y whatsapps, que los dos amantes se escriben compulsivamente  para estar seguros de sus sentimientos. Así, la historia de seducción, que  empieza como un juego atrevido y disparatado que sortea con humor cualquier inconveniente, acaba convirtiéndose en una desgarrada historia de amor que dará su verdadera medida en cuanto aparezca no sólo un novio anterior sino también un inesperado compromiso matrimonial. De la alegre despreocupación y los hilarantes enredos iniciales, se pasa a los vínculos profundos, la pasión dolorosa, que sobresale en medio de la maledicencia y las trampas de los envidiosos. Y que obliga a uno de los amantes a tener que elegir entre la vida conyugal, familiar y segura, y la pasión clandestina y adúltera.


—Es que es guapísimo —le había dicho yo a Tino Vila.
Después de haber admirado el paso de la Virgen de la Mise­ricordia por ese recodo de la cuesta del Oratorio que año tras año resulta tan fotogénico, Tino Vila, su eterno novio Manolo Pisuerga —un dramaturgo de tercera regional que no había es­trenado en su vida nada decente, y que se estrelló como de costumbre, contra crítica y público, con lo último indecente que estrenó— y yo habíamos cenado en un absurdo restaurante de carretera para evitar, un día como aquél, las aglomeraciones de El Caladero, la zona de los renombrados restaurantes de la ciu­dad, y Manolo Pisuerga, convertido de manera asombrosa en todo un experto en teléfonos móviles, había encontrado en su iPhone la página web del Ayuntamiento, con todos los compo­nentes de la corporación municipal bien identificados, cada uno de ellos con su foto correspondiente. Allí aparecía Víctor Ramí­rez, moreno, delgado, con aquella cara de rasgos deliciosos, con aquella sonrisa encantadora, perfecta, con aquellos labios espon­josos y maravillosamente dibujados que besaban como besan los dioses, que era lo que por lo visto decía la Bipolar, todo él frondosa desesperación. A los postres, llegó el mensaje de Víctor Ramírez.
—Ahora mismo te llevamos a tu casa —me dijo Tino Vila, porque yo no conduzco y estaba a merced de lo que ellos qui­sieran hacer conmigo—. Si fuera un marinerito del barrio, no tardaba ni cinco minutos en dejarte con él, pero ¿quién se ha creído que es ese renacuajo ambicioso, metido a político de medio pelo, para pensar que vas a dejar de golpe lo que estés haciendo y la compañía que tengas, y que saldrás corriendo, con el culo en pompa, a tomarte una cerveza con él? A ver si te das a ti mismo la importancia que tienes, guapa.
Pero yo no tenía ni el más mínimo interés en darme impor­tancia, ni en defender mi dignidad, ni en imponer mi orgullo, ni en respetarme a mí mismo. Las zarandajas en cuestión sólo sirven, cuando hay por medio chicos guapos y seductores, para pasarlo mal, y yo odio pasarlo mal. Así que toda la batería de advertencias y admoniciones de Tino Vila, a quien su nada dis­tinguido círculo de amigos llamaba con mucha guasa la Emba­jadora, estaba destinada a caer en saco roto.
Y sin embargo, tardé más de una semana en verme cara a cara con Víctor Ramírez.
—Es que insistías tanto, niño... Es que hasta empezaste a darte por ofendido porque yo te ponía una excusa detrás de otra —le dije a Víctor, meses después—. Y, la verdad, yo me decía ¿pero quién se habrá pensado este niñato que es?
Mentira. Eso era mentira. Eso era lo que fue diciendo tam­bién por ahí la Bipolar, porque se lo había dicho la Embajadora. Fue diciendo que yo había calado al concejalito de marras y lo estaba toreando por verónicas y por manoletinas, pero era men­tira. Yo estaba que me subía por las paredes, me moría de ganas de verme por fin con Víctor Ramírez, pero durante esa segunda quincena de agosto tenía compromisos que me sentía incapaz de cancelar, y llegué a temer que el chico se cansara de insistir, que acabara por mandarme al guano, que sacase de mí una im­presión pésima y que terminara por decirle a la Bipolar: «Ernes­to Méndez es un imbécil».
Su segundo mensaje, a la mañana siguiente, fue: «Ernesto, estoy muy feliz de haber podido contactar contigo. No sé si dispones de un momento para que tengamos la reunión de la que te hablé. Podría ser en la delegación, o en plan informal, tomando una cerveza. Yo me adapto. Un saludo».
Horrorizado ante la eventualidad de verle en su despacho municipal, separados por una mesa de trabajo municipal, en un ambiente municipal, con un planteamiento, un nudo y un des­enlace exclusivamente municipales, enseguida le contesté:
«En plan informal, por favor, y con esa cerveza».
«¿Cuándo? ¿Esta noche?»
No daba tregua.
«Hoy no puedo, Víctor, lo siento. Tengo un compromiso familiar. Y mañana he quedado en ir a Rota, me espera allí un acto literario. Pero pasado mañana hablamos sin falta. Un abrazo.»
Me pareció atinado pasar del saludo al abrazo, aunque de­masiado pronto para llegar al beso. Era imprescindible, eso sí, que Víctor Ramírez notase mi cordialidad, mi excelente dispo­sición a encontrarme con él, a salir disparado a aquella reunión informal que me proponía, lanzado a su encuentro como un chihuahua supersónico en cuanto mi dichosa agenda me lo per­mitiese. Porque lo que le había dicho era cierto, tenía el com­promiso de sacar a cenar a mi madre ese día, y el día siguiente debía presentar mi última novela, publicada en abril de ese año, en un ciclo literario organizado por la biblioteca municipal de Rota, y yo veía de pronto, espantado, el insistente interés de Víc­tor Ramírez disolviéndose como se disuelve una pesadilla en cuanto uno se despierta, perdido en el aburrimiento, el cansan­cio, la frustración, el resentimiento por mi aparente desdén. Por eso, aunque había quedado en que hablaríamos dos días des­pués, decidí que no me convenía en absoluto esperar tanto, que el día siguiente por la mañana, a una hora razonable, le manda­ría un mensaje lo bastante explícito como para que no le cupie­ra la menor duda de que, a pesar de los contratiempos, me tenía en el bote. Pero Víctor Ramírez se me adelantó. Por la mañana, a una hora nada razonable —apenas pasadas las ocho—, me envió un mensaje que decía: «Ayer me dijiste que vas a Rota esta tarde. ¿Tienes cómo ir? Si quieres me paso por ti y te llevo en mi coche, o si prefieres te lo presto, de veras que no es ningún trastorno. Dime algo. Besote».

Huesos en el jardín de Henning Mankell

NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Serie Wallander
Octubre 2013
Andanzas CA 816
ISBN: 978-84-8383-745-0
País edición: España
192 pág.
16,35 € (IVA no incluido)

Un domingo de octubre de 2002, un Kurt Wallander agotado después de una intensa semana de trabajo va a visitar la que podría ser la casa de sus sueños, en las afueras de Löderup. Mientras deambula a solas por el jardín de la finca, rumiando si comprarla o no, tropieza con algo semioculto entre la hierba. Para su sorpresa, son los huesos de una mano. Esa misma noche, cuando los técnicos encienden sus focos y cavan alrededor, sale a la luz un cadáver que, según los forenses, lleva más de cincuenta años bajo tierra. Poco antes de Navidad, y pese a los recortes presupuestarios en la policía de Escania, el inspector Wallander, junto con sus colegas Martinsson y Stefan Lindman (el protagonista de El retorno del profesor de baile), sigue investigando lo que parece ser un asesinato muy antiguo. Pero ¿es posible esclarecer un crimen cometido tanto tiempo atrás? Cuando ya está a punto de darse por vencido, Wallander regresa al jardín de la que pudo haber sido su casa. Y algo despierta en él nuevas sospechas que se convertirán en un nuevo hallazgo.


Wallander llevaba muchos años pensando que, a estas alturas de la vida, lo que quería era dejar el apartamento de Mariagatan, en el centro de Ystad. Quería irse a vivir al campo, quería tener un perro. Tras la muerte de su padre, unos años atrás, y cuando Linda se independizó, había empezado a sentir una necesidad creciente de cambiar radicalmente de vida. En más de una ocasión había ido a ver algunas de las casas que las inmobiliarias tenían a la venta. Sin embargo, no encontraba la casa adecuada. En alguna de esas visitas tuvo la sensación de que la vivienda en cuestión era casi lo que buscaba, pero el precio estaba fuera de su alcance. Su salario y sus ahorros no se lo permitían. Un policía jamás podía ahorrar grandes sumas de dinero.
—¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy. Dime más.
—Ahora mismo no puedo. Al parecer, esta noche se ha cometido un robo en los grandes almacenes Åhléns. Pero si te pasas por aquí, te doy más detalles. Incluso tengo las llaves.
Martinsson se despidió. Linda entró en la cocina y se sirvió una taza de café. Lo interrogó con la mirada y le sirvió otra a él. Luego, los dos se sentaron a la mesa.
—¿Tienes que ir a trabajar?
—No.
—Entonces, ¿qué quería?
—Enseñarme una casa.
—Pero... si él vive en una casa adosada... y tú quieres vivir en el campo, ¿no?
—Es que no me escuchas cuando te hablo. Quiere enseñarme una casa. No su casa.
—¿Y qué casa es?
—No lo sé. ¿Quieres acompañarme?
Linda negó con la cabeza.
—Tengo otros planes.
Wallander no preguntó qué planes eran aquéllos. Sabía que, en esas cuestiones, su hija se parecía a él. No daba más explicaciones de las necesarias. Y si la pregunta no se formulaba, tampoco había que responderla.

La daga y la dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo de Juan Avilés Farré

HISTORIA (NF). Historia social
Octubre 2013
Tiempo de Memoria TM 98
ISBN: 978-84-8383-753-5
País edición: España
424 pág.
22,11 € (IVA no incluido)

Desde sus orígenes, el anarquismo ha representado la realización de un ideal de libertad e independencia, el sueño de un mundo igualitario, liberado de toda forma de poder y coacción. Una utopía quizá, pero una bella utopía. Sin embargo, la historia real del anarquismo ha estado ligada a la práctica de una forma extrema de coacción: la violencia, a veces indiscriminada, contra las personas. Juan Avilés explora cómo algunos anarquistas dedujeron del principio de la libertad la legitimidad para cometer atentados, y con ello se convirtieron en pioneros de ese tipo de violencia que hoy llamamos terrorismo.
Asimismo, La daga y la dinamita narra la romántica apelación de Bakunin a la destrucción revolucionaria del orden social existente, relata la espiral de asesinatos masivos que ensombrecieron la política europea y norteamericana en el último tercio del siglo xix, y concluye con los atentados que ensangrentaron las calles de París y Barcelona, como la célebre bomba del Liceo, al tiempo que explica por qué España fue uno de los países donde más se afianzó la ideología anarquista.


La deriva hacia el terrorismo en Rusia no se produjo tan sólo por la intransigencia del Estado. No menos importante fue la escasa acogida que el mensaje revolucionario de los jóvenes universitarios radicales encontró inicialmente entre quienes eran sus principales destinatarios, los campesinos. Esto se vio con el fracaso de la «marcha hacia el pueblo» de la primavera de 1874, cuando miles de universitarios se desplazaron a las aldeas para promover el socialismo, encontrándose con un campesinado más dispuesto a denunciarlos que a seguir sus consignas. Esta decepción resultó crucial para que los fundadores de Naródnaya Volia, provenientes en su mayoría de las familias cultas y acomodadas que solían enviar a sus hijos a la universidad, optaran por el terrorismo. En 1877 fueron procesados casi doscientos responsables de la marcha hacia el pueblo y al año siguiente comenzó la campaña terrorista, así es que estamos ante un caso en que la opción por el terrorismo respondió a la debilidad estratégica de unos revolucionarios incapaces de generar una movilización popular en favor de sus objetivos. El proyecto de los narodniki se basaba en que los atentados terroristas selectivos iban a desmoralizar a los cuadros dirigentes del régimen y a incitar a los campesinos a la rebelión, pero la campaña se mantuvo incluso después de que se hubiera demostrado que ambos objetivos resultaban quiméricos. Los atentados en sí mismos terminaron, pues, convirtiéndose en el verdadero objetivo, de acuerdo con esa inercia de las organizaciones que antes hemos mencionado.
A mediados de los años ochenta del siglo xix la represión había acabado prácticamente con la actividad terrorista, cuyo principal legado fue un endurecimiento del régimen. De acuerdo con una pauta que en el futuro iba a repetirse en otros casos, el círculo vicioso de provocación terrorista y represión estatal indiscriminada hizo más difícil la liberalización del país. Y el ejemplo glorioso de los héroes y heroínas que habían dado su vida por la revolución no cayó en el olvido, demostrando que el viejo adagio según el cual la sangre de los mártires es semilla de cristianos resulta válido también en el caso de los revolucionarios.
Aquellas semillas fructificaron en 1902, cuando el Partido Socialista Revolucionario, integrado en la Internacional Socialista, lanzó una nueva campaña de atentados terroristas, cuya dirección corrió a cargo de una rama especial del partido, la Organización de Combate, que mostró una eficacia mortífera. A partir de 1905 sus atentados confluyeron en una oleada insurreccional de amplias dimensiones, pero a la altura de 1908 el régimen zarista había derrotado también a la nueva generación terrorista. A diferencia de los narodniki de veinte años antes, los militantes del Partido Socialista Revolucionario no procedían en su mayoría de familias de la elite, pues en el momento más agudo de la lucha sólo un tercio de ellos eran estudiantes o intelectuales. Pero, al igual que sus predecesores, defendían una ética del sacrificio. Se hizo famoso el caso de Dora Brilliant, quien al saber que finalmente habían conseguido asesinar al gran duque Sergio, rompió a llorar, exclamando que ella quería morir, no matar. En 1949 Albert Camus la convirtió en la heroína de su obra de teatro Los justos, que dramatiza los conflictos morales que surgen en un grupo de terroristas, planteando la tesis de que el asesino redime su crimen al pagar con su propia vida. «Si no muriera», afirma el personaje que acaba de matar al gran duque, «entonces sí que sería un asesino.»
Estamos, pues, ante un misticismo laico de la muerte. El asesinato a traición no parece un gesto muy noble y el significado actual de las palabras sicario y asesino es una prueba del escaso aprecio en que habitualmente se ha tenido a quienes lo practican, pero los terroristas rusos de hace un siglo lograron transmitir a la posteridad una imagen heroica. En realidad, el principal efecto de sus acciones parece haber sido el de hacer más difícil una liberalización del régimen zarista y en ese sentido contribuyeron a preparar la revolución de 1917, que no les benefició a ellos sino a los leninistas.
Boris Savinkov, miembro destacado de la Organización de Combate del Partido Socialista Revolucionario y autor de talento, había escrito una curiosa novela, El caballo amarillo, que presenta como el diario de un terrorista. Una de sus escenas muestra el significado que para entonces había adquirido en Europa el término anarquista, cuando un compañero de organización le comenta al protagonista que estaría dispuesto a tirar una bomba a un grupo de burgueses bien vestidos, por el solo hecho de serlo, a lo que aquél le responde: «Eso es anarquismo». Es decir, que, frente a la concepción estratégica del terrorismo social revolucionario ruso, que perseguía unos determinados objetivos políticos, los anarquistas eran tenidos como impulsores de una violencia indiscriminada contra una sociedad que repudiaban. Pero a su vez el mismo protagonista de la novela, a quien podemos imaginar como el trasunto de su autor, mostraba también síntomas de esa deriva hacia esa inercia destructiva que termina por prescindir de todo objetivo que no sea la violencia por sí misma: «Toda mi vida es un combate. No puedo no luchar. Pero en nombre de qué lucho, no lo sé. Y me gusta así».


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