Lorenza
Foschini
El
abrigo de Proust
El
hombre procedió entonces a contarle a Tosi la extraordinaria historia de cómo
una enfermedad que había sufrido en su juventud se había solapado con el amor
que desde siempre le habían inspirado los escritos de Proust.
Un verano, cuando todavía era joven, se encontraba en París cuando sufrió lo que parecía ser un súbito ataque de apendicitis. Llamaron a un médico, a un prestigioso cirujano, que regresó precipitadamente de Vichy, donde estaba pasando sus vacaciones. El doctor resultó ser Robert Proust, el hermano de Marcel. Poco tiempo después, ya repuesto, el paciente pidió una cita con el médico, y aprovechando la visita a su casa, tuvo oportunidad de contemplar con sus propios ojos algunos de los cuadernos manuscritos del escritor. Esta experiencia le marcaría profundamente. A partir de entonces, su pasión por Proust empezó a crecer hasta convertirse casi en una obsesión. Se hizo amigo de la familia. Se acostumbró a leer cada día los obituarios de Le Figaro y, cuando moría alguien que él pensaba que podía haber formado parte del universo proustiano, corría a su funeral, se colaba en la iglesia fingiendo ser un pariente del finado, identificaba, entre toda la concurrencia, a la persona que podía resultarle de utilidad, se acercaba a ella, entablaba una conversación y empezaba a sonsacarle toda la información que podía.
Un verano, cuando todavía era joven, se encontraba en París cuando sufrió lo que parecía ser un súbito ataque de apendicitis. Llamaron a un médico, a un prestigioso cirujano, que regresó precipitadamente de Vichy, donde estaba pasando sus vacaciones. El doctor resultó ser Robert Proust, el hermano de Marcel. Poco tiempo después, ya repuesto, el paciente pidió una cita con el médico, y aprovechando la visita a su casa, tuvo oportunidad de contemplar con sus propios ojos algunos de los cuadernos manuscritos del escritor. Esta experiencia le marcaría profundamente. A partir de entonces, su pasión por Proust empezó a crecer hasta convertirse casi en una obsesión. Se hizo amigo de la familia. Se acostumbró a leer cada día los obituarios de Le Figaro y, cuando moría alguien que él pensaba que podía haber formado parte del universo proustiano, corría a su funeral, se colaba en la iglesia fingiendo ser un pariente del finado, identificaba, entre toda la concurrencia, a la persona que podía resultarle de utilidad, se acercaba a ella, entablaba una conversación y empezaba a sonsacarle toda la información que podía.
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