Mariano
Quirós
Tanto
correr
Como
soy corredor —mejor dicho, como salgo a correr con cierta asiduidad—, me dejo
atraer por libros que hablan del tema, de correr. Las biografías de algunos
maratonistas suelen ser interesantes; los maratonistas son hombres raros, gente
proclive a pasar sola mucho tiempo. Después de leer unas tres o cuatro de esas biografías,
me quedo, más que nada, con un detalle que las emparenta con el libro de Varela
y con los de los otros expresos: dicen los maratonistas que, al llegar a un
determinado tramo en la competencia —alrededor del kilómetro treinta de los
cuarenta y dos que comprende un maratón—, se atraviesa un umbral, se empiezan a
escuchar voces interiores de cuya existencia uno, al maratonista, hasta
entonces no había tenido noticia; son las voces del cuerpo, de cada músculo que
grita y que pide un descanso. El secreto, dicen los maratonistas, es atravesar
el umbral.
El corredor argentino Lázaro Echegaray, por ejemplo, que vivió su etapa de esplendor en los años sesenta, asegura —en un lenguaje entre lírico y místico— que atravesar ese umbral se parece mucho a una «disolución»; uno, el maratonista, «se disuelve» en la competencia. Su espíritu se funde con la naturaleza, con lo que hay alrededor; dice Echegaray que ya no importa tanto la competencia, ni siquiera importa llegar a la meta. Uno se olvida de sí mismo mientras corre. El cuerpo se hace a un lado. Incentivado en porcentajes iguales por los relatos de torturas y por los maratonistas, me proponga hacer el experimento y correr los cuarenta y dos kilómetros que demanda un maratón. Voy de a poco, como corresponde y como aconsejan los profesionales. De los diez kilómetros que corro habitualmente, paso a quince sin mayor problema; a la semana siguiente corro, por primera vez, veinte kilómetros de un tirón. Siento una primera, pero leve, punzada en las piernas, sobre todo una pequeña contractura en las pantorrillas; también una especie de rigidez en los talones, como si de pronto tuviera pie plano; las tetillas y las ingle se me paspan al contacto de la tela de la remera y del short.
El corredor argentino Lázaro Echegaray, por ejemplo, que vivió su etapa de esplendor en los años sesenta, asegura —en un lenguaje entre lírico y místico— que atravesar ese umbral se parece mucho a una «disolución»; uno, el maratonista, «se disuelve» en la competencia. Su espíritu se funde con la naturaleza, con lo que hay alrededor; dice Echegaray que ya no importa tanto la competencia, ni siquiera importa llegar a la meta. Uno se olvida de sí mismo mientras corre. El cuerpo se hace a un lado. Incentivado en porcentajes iguales por los relatos de torturas y por los maratonistas, me proponga hacer el experimento y correr los cuarenta y dos kilómetros que demanda un maratón. Voy de a poco, como corresponde y como aconsejan los profesionales. De los diez kilómetros que corro habitualmente, paso a quince sin mayor problema; a la semana siguiente corro, por primera vez, veinte kilómetros de un tirón. Siento una primera, pero leve, punzada en las piernas, sobre todo una pequeña contractura en las pantorrillas; también una especie de rigidez en los talones, como si de pronto tuviera pie plano; las tetillas y las ingle se me paspan al contacto de la tela de la remera y del short.
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