Las Bellas Extranjeras de Mircea Cărtărescu
Traducción
de Marian Ochoa de Eribe
ISBN: 978-84-15578-55-0
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 256
PVP: 19,95 €
Mircea Cărtărescu,
autor de las visionarias Nostalgia o Lulu, aborda tres relatos magistrales,
cargados de un humor amargo y brutal. El volumen se abre con «Ántrax», que
narra, en plena paranoia post-11-S, cómo el autor recibe un sospechoso sobre
desde Dinamarca, hecho que moviliza al kafkiano establishment policial rumano.
En «Las Bellas Extranjeras», indudable pièce de résistance del volumen, asistimos al delirante viaje del autor en compañía de once escritores rumanos a tierras francesas, un descenso a los infiernos que alcanza, por momentos, la grandeza de lo grotesco. En «El viaje del hambre», un joven Cărtărescu aspirante a poeta en la época previa a la caída del comunismo, es invitado por un grupo de escritores de una ciudad de provincias y se ve arrastrado a un sinfín de situaciones absurdas con el estómago vacío y muerto de frío.
En «Las Bellas Extranjeras», indudable pièce de résistance del volumen, asistimos al delirante viaje del autor en compañía de once escritores rumanos a tierras francesas, un descenso a los infiernos que alcanza, por momentos, la grandeza de lo grotesco. En «El viaje del hambre», un joven Cărtărescu aspirante a poeta en la época previa a la caída del comunismo, es invitado por un grupo de escritores de una ciudad de provincias y se ve arrastrado a un sinfín de situaciones absurdas con el estómago vacío y muerto de frío.
Hacia
la plaza Kogălniceanu el miedo pareció ceder un poco (al fin y al cabo, solo se
vive una vez) y empecé a preguntarme de nuevo quien habría podido enviarme a mi
desde Dinamarca un sobre lleno de ántrax. Me detuve bruscamente ante una tienda
de rosquillas y galletas. Estaba claro, tío... Apenas dos meses atrás, había
publicado un pequeño ensayo en una revista cultural danesa, hermana gemela de
la rumana en cuyas oficinas se había recibido el sobre. El itinerario estaba claro:
el loco (o más bien diríamos el asesino) había leído mis opiniones, de marcado
tono político, y había decidido que un individuo tan miserable no merecía
vivir. Llegue a casa taciturno y agitado. Le relate a Ioana, que acababa de volver
de las compras, todo lo acontecido aquella mañana. Mi relato seccionaba, con la
dureza del filo de un cuchillo, nuestra vida extremadamente banal de «married
with children». Acabábamos de entrar en otra dimensión. Respirábamos el aire
denso de la aventura.
—Pero,
hombre, ¿cómo se te ha ocurrido dejar el sobre tirado en la papelera? ¿Es que no
te das cuenta? Podría cogerlo cualquier vagabundo, o un crio curioso. Puede
ocurrir una desgracia… —me dijo Ioana mientras yo me lavaba las manos por
quinta vez—. !Y encima pone tu nombre!
No
lo había pensado. Al poco rato, lo único que teníamos claro era que había que
volver corriendo a Brezoianu para recuperar el sobre. Si es que no era ya
demasiado tarde… Busque una bolsa de plástico, encontré una de la editorial Humanitas,
nos aseguramos bien de que no tuviera agujeros, cogimos también un rollo de
cinta adhesiva y salimos a la calle. Llevaba incluso un par de guantes viejos
que pensaba sacrificar después de usarlos.
Esta
vez cogimos el trolebús, pues no había tiempo que perder. Tanto Ioana como yo estábamos
sumidos en un silencio apesadumbrado. Además, la mano con la que había sujetado
el sobre había empezado a picarme de nuevo. Al cabo de diez minutos estábamos
ya junto al Dacia oxidado tras el cual se ocultaba la papelera.
—¡Mira,
aquí está!
Introduje
la mano cuidadosamente en la basura y agarré, con los dedos enguantados, la
carta sobre la que nadie había arrojado nada (afortunadamente estábamos en
invierno, y era muy temprano). Una señora nos miraba con insistencia desde las
escaleras del edificio La Información: no dábamos el perfil de esos tan
aficionados a hurgar en los cubos de basura, pero nunca se sabe. Tal y como
están las cosas hoy en día… Debió de ver cómo depositábamos delicadamente el sobre
en la bolsa anaranjada, cómo pegábamos el borde con cinta adhesiva, cómo yo me quitaba
los guantes y los metía en otra bolsita. Ioana le lanzó una sonrisa de oreja a
oreja y ambos nos dimos la vuelta.
Pronto
estábamos de nuevo en casa, contemplando la bolsa sellada. La de los guantes
llevaba ya un buen rato en la basura. Toqueteábamos con cautela el plástico
reluciente y comentábamos: «Mira, aquí parece que hay algo acolchado… Esto parece
papel…» Seguramente el desgraciado nos habría escrito algo cínico, algún tipo
de amenaza de muerte: «En un par de horas estarás tieso…» O: «¡Prepárate para
arder en el infierno!» ¿Qué se supone que teníamos que hacer ahora? ¿Tirar simplemente
el sobre y olvidarlo todo? Y además, ¿dónde podíamos tirarlo? Al fin y al cabo,
acabarían abriéndolo en algún sitio. ¿Y cómo podría seguir viviendo con la idea
de que había sido atacado con ántrax? Además, aquello podía volver a suceder,
quién sabe cómo y cuándo… No, se trataba de algo extremadamente grave,
concluimos. Teníamos que ir con el sobre a la policía.
Reconozco
que no me había sucedido nada parecido en toda mi vida. Ahora avanzaba en la
historia con la inconsciencia sonadora con que te encaminas al quirófano,
cuando tienes el miedo metido en el cuerpo pero a la vez te invade una extraña
curiosidad, una especie de voluptuosidad por ser protagonista de algo
importante, significativo. !Me habían atacado con ántrax! !Iba con la prueba a
la policía! Nada comparable con la languidez de nuestra vida burguesa.
Probablemente aparecería en los periódicos, seguro que el cotarro se animaría durante
una buena temporada.
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