Haruki
Murakami
La
caza del carnero salvaje
En
la foto aparecía un rebaño de carneros en medio de una pradera. En el límite de
la pradera se alzaba un bosque de abedules blancos. Eran gigantescos abedules
de Hokkaidô, no esos raquíticos abedules que cualquiera podía encontrar aquí en
su barrio, plantados como un parche a los lados de la puerta del dentista. Eran
abedules corpulentos, en los que cuatro osos a la vez hubieran podido afilar
sus garras. Dada la profusión de follaje, se diría que la foto había sido
tomada en primavera. En la cima de las montañas del horizonte aún quedaba
nieve, así como parcialmente en sus laderas. El mes sería abril o mayo. Tal vez
la época del deshielo, cuando el terreno es propenso a enfangarse. El cielo era
azul, o más bien sería probablemente azul, pues en una foto en blanco y negro
no se podía discernir con seguridad ese particular; también hubiera podido ser
rosáceo. Blancas nubes se cernían vaporosas sobre las montañas. Mirando las
cosas fríamente, por mucho que me devanara los sesos, no podía encontrar ningún
significado especial en aquella fotografía: el rebaño de carneros no era más
que un rebaño de carneros; y el bosque de abedules un bosque de abedules normal
y corriente; las nubes blancas eran simples nubes blancas. Eso era todo. Y
punto.
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