martes, 11 de junio de 2013

Novedades, junio de 2013: Caballo de Troya



Retrato con fondo rojo de Jesús Felipe Martínez

Temática: FICCIÓN MODERNA Y CONTEMPORÁNEA
ISBN: 9788415451198
Formato: TAPA BLANDA CON SOBRECUBIERTA
páginas: 464

Ya sabemos que una cosa es el narrador y otra cosa el yo del autor, pero lo que no está tan claro es la condición real o ficticia desde la que habla ese narrador que toma la voz y se nombra en plan retrato, memoria, herencia, crónica, acusación o prueba de descargo, que algo así es lo que viene a suceder en este Retrato con fondo rojo, en el que el yo personal y propio de un militante antifranquista alcanza a ser memoria de una generación y de una época.

¿Qué quiere este libro de nosotros? ¿Cantar la cólera de Aquiles? ¿Ser crónica de una muerte anunciada? ¿Recordarnos aquello del ubi sunt las indignaciones de antaño? ¿O acaso pretende, qué ingenuo, que nosotros, tan posmodernos, nos manchemos las manos y emitamos un juicio final sobre una generación que vivió la llegada de la píldora anticonceptiva, la tele en blanco y negro, y vio morir a Franco en su cama mientras sonaba aquella canción de adelante hombre del seiscientos la carretera nacional es tuya?

¡Señor! ¡Señor! ¡La de cosas que hemos visto!


La escuela
Poco antes de cumplir los siete años mis padres cayeron en la cuenta de que debían escolarizarme y en el mes de febrero me llevaron a un grupo escolar situado en el paseo de Linarejos. Se trataba de un edificio alargado, de dos pisos, con amplios ventanales y fachada en la que se alternaba el blanco de la piedra con el rojo del ladrillo. Al igual que en el muro que separaba nuestras Casillas del paso de Linarejos, unas grandes pilastras actuaban como contrafuertes. Algunos plátanos de Indias y palmeras rodeaban el edificio escolar, con un agradable contrapunto de colores y formas. No sé si estas escuelas habían sido construidas por el mismo arquitecto del muro y de la estación de Madrid, o si las similitudes de sus trazas respectivas se debían a influencias arquitectónicas. En todo caso la estación de ferrocarril, situada enfrente, al otro lado del paseo, respondía al estilo de todos esos edificios alzados a finales del siglo XIX, y en este caso con la alternancia de franjas blancas y rojas en la fachada y los grandes ventanales del colegio.
De los cuatro meses pasados en aquella escuela recuerdo que la señorita (morena, con moño, piernas varicosas y un culo que arrastraba con dificultad por el aula) nos hacía cantar las tablas aritméticas, y tonadillas religiosas del estilo de Con flores a María, o copiar en nuestras pizarritas las frases silabeadas, o acabar las sumas y restas que ella había escrito en el encerado. Cuando concluíamos los deberes y le llevábamos nuestra obra, raramente se mostraba satisfecha. Antes bien solía obligarnos a borrar la pizarra entre pescozones para finalizar con un pellizco retorcido que duraba el tiempo de su amenaza: «La próxima vez la vas a borrar con la lengua, desgraciado ignorante, que sois todos unos pobres ignorantes como vuestros padres, zoquetes, más que zoquetes». Yo me erigía en blanco especial de sus iras, por cuanto de los números y letras sólo conocía lo que mamá, en los escasísimos paréntesis que le dejaban sus multiples labores, iba escribiendo haciéndome reconocer cifras y caracteres del alfabeto con paciencia infinita y humedeciendo el lápiz con la lengua para que resaltasen más sobre el papel de envolver de estraza.
Durante ese largo verano linarense Lilí me enseñó a leer, a escribir, y la suma y la resta, así que cuando, al curso siguiente, fui a la escuela de don Andrés, tenía una base más sólida que la de muchos de mis compañeros, aunque estos llevasen ya uno o dos años teóricamente escolarizados.
Y digo teóricamente porque, salvo para un reducido grupo de alumnos, las ausencias resultaban más frecuentes que las presencias. A la ayuda en las labores campesinas, las gripes y otras enfermedades, se unían los muchos mandaos que debían hacer por las mañanas porque sus madres estaban ocupadas con la casa y los bebés, y, sobre todo, la sugerencia de cualquier camarada camino de la escuela: «Cucha, hacemos rabona y nos vamos a pajarillos. No veas qué hormigas de ala cogí ayer».
También yo comenzaba a hacer algunos recados, sobre todo ir a comprar a una tienda de ultramarinos situada al comienzo del paseo, casa de Sarmiento, se trataba de un espacioso salón divido por un largo mostrador de madera con cajones. Sobre el mostrador reposaban una rema de papeles de estraza para envolver, dos grandes frascos con caramelos, los botes de sal y azúcar, un cajoncito con pimentón, la espeluznante guillotina de cortar el bacalao y la balanza de dos platillos de bronce con las pesas de hierro. Además, en este mostrador estaban clavados el molinillo de café, rojo, con una forma que recordaba un embudo y unos aromas que case me embriagaban, y la máquina niquelada para sacar aceite, una bomba alargada con una manivela que el dependiente iba girando hasta llenar el recipiente aportado por el cliente con aquel líquido verde oliva de olor algo carrasposo. Pocas eran las veces que yo llevaba aceite de esta tienda, pues papá solía traerlo de sus viajes mucho más barato y mamá lo estiraba friéndolo y refriéndolo cuantas veces resultaba culinariamente posible a uno y otro lado del mostrador había sacos con patatas y legumbres, cestos con frutas y la gran caja redonda de las sardinas arenques que yo le había pedido que me guardase, una vez vacía, para hacer una plaza de toros. Pero el coso o bien no se vació antes de que nos mudásemos de casa o bien el dueño de la tienda había decidido darle otra utilidad, así que nunca puede realizar esta obra. Detrás del mostrador toda la pared estaba cubierta por estantes formando cajoncitos forrados de papel donde se distribuían los variados productos de este colmado. Cuando terminaba mi compra, yo recitaba de manera formularia el «apúntamelo, que ya se lo pagará mi madre», mientras el señor Sarmiento iba trasladando a un grueso cuaderno la relación y precio de los productos adquiridos. A principios de mes mamá vendría a liquidar la cuenta y se quedaría casi sin dinero para los gastos venideros con lo cual se volvería a recurrir al fiado.

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