La soledad del corredor de fondo de
Alan Sillitoe
Traducción de Mercedes Cebrián
Prólogo de Kiko Amat
ISBN: 978-84-15578-36-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 256
PVP: 20,95 €
Colin Smith es un joven
de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham con su madre viuda, el
amante de esta y sus tres hermanos pequeños. Su vida no es ejemplar, pero lo
será aún menos cuando robe una panadería y acabe en un reformatorio. Una vez
allí, se aficiona a correr y, gracias a sus cualidades como atleta, obtiene
unos privilegios que no desea para sí. Hasta que finalmente tendrá que elegir
entre el éxito como héroe deportivo y la soledad del corredor de fondo. En este
volumen, con nueva traducción de Mercedes Cebrián, se reúne una descarnada
colección de relatos centrados en el sombrío aislamiento de la clase obrera, en
los pequeños delitos que se cometen para salir adelante y en la profunda ira
que domina a los habitantes de las ciudades industriales, abocadas a la
desesperación. Una realidad que sigue hoy tan vigente como lo fuera hace más de
medio siglo.
Estoy en Essex. Se supone que es un
buen reformatorio, al menos eso es lo que me dijo el director cuando llegué aquí
desde Nottingham. «Queremos confiar en ti durante tu estancia en esta
institución», dijo, alisando su periódico con esas blanquísimas manos de no
haber dado un palo al agua en su vida, mientras yo leía las grandes palabras
que veía del revés: Daily Telegraph. «Si juegas limpio con nosotros, jugaremos
limpio contigo.» (Os juro que uno pensaría que la cosa se trataba de un largo
partido de tenis.) «Queremos que se trabaje duro y con honradez, y fomentamos el
atletismo de nivel», dijo también. «Y si nos das ambas cosas, ten por seguro
que te trataremos bien y te devolveremos al mundo hecho un hombre honrado.»
Bueno, creí que me moría de la risa, sobre todo cuando justo después de esto
escuché los ladridos del sargento mayor llamándome la atención a mí y a otros
dos y poniéndonos a desfilar como si fuésemos granaderos. Y cuando el director
siguió diciendo lo mucho que «queremos» que hagas esto, y lo que «deseamos» que
hagas lo de más allá, yo seguí buscando con la mirada a los otros tipejos,
preguntándome cuántos habría por allí. Por supuesto, me constaba que había
miles, pero hasta donde yo podía ver, solamente había uno en la sala. Hay miles
de ellos por todo este infecto país: en las tiendas, en las oficinas, en las
estaciones de tren, en los coches, en las casas, en los pubs… Tipos cumplidores
de la ley como vosotros, como ellos, todos atentos y vigilando a los proscritos
como yo, y esperando para llamar a los polis tan pronto como vean que damos un
paso en falso. Y esto seguirá así, como lo estáis oyendo, porque yo no he
terminado de dar pasos en falso todavía, y me atrevería a decir que no
terminaré hasta el día en que la palme. Si los tipos legales confían en lograr
que deje de darlos, entonces están perdiendo el tiempo. También podrían ponerme
contra el paredón y disparar con una docena de rifles: solo así nos pondrían
firmes a mí y a otros tantos millones de tipos como yo. Porque desde que llegué
aquí, he estado pensando mucho. Pueden espiarnos todo el día para ver si nos la
estamos meneando o si hacemos bien nuestro trabajo y le damos al «atletismo» pero
no pueden hacer una radiografía de nuestras entrañas y adivinar lo que andamos
pensando en lo más íntimo. Llevo tiempo preguntándome todo tipo de cosas, y
pensando sobre la vida que he llevado hasta ahora. Me gusta hacerlo. Es muy
entretenido: ayuda a que el tiempo pase y a que el reformatorio no parezca ni
la mitad de malo de lo que los chicos de nuestra calle afirmaban que era. Y la
tontería esta de las carreras de fondo es lo mejor de todo, porque me ayuda a
pensar tan bien que aprendo cosas incluso mejor que cuando estoy en la piltra
por la noche. Y además, con eso de pensar tanto mientras corro resulta que me
he ido convirtiendo en uno de los mejores corredores del reformatorio. No
conozco a nadie que haga el circuito de seis kilómetros más rápido que yo.
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