Mariana
de Marco, una jueza directa, sensual e intuitiva se embarca en un crucero de
lujo por el Nilo invitada por su amiga Julia, la cual trata disuadirla
constantemente de sus dotes detectivescas para que disfrute del tiempo libre,
allí se encontraran con personas influyentes, desde arquitectos hasta abogados,
todos ellos con sus esposas, familiares y amigos.
Carmen
Montesquinza, una mujer de unos sesenta años cuya elegancia natural y firmeza
hacen de ella una dama de carácter que llama la atención de la perspicaz jueza
provocando que se fije en ella desde el primer momento. Hasta que, tras un
escandaloso y provocador número de baile el cual atrae la atención de todos,
Carmen desaparece, sin motivo aparente. Mariana comenzará a investigar en
solitario para sacar a la luz una oscura trama familiar y financiera.
J.
M. Guelbenzu, firma con la que lubrica la saga de Mariana de Marco, llega su
sexta entrega, una novela trepidante que nos transporta a un viaje a través del
Nilo en el que la misteriosa desaparición supondrá un reto para su
protagonista. Con una narración precisa, cargada de detalles y con una historia
adictiva, con un bello telón de fondo que, incluso, se vuelve amenazante
conforme se va descubriendo la realidad. Una novela original con un toque en
algunas partes a las novelas clásicas del mismo género, con una protagonista
sensitiva, con sentido común y comprometido además de un buen gusto para la
música. Una novela que descubre el estilo de vida de las altas esferas, con una
protagonista insistente y muy atractiva todo ello en un gran y magnífico
“quiénlohizo”.
Recomendado
para todos aquellos que quieran saber más de Mariana de Marco y sus oscuras
relaciones, también para aquellos que quieran descubrir una bella novela con
una trama bien estructurada y una gran historia bien narrada. Y por último para
los que quieran leer una novela policiaca con una trama relajante y misteriosa
a la vez que adictiva.
Extractos:
De pronto, escucharon una música de
jazz que no provenía de ningún altavoz, que no era enlatada sino en directo, y
se asomaron curiosas al salón-bar de la planta de entrada. En la esquina donde
vieran el piano había ahora un trío, piano, saxo y contrabajo, que interpretaba
música de ambiente con, efectivamente, un regusto de jazz y concentrados en sí
mismos, como si lo suyo fuera una conversación privada. Mariana y Julia se
deslizaron dentro de la sala, ocuparon una mesa —estaban casi todas vacías—
cercana al trío y pidieron unas copas. Contemplaron y escucharon un intercambio
de armonías entre el pianista y el bajista que concluyó el primero con un suave
trémolo que se fue apagando. Se produjo un silencio y, de repente, el
saxofonista, apoyándose en un sonido grave y sensual que las envolvió como una
poderosa vibración romántica, emitió las tres primeras notas de Night and day,
arrastrando consigo a los otros dos en una cálida cadencia, y la melodía se
apoderó de sus corazones con una emoción inesperada y deliciosa. Las dos
escucharon en suspenso desde el cielo, hasta que la pieza finalizó con tres
delicados saltos de notas y un desmayado piano recogiéndolas. Entonces
regresaron a tierra como después de un sueño, y el aplauso de ambas resonó en
el espacio casi vacío al modo de un imprevisto y sonoro golpe de
agradecimientos.
Los tres músicos levantaron la
vista, sorprendidos. Acto seguido, ya repuestos, las obsequiaron con una ancha
sonrisa de agradecimiento; después se miraron entre ellos y la emprendieron,
partiendo de tres notas sincopadas del pianista seguidas de una vibrante
entrada del saxo, con otro tema clásico, Flamingo.
Mariana de Marco sonrió a modo de saludo a
Carmen Montesquinza antes de tomar asiento en su mesa, y ya se dirigía a ésta
cuando advirtió que su servicio de té no
estaba en la suya sino en la de su vecina.
—Me he tomado la libertad de
ordenar al camarero que sirviese aquí su té, abusando del privilegio de la edad
—se apresuró a justificarse Carmen con un agradable tono de voz.
Mariana recogió el libro bajo el
brazo y tomó asiento junto a ella.
—Encantada de conocerla. Mi nombre
es Mariana de Marco.
—Lo sé —contestó Carmen con
simpatía—, el hijo de mi ex marido, que por lo viso os acompañó a ti y a tu
amiga a la vuelta del templo de Luxor, me ha informado sobre vosotras.
Hizo una pausa sin dejar de mirar a
Mariana, como si la escrutara, pero en su mirada había más de delicadeza que de
indiscreción.
—Tengo entendido que eres juez —empezó
a decir abriendo la conversación.
—Ése es mi oficio—respondió
amablemente Mariana.
—Mi abuelo materno perteneció a la
judicatura, como tú. En su tiempo habría resultado extraordinaria la presencia
de una mujer en la carrera, y no me extraña porque tendrías que haberlo visto:
un caballero con barba crecida, traje con chaleco y leontina y un aire de
prohombre de la patria que imponía un respeto inmenso, tanto en la sala como en
la calle.
—Yo, la verdad —la interrumpió
Mariana—, no creo que imponga ningún respeto en la calle; más bien lo contrario.
En la sala del juzgado, vaya, todavía; pero en la calle no ven a una juez, ten
la seguridad. —pasó a tutearla, tras haberlo hecho ella en primer lugar.
—Afortunadamente —replicó Carmen—.
Al abuelo no nos atrevíamos a acercarnos mi hermano y yo de tan solemne como
era. ¿Sabes? Yo siempre he creído que los jueces, como nos juzgan, se creen
superiores al resto de los humanos.
—Antes y ahora —concedió
alegremente Mariana.
—Sí, pero el hecho de que tú seas juez me da
más tranquilidad.
—¿Por ser mujer?
—No, por ser tan natural —contestó
Carmen. Mariana la miró, sorprendida por la sencillez y convicción que había en
sus palabras.
—Creo que es lo más agradable que
me han dicho en mi condición de juez desde hace mucho tiempo.
Carmen Montesquinza rió, divertida.
—No me gustan los jueces —continuó
diciendo—, al menos en este país; quiero decir: en mi país —precisó—. Yo nunca
me he metido en pleitos para no tener que ponerme en sus manos. Prefiero llegar
a cualquier acuerdo, y eso siempre es posible, antes que meterme en un juicio.
Los jueces, querida, por lo general son ignorantes en lo que se refiere a la
vida, no a la jurisprudencia; y arbitrarios en muchas de sus decisiones,
precisamente por lo alejados que se encuentran de la vida común; y se sienten
tan alejados —concluyó— porque se consideran superiores al resto de los
mortales.
—Supongo que no se lo dirías así a
tu abuelo.
—Tal como lo has oído. Yo tenía
ideas propias desde muy jovencita.
—¿Le gustó?
—Empezó a tronar como el mismo
Júpiter, ante el espanto de mi madre, que no sabía a quién de los dos frenar
primero. Pero como era su padre y ella la niña de sus ojos, me sacó indemne del
apuro.
Editorial: Destino
Autor: J. M. Guelbenzu
Páginas: 336
Precio: 20 euros
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