Thomas
Hardy
Los
habitantes del bosque
Desde
que llegara a aquel destino, la rutina habitual en mañanas como aquella
consistía en sentarse ante un gran fuego y leer, e ir haciéndose gradualmente
con más energía hasta que llegaba la noche, momento en que se dedicaba, con la
lámpara encendida y sintiéndose lleno de vigor, a un tema absorbente hasta la
madrugada.
Pero ese día no podía acomodarse en el sillón. Esa actitud de reserva a la que se había entregado recientemente, en la que toda su atención se centraba en los objetos de la mirada interior, desdeñando cualquier consideración externa, parecía haber sido trastocada mediante una insidiosa estratagema que le llevaba, por primera vez, a sentir interés por lo que pudiera suceder fuera de la casa. Caminó de una ventana a otra, y fue consciente de que la más fastidiosa de las soledades no era la soledad de la lejanía, sino la que excluía todo tipo de compañía apetecible.
Pero ese día no podía acomodarse en el sillón. Esa actitud de reserva a la que se había entregado recientemente, en la que toda su atención se centraba en los objetos de la mirada interior, desdeñando cualquier consideración externa, parecía haber sido trastocada mediante una insidiosa estratagema que le llevaba, por primera vez, a sentir interés por lo que pudiera suceder fuera de la casa. Caminó de una ventana a otra, y fue consciente de que la más fastidiosa de las soledades no era la soledad de la lejanía, sino la que excluía todo tipo de compañía apetecible.
La
hora del desayuno pasó tediosa y la siguiente transcurrió en medio de la misma
tónica, medio nevosa, medio lluviosa. El clima estaba en una de esas recaídas
inevitables que tarde o temprano tiene que sufrir un tiempo demasiado radiante
para la estación, como el que habían disfrutado en Hintock a la mitad del
invierno. Para las personas que allí vivían, estos cambios no dejaban de tener
su interés: los extraños errores que algunos árboles confiados habían cometido
al florecer antes del mes apropiado, tan solo para ser detenidos ahora por los
fríos deshielos, o los errores de confianza similares en los que habían
incurrido algunas aves impulsivas al construir unos nidos que luego se
inundaban de aguanieve, impedían que la sensación de tedio se asentara en las
mentes de los nativos. Pero estos eran los rasgos de un mundo ajeno a Fitzpiers
y, como las visiones internas a las que había prestado atención de manera casi
exclusiva repentinamente habían perdido todo su poder de absorberle, ahora
sentía una melancolía indescriptible.
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