T.
C. Boyle
Las
mujeres
Esa
noche, ya tarde, en su habitación, intentaba ignorar los sonidos de la calle de
abajo, demasiado agotada para leer, pero también demasiado azuzada por sus
pensamientos como para dormir. En la
habitación de arriba había alguien que no paraba de andar de un lado a otro. En
las paredes se oían extraños golpes, una mezcolanza de voces que murmuraban en
alguna parte, el eterno suplicio mecánico del ascensor al fondo del pasillo…
¿Y qué hacía la operadora?, ¿es que estaba tocando los cables con un arco de crin solo para llamar su atención? ¿Se trataba de un complot? Por lo demás, pese a que había dejado de fumar —casi del todo, porque Frank nunca lo había aprobado—, esa noche fumó, y bien que fumó. Se levantó entonces de la cama y fue a la ventana pensando que un poco de aire fresco le haría bien.
¿Y qué hacía la operadora?, ¿es que estaba tocando los cables con un arco de crin solo para llamar su atención? ¿Se trataba de un complot? Por lo demás, pese a que había dejado de fumar —casi del todo, porque Frank nunca lo había aprobado—, esa noche fumó, y bien que fumó. Se levantó entonces de la cama y fue a la ventana pensando que un poco de aire fresco le haría bien.
Pasó
un buen rato ante la ventana abierta, indiferente al frío, a los coches y a los
caminos de reparto, que tecleaban un código secreto a sus pies en un idioma de
chirridos y traqueteos, y al penetrante sonido de los motores en su trajín con
las marchas, y luego siguió el diluvio del tranvía, que regaba toda la avenida
como un maremoto. Clanc, bang, adelante. Volvió a refugiarse en el consuelo de
la jeringa por segunda vez en la noche, dejando la ventana abierta tras de sí
para ir al baño, donde le esperaba el kit. En los últimos días había ido
incrementando gradualmente la dosis habitual, y conocía el peligro, pero se
sentía tan débil, tan rota y desgarrada que no podía evitarlo.
Se
sentó en el borde de la cama y se subió la bata para inyectarse en la parte
alta del muslo derecho, para que no se le viese la marca —la tache—. Y en eso
también era cuidadosa, pero que en París había conocido a muchas mujeres a las
que les habían saldo úlceras por no poner cuidado e inyectarse repetidamente en
su sitio favorito, seres de costumbres, con agujas romas por el uso y la carne
purulenta como una fruta podrida. Esa noche, sin embargo, necesitaba consuelo,
porque estaba siendo terrible. Cuando había gritado ante esos hombres
suspicaces, con sus libretas manoseadas y sus lápices temblorosos, que quería
que le devolviesen a su marido, a Frank, a su hombre, su amor, no sabía bien lo
que se decía, pero en algún punto de su interior supo que era cierto: al fin y
al cabo, era su marido, y habían estado enamorados todos esos años, con una
pasión ardiente, aferrados el uno al otro en las noches sudorosas de Tokio, en
la claridad reseca de Los Ángeles, en la casa de hielo de Wisconsin. Se había
portado bien con ella y había llegado a comprenderla, y sus temperamentos
casaban a la perfección: eran ambos artistas, unidos en el desafío del mundo y
de sus convenciones.
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