Haruki
Murakami
La
caza del carnero salvaje
Sacó
de su bolso una cinta negra para el pelo; la sujetó con la boca; se alzó la
cabellera con ambas manos y se la echó para atrás. Luego la rodeó con la cinta,
que anudó diestramente.
–¿Qué
tal?
Conteniendo
el aliento, me quedé mirándola asombrado.
Tenía
la boca reseca y no era capaz de articular sonido alguno. La blanca pared
estucada pareció ondularse por un instante. El bullicio de las conversaciones y
el roce de los cubiertos platos se
debilitaron hasta reducirse a un leve susurro para volver luego a su volumen
previo. Se oía un batir de olas, y me llegaba el aroma de tardes añoradas. No
obstante, todas y cada una de estas sensaciones no pasaron de ser una
pequeñísima parte de cuanto me conmovió en una simple centésima de segundo.
–¡Magnifico!
–musité al fin–. Das la impresión de no ser la misma persona.
–Exacto
–dijo.
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