El abrigo de Proust de Lorenza
Foschini
Traducción y postfacio de Hugo
Beccacece
ISBN: 978-84-15578-48-2
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 144
PVP: 17,95 €
Jacques Guérin, magnate
parisino de los perfumes, vive obsesionado por los libros y por los manuscritos
raros. En 1929, por azar, conoce a Robert Proust, hermano del célebre escritor
de la monumental En busca del tiempo perdido, que ha muerto no hace mucho. Tras
entablar relación con la familia del novelista, descubre que sus miembros,
avergonzados por los textos de Proust y por su homosexualidad, se proponen
destruir todos sus cuadernos, sus cartas y sus manuscritos, y malvender sus
muebles. Poco a poco, a lo largo de décadas, y con ayuda de un ropavejero de
aires filantrópicos, Guérin irá rescatando uno a uno los efectos personales de
Proust, incluyendo, por fin, la reliquia que había llegado a codiciar más que
ninguna otra cosa: el viejo y carcomido abrigo de piel de nutria con que Proust
solía vestirse, y que usaba como manta por las noches mientras escribía la
Recherche tumbado en su cama.
Es un abrigo cruzado, cerrado por
una doble fila de tres botones. Alguien de complexión más delgada debió de
cambiar de lugar la botonadura para estrecharlo, así que allí donde estaban los
botones quedaron las huellas de las costuras originales, con sus nudos de hilo
negro. Un pequeño agujero señala la ausencia del botón que debía de cerrar el
cuello. Del forro de piel negra cuelga un cartelito blanco atado con un hilo
rojo. Lo levanto y compruebo que no hay nada escrito. Desabotono el abrigo en
busca de alguna clave, de la etiqueta de alguna tienda, de algún sastre. Nada.
Audaz, me atrevo a meter las manos
en los bolsillos: de nuevo nada. Vacíos. Monsieur Bruson parece impaciente,
pero no logro sustraerme de aquel inerte y conmovedor simulacro en que estamos
inmersos. El abrigo está ahora abierto, y me deja ver el forro de nutria ralo y
comido por las polillas. No me decido a marcharme de allí. En realidad, han
pasado apenas unos minutos desde mi llegada, pero poco a poco empiezo a darme
cuenta de que allí, delante de mí, está el abrigo con el que Proust se había
cubierto durante años, el mismo abrigo que solía extender sobre sus mantas
mientras yacía acostado escribiendo En busca del tiempo perdido. Me vienen
entonces a la mente las palabras de Marthe Bibesco: «Marcel Proust se sentó
ante mí, en una sillita dorada, como si acabara de surgir de un sueño, con su
abrigo forrado de piel, su rostro cargado de tristeza y sus ojos que parecían
capaces de ver en plena noche».
Le doy las gracias a monsieur
Bruson, quien, con exquisita delicadeza, reacomoda el abrigo en su caja. Lo
rellena de nuevo de papel, lo abotona, lo cubre con sus amplias hojas de papel
de seda blanco y, por último, coloca encima la gran tapa de cartón. Luego
levanta la caja y la vuelve a subir a la repisa más alta de la estantería
metálica. Antes de irme, echo una mirada detrás de mí. En un costado de la
caja, escrito con un marcador negro en grandes letras de imprenta, leo:
«Manteau de Proust».
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