Retrato con fondo rojo de Jesús Felipe Martínez
Temática: FICCIÓN MODERNA Y
CONTEMPORÁNEA
ISBN: 9788415451198
ISBN: 9788415451198
Formato: TAPA BLANDA CON
SOBRECUBIERTA
páginas: 464
páginas: 464
Ya sabemos que una cosa
es el narrador y otra cosa el yo del autor, pero lo que no está tan claro es la
condición real o ficticia desde la que habla ese narrador que toma la voz y se
nombra en plan retrato, memoria, herencia, crónica, acusación o prueba de
descargo, que algo así es lo que viene a suceder en este Retrato con fondo
rojo, en el que el yo personal y propio de un militante antifranquista alcanza
a ser memoria de una generación y de una época.
¿Qué quiere este libro de nosotros? ¿Cantar la cólera de Aquiles? ¿Ser crónica de una muerte anunciada? ¿Recordarnos aquello del ubi sunt las indignaciones de antaño? ¿O acaso pretende, qué ingenuo, que nosotros, tan posmodernos, nos manchemos las manos y emitamos un juicio final sobre una generación que vivió la llegada de la píldora anticonceptiva, la tele en blanco y negro, y vio morir a Franco en su cama mientras sonaba aquella canción de adelante hombre del seiscientos la carretera nacional es tuya?
¡Señor! ¡Señor! ¡La de cosas que hemos visto!
¿Qué quiere este libro de nosotros? ¿Cantar la cólera de Aquiles? ¿Ser crónica de una muerte anunciada? ¿Recordarnos aquello del ubi sunt las indignaciones de antaño? ¿O acaso pretende, qué ingenuo, que nosotros, tan posmodernos, nos manchemos las manos y emitamos un juicio final sobre una generación que vivió la llegada de la píldora anticonceptiva, la tele en blanco y negro, y vio morir a Franco en su cama mientras sonaba aquella canción de adelante hombre del seiscientos la carretera nacional es tuya?
¡Señor! ¡Señor! ¡La de cosas que hemos visto!
La
escuela
Poco
antes de cumplir los siete años mis padres cayeron en la cuenta de que debían
escolarizarme y en el mes de febrero me llevaron a un grupo escolar situado en
el paseo de Linarejos. Se trataba de un edificio alargado, de dos pisos, con
amplios ventanales y fachada en la que se alternaba el blanco de la piedra con
el rojo del ladrillo. Al igual que en el muro que separaba nuestras Casillas
del paso de Linarejos, unas grandes pilastras actuaban como contrafuertes. Algunos
plátanos de Indias y palmeras rodeaban el edificio escolar, con un agradable
contrapunto de colores y formas. No sé si estas escuelas habían sido
construidas por el mismo arquitecto del muro y de la estación de Madrid, o si
las similitudes de sus trazas respectivas se debían a influencias arquitectónicas.
En todo caso la estación de ferrocarril, situada enfrente, al otro lado del
paseo, respondía al estilo de todos esos edificios alzados a finales del siglo
XIX, y en este caso con la alternancia de franjas blancas y rojas en la fachada
y los grandes ventanales del colegio.
De
los cuatro meses pasados en aquella escuela recuerdo que la señorita (morena,
con moño, piernas varicosas y un culo que arrastraba con dificultad por el aula)
nos hacía cantar las tablas aritméticas, y tonadillas religiosas del estilo de
Con flores a María, o copiar en nuestras pizarritas las frases silabeadas, o
acabar las sumas y restas que ella había escrito en el encerado. Cuando concluíamos
los deberes y le llevábamos nuestra obra, raramente se mostraba satisfecha. Antes
bien solía obligarnos a borrar la pizarra entre pescozones para finalizar con
un pellizco retorcido que duraba el tiempo de su amenaza: «La próxima vez la
vas a borrar con la lengua, desgraciado ignorante, que sois todos unos pobres
ignorantes como vuestros padres, zoquetes, más que zoquetes». Yo me erigía en
blanco especial de sus iras, por cuanto de los números y letras sólo conocía lo
que mamá, en los escasísimos paréntesis que le dejaban sus multiples labores,
iba escribiendo haciéndome reconocer cifras y caracteres del alfabeto con
paciencia infinita y humedeciendo el lápiz con la lengua para que resaltasen
más sobre el papel de envolver de estraza.
Durante
ese largo verano linarense Lilí me enseñó a leer, a escribir, y la suma y la
resta, así que cuando, al curso siguiente, fui a la escuela de don Andrés, tenía
una base más sólida que la de muchos de mis compañeros, aunque estos llevasen
ya uno o dos años teóricamente escolarizados.
Y
digo teóricamente porque, salvo para un reducido grupo de alumnos, las
ausencias resultaban más frecuentes que las presencias. A la ayuda en las labores
campesinas, las gripes y otras enfermedades, se unían los muchos mandaos que
debían hacer por las mañanas porque sus madres estaban ocupadas con la casa y
los bebés, y, sobre todo, la sugerencia de cualquier camarada camino de la
escuela: «Cucha, hacemos rabona y nos vamos a pajarillos. No veas qué hormigas
de ala cogí ayer».
También yo comenzaba a hacer algunos recados,
sobre todo ir a comprar a una tienda de ultramarinos situada al comienzo del
paseo, casa de Sarmiento, se trataba de un espacioso salón divido por un largo
mostrador de madera con cajones. Sobre el mostrador reposaban una rema de
papeles de estraza para envolver, dos grandes frascos con caramelos, los botes
de sal y azúcar, un cajoncito con pimentón, la espeluznante guillotina de
cortar el bacalao y la balanza de dos platillos de bronce con las pesas de hierro.
Además, en este mostrador estaban clavados el molinillo de café, rojo, con una
forma que recordaba un embudo y unos aromas que case me embriagaban, y la
máquina niquelada para sacar aceite, una bomba alargada con una manivela que el
dependiente iba girando hasta llenar el recipiente aportado por el cliente con
aquel líquido verde oliva de olor algo carrasposo. Pocas eran las veces que yo
llevaba aceite de esta tienda, pues papá solía traerlo de sus viajes mucho más
barato y mamá lo estiraba friéndolo y refriéndolo cuantas veces resultaba
culinariamente posible a uno y otro lado del mostrador había sacos con patatas
y legumbres, cestos con frutas y la gran caja redonda de las sardinas arenques
que yo le había pedido que me guardase, una vez vacía, para hacer una plaza de
toros. Pero el coso o bien no se vació antes de que nos mudásemos de casa o
bien el dueño de la tienda había decidido darle otra utilidad, así que nunca
puede realizar esta obra. Detrás del mostrador toda la pared estaba cubierta
por estantes formando cajoncitos forrados de papel donde se distribuían los variados
productos de este colmado. Cuando terminaba mi compra, yo recitaba de manera
formularia el «apúntamelo, que ya se lo pagará mi madre», mientras el señor
Sarmiento iba trasladando a un grueso cuaderno la relación y precio de los productos
adquiridos. A principios de mes mamá vendría a liquidar la cuenta y se quedaría
casi sin dinero para los gastos venideros con lo cual se volvería a recurrir al
fiado.
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