Muerte en primera clase
La
orilla le seducía tanto porque traía a su mente el paisaje de los belenes de
Navidad con los que reproducían en casa, todos los años cuando eran niños, su
hermano y ella, el nacimiento del niño Jesús a escala doméstica, un pequeño
espacio ritual formado por ríos de plata, montañas de corcho, arena y musgo, y
palmeras y las figuritas de los diversos oficios distribuidos en torno al
portal de Belén, del que poco más tarde escaparían José, María y el niño rumbo
a Egipto; pero el paisaje le recordaba sobre todo los belenes que montaban los
centros comerciales y que su madre los llevaba a ver, reproducciones minuciosas
y detalladas formadas por piezas de artesanía y algunos burdos mecanismos para
hacer correr el agua, mover los molinos e iluminar la noche fingida ante el
portal de Belén. Ahora, al caer la tarde, recorriendo esa orilla verde y
albero, contemplaba con sensible placer las formaciones de plantas que parecían
zumaques y las palmeras detrás de ellos; veía aparecer de tanto en tanto
pequeñas viviendas, algunas coronadas por una antena parabólica ajena al belén;
otras veces eran conjuntos de casitas sin techo, abiertas por arriba, con
aspecto de haber quedado inacabadas. Los diques subían hasta el agua. Tras la
primera línea de vegetación menudeaban unos árboles latos, acacias y sicomoros
y algún otro que no reconoció, y también majestuosos papiros de considerable
tamaño. Cuando desaparecían los diques, la hierba se alienaba con la orilla y
allí se veían vacas oscuras y hombres y chiquillos metidos en el agua hasta las
corvas; aquéllos inclinados sobre la superficie y abstraídos en su ocupación,
que le recordaba la de los buscadores de almejas y gusana en la ría de San
Pedro del Mar; los chiquillos se bañaban alborotando; de vez en cuando aparecía
una barca de remo gobernada por el pescador, o atracada en alguno de los
muelles, o varada en la orilla. Más adelante, el río se bifurcaba y aparecían
manchas de arena en el suelo e islas herbáceas, sin arbolado y planas. Luego
reaparecían los diques, volvían a desaparecer por tramos y entonces era la
hierba la que de nuevo se alienaba con el borde del agua, incluso se acercaba
al flanco del barco en algún estrechamiento. De pronto, el suelo se elevaba otra vez y el barco se
alejaba de la orilla: era un dique mucho más alto que los anteriores y, sobre
él, una pequeña población de casas bajas. Vio aparecer una altísima chimenea de
ladrillo y más allá un minarete iluminado con franjas de luces de colores, como
una discoteca. Atardecía. Al pie de un dique que corría a lo largo de una
extendida agrupación de casas había pantalanes que revelaban una actividad
mayor. Caía la luz; un sol deslumbrante y declinante asomaba a ratos entre las
copas de los árboles, despidiéndose. Pronto llegaría la oscuridad viva y
fragante para dar paso a un cielo intensamente azulado que dejaría ver las
estrellas, y las luces de tierra alumbrarían las entradas de las casas o
asomarían por las ventanas en compañía de las voces de las familias.
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