«Su
obra incide además en la hondura y la brillantez con que ha narrado fragmentos
relevantes de la historia de su país, episodios cruciales del mundo
contemporáneo y aspectos significativos de su experiencia personal»
Estas son las palabras del director de la Real Academia Española, Jose Manuel
Bleca. El escritor ha sido ganador del prestigioso premio que no se concedía a
un autor español desde 1998.
El capitán Nemo y Julio
Verne fueron los responsables de que a los doce años decidiera en su cabeza la
idea de ser escritor. Corría el año 1968, y Antonio, Antonio Muñoz Molina,
jiennense de Úbeda en 1956, ya dedicaba buena parte de su tiempo a la lectura.
Mark Twain, Stevenson, Agatha Christie, Dumas… poblaban las horas de aquel chico
hijo de una familia muy humilde. Su padre se dedicaba a las labores del campo y
su madre a cuidar de su hogar. Ha sido el miembro de la Real Academia Española
más joven en acceder a la misma, lo hizo con 39 años. Desde hace tiempo,
alterna su vida entre Madrid y Nueva York, junto a su esposa, la escritora
Elvira Lindo que expresaba de esta forma
por el premio: «Mi santo se ha llevado el
de Las Letras. Le ha ganado el pulso al mismísimo Murakami y se ha convertido
en el sucesor de Philip Roth» –con quién se casó en 1994– y con la compañía
por relevos de sus cuatro hijos, ya crecidos, Antonio, Arturo, Elena y Miguel.
«Una
persecución del fugitivo momento en que el recuerdo se trueca en deslumbradora
certeza estética». Así define Molina su literatura y la
manera en que la concibe, vive y entiende. Según sus propias palabras, «la literatura es mi afición y mi
trabajo, pero no creo que sea lo más importante de la vida, ni mucho menos que
se baste para darle sentido. Más que la literatura me importa el bienestar de
las personas que quiero. Creo que el escritor continúa el oficio inmemorial de
los narradores de cuentos, que daban forma mediante relatos orales a la
experiencia compartida del mundo. Contar y escuchar historias no es un
capricho, ni una sofisticación intelectual: es un rasgo universal de la condición
humana, que está en todas las sociedades y arranca en la primera edad de la
vida».
Los Premios Príncipe de
Asturias están dotados, cada uno de ellos, con una escultura de Joan Miró –símbolo
representativo del galardón–, 50.000 euros, un diploma y una insignia. El acto
de entrega de los galardones se celebrará en octubre en el Teatro Campoamor de
la capital de Asturias, en una ceremonia con la asistencia de los Príncipes.
Extractos:
Le
daba miedo asomarse a la barandilla y ver pasar los coches y la gente a una
distancia de acantilado o de abismo. Había leído que aquel era el lugar que
preferían los suicidas de Madrid. Una pareja bien vestida y de edad madura que
pasaba se lo quedó mirando, y el hombre se inclinó para decirle algo en voz
baja a la mujer, que volvió la cabeza y lo examinó de arriba abajo con aire de
disgusto. ¿Tan mal aspecto tenía que lo tomaban por pordiosero sospechoso, por
un posible suicida? Buscó el peine, se humedeció el pelo con saliva y se peinó
a tientas, como pudo. Padecía el mismo desconsuelo que si llevara años en
Madrid. El día anterior, a esa misma hora, a las tres cero siete, él estaba
confortablemente en su casa, sentado junto a su madre en la mesa camilla,
viendo el Telediario mientras degustaba uno de sus potajes preferidos,
habichuelas con chorizo y arroz. Después de comer, mientras llegaba la hora de
regresar a El Sistema Métrico, solía adormecerse dulcemente en el sofá durante
cuarenta minutos, arrullado por el calor del brasero y de la digestión, oyendo
las voces cansinas de la telenovela que veía su madre. Su madre no se enteraba
nunca de los argumentos, en parte porque era algo sorda, y en parte también por
la extrema dificultad de aquéllos, de modo que lo sacudía con frecuencia para
preguntarle quién era hijo o padre o amante de quién. Lorencito entreabría los
ojos, miraba el televisor, decía, por ejemplo, “de Juan Gustavo”, y en menos de
un segundo volvía a dormirse, pero eso sí, despertaba como un reloj a las
cuatro y veinte, y a las cinco menos diez ya estaba peinado e impoluto en la
acera de la calle Trinidad, frente a la iglesia, esperando que abrieran El
Sistema Métrico, a donde no había llegado tarde ni una sola vez en treinta y un
años.
Casi
borradas por el ruido del tráfico las campanadas de las tres sonaron en una
torre próxima, y Lorencito Quesada, deshecho de cansancio y nostalgia, se
acordó del reloj de la plaza del General Orduña. Qué pintaba él en Madrid, cómo
iba a dar con el paradero de Matías Antequera o de la imagen del Cristo de la
Greña si no conocía a nadie, si cualquiera podía engañarlo, si no se atrevía ni
a cruzar un semáforo en verde por miedo a que se pusiera rojo cuando él
estuviera indefenso en mitad de la calzada. Apoyado aún en la barandilla del
Viaducto, consideró que podría describir su estado de ánimo diciendo que lo
asaltaban sombríos presagios. Y entonces ya no tuvo tiempo de pensar nada más:
una mano le tapó los ojos, otra le torció férreamente el brazo derecho contra
la espalda, una rodilla se le hincó en la columna vertebral, la ruidosa
respiración de una boca abierta le humedeció el cogote mientras él trataba en
vano de soltarse y sólo lograba que le crujieran las articulaciones del brazo
apresado. Sus pies se levantaban del suelo, su cuerpo se inclinaba en el vacío
sobre la barandilla, la mano que le tapaba los ojos estaba sudada y se escurrió
y cuando pudo abrirlos los volvió a cerrar apretando los párpados para no ver
el precipicio que parecía subir hacia él y atraparlo en el vértigo de una caída
vertical.
Los misterios de Madrid
/ Seix Barral (1992)
El
dramatismo, la densidad humana de las ventanas de Hopper, de Hitchcock y de
William Irish se convierte en poesía de la ausencia, del puro misterio de la
luz contra un fondo oscuro, en las acuarelas y los grabados recientes de Alex
Katz. No hay figuras, sólo rectángulos vacíos, huecos exactos de claridad sobre
la lisa superficie de los muros de un edificio, que se recorta a su vez contra
un cielo un poco más claro o un poco más sombrío, y que tiene la misma
sustancia plana que él, de forma sin volumen, de limpia extensión de negro, de
azul marino, de verde oscuro, con una delgadez de cartulinas recortadas y
pegadas, de papeles de seda de diversos matices. Las ventanas de Hopper están
vistas de cerca, tanto que casi se pueden distinguir bien las caras, aunque
siempre permanecen un poco borrosas, y se podría ver si alguien que parecía
estar abrazando a una mujer en realidad intenta estrangularla. Las ventanas de
Alex Katz son las de las casas que se ven a lo lejos desde la carretera, formas
oscuras entre la sombra de los árboles, faros de claridad que indican una
presencia humana invisible y ausente para quien mira desde lejos, de paso. Y
son también las ventanas remotas en los decorados de rascacielos de los
musicales de Broadway, y las que pueden verse de noche en los edificios que uno
mira desde el otro lado de Central Park, sobre la extensa negrura de las copas
de los árboles, a veces entre las ramas más altas que ha desnudado el invierno.
Aquí la lejanía ya se vuelve cósmica, porque esas luces brillando en medio de
la noche pertenecen a mundos que se nos antojan más distantes de nosotros que
las estrellas parpadeando con una claridad muy débil que ha debido viajar miles
de millones de años para alcanzar nuestras pupilas. Mucho antes de ver esas
ventanas luminosas en las noches sobre Central Park y en las acuarelas de Alex
Katz yo las había visto en una película que me sobresaltó la vida cuando tenía
catorce años, y que se me quedó en la memoria con la viveza y la vaguedad
gradual con que permanecen los recuerdos de las impresiones reales, que se
vuelven borrosos al mismo tiempo que se van filtrando hacia la inconsciencia,
de la que a veces los rescata fragmentariamente un sueño o una música. Sin que
nos diéramos mucha cuenta el vídeo cambió el cine al cambiar la forma en que se
recuerdan las películas. Veíamos una que nos gustaba mucho en el cine y quizás
volvíamos a verla al día siguiente, o nos quedábamos para verla de nuevo nada
más terminar, si era en uno de aquellos cines ya olvidados de sesión continua, pero
era muy difícil que a partir de entonces nos fuera posible verla alguna vez,
porque la mayor parte de las películas desaparecían. La rescatábamos si acaso,
por casualidad, en la televisión, pero en mi tierra de los dos canales que
había entonces en la única televisión oficial sólo uno podía verse, y en él no
ponían más de dos o tres películas a la semana, en blanco y negro, en el blanco
y negro que tenían todos los programas, que ha quedado en la memoria de muchos
de nosotros como el color de aquella época, el blanco y negro charolado de las
películas antiguas virando al gris ceniza de los noticiarios y de los discursos
de Franco.
Ventanas de Manhattan /
Seix Barral (2004)
No eran expertos en economía sino
en brujería. Les hemos creído no porque comprendiéramos lo que nos decían sino
porque no lo comprendíamos, y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad
sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de aterrada
reverencia. De toda aquella casta de adivinos y augures investidos de infalibilidad
científica por nuestra ignorancia, el sumo sacerdote era Alan Greenspan, que se
jubiló en enero de 2006 como presidente de la Reserva Federal rodeado por una
aclamación unánime. Ahora sabemos que eran los días de marea más alta en la
edad del delirio —cuando yo salía del metro y veía el edificio de Lehman
Brothers como una gran pantalla en la que se sucedían imágenes digitales de
atardeceres y de playas con rompientes coronados de espuma, cuando me citaban
constructores valencianos y teólogos de las finanzas, cuando la única condición
que parecía imprescindible para que no cesara nunca la prosperidad era que los
gobiernos renunciaran a regular los mercados financieros, privatizaran uno por
uno todos los servicios públicos—. Alan Greenspan era el sumo sacerdote de
aquella ortodoxia: con sus ojos pequeños y vivos tras los cristales de aumento
de unas gafas de montura anticuada, con su leyenda de sabiduría mantenida
durante casi veinte años y a lo largo de cuatro presidencias distintas; con sus
trajes oscuros y su expresión seria, la mirada inteligente perdida en el vacío,
oteando un porvenir tan próspero como el presente. Las palabras que usamos
dicen más que nosotros. Le llamaban el gurú, the wizard, el brujo. Unos años
antes el periodista Bob Woodward había escrito un libro adulatorio sobre él y
lo había titulado Maestro: como si fuera un gran director de orquesta, un
Karajan o un Furtwängler de la economía, alguien muy por encima de las falibles
inteligencias comunes. Movía litúrgicamente su manos pecosas de hombre viejo,
como un maestro cargado de sabiduría que no necesita la batuta y que parece
extraer la música del aire, no del esfuerzo disciplinado de los miembros de la
orquesta que se afanan a sus pies: Alan Greenspan, que había tocado el clarinete
cuando era joven junto a Stan Getz, que propugnaba la privatización de la
seguridad social americana, que había pertenecido al núcleo íntimo de
adoradores de la fanática profetisa del capitalismo más crudo Ayn Rand, que se
había negado a marcar ningún límite a las acrobacias financieras de Wall
Street; en enero de 2006 se jubiló cubierto de gloria en la Reserva Federal e
inmediatamente pasó a ejercer opulentas asesorías en empresas privadas.
Tan sólo unos meses más tarde la
burbuja económica americana empezaba a desmoronarse. En septiembre de 2008, en
los días apocalípticos en los que parecía a punto de repetirse el derrumbe de
1929, Alan Greenspan declaraba delante de una comisión del Senado. La
expresión, el traje, los ademanes, las gafas, la corbata negra, las palabras
murmuradas, el movimiento de las manos, todo se mantenía idéntico. Pero ahora
el brujo, el Maestro, el gurú, era un viejo que confesaba no entender nada de
lo que estaba sucediendo. Dijo literalmente encontrarse «in a state of shocked
disbelief»: en un estado de atónita incredulidad. Exactamente igual que
cualquiera de nosotros.
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