martes, 24 de septiembre de 2013

Novedades, septiembre de 2013: Tusquets Editores (I)



Herejes de Leonardo Padura

NARRATIVA (F). Novela
Septiembre 2013
Andanzas CA 813
ISBN: 978-84-8383-491-6
País edición: España
520 pág.
20,19 € (IVA no incluido)

En 1939, el S.S. Saint Louis, en el que viajaban novecientos judíos que habían logrado huir de Alemania, pasó varios días fondeado frente a La Habana en espera de que se autorizara el desembarco de los refugiados.
El niño Daniel Kaminsky y su tío aguardaron en el muelle a que descendieran sus familiares, confiados en que éstos utilizarían ante los funcionarios el tesoro que portaban a escondidas: un pequeño lienzo de Rembrandt que pertenecía a los Kaminsky desde el siglo XVII. Pero el plan fracasó y el barco regresó a Alemania, llevándose consigo toda esperanza de reencuentro. Muchos años después, en 2007, cuando ese lienzo sale a subasta en Londres, el hijo de Daniel, Elías, viaja desde Estados Unidos a La Habana para aclarar qué sucedió con el cuadro y con su familia. Sólo alguien como el investigador Mario Conde podrá ayudarle. Elías averigua que a Daniel le atormentaba un crimen. Y que ese cuadro, una imagen de Cristo, tuvo como modelo a otro judío, que quiso trabajar en el taller de Rembrandt y aprender a pintar con el maestro.


El día en que Daniel Kaminsky comenzó a sufrir la peor pesadilla de su vida y, al mismo tiempo, a tener los primeros atisbos de su privilegiada fortuna, un envolvente olor a mar y un silencio intempestivo, casi sólido, se cernían sobre la madrugada habanera. Su tío Joseph lo había despertado mucho más temprano de la hora en que solía hacerlo para enviarlo al Colegio Hebreo del Centro Israelita, donde ya el niño recibía instrucción académica y religiosa, más las indispensables lecciones de lengua española que le permitirían su inserción en el mundo abigarrado y variopinto donde viviría, solo sabía el Santísimo por cuánto tiempo. Pero el día comenzó a revelarse diferente cuando, luego de darle la bendición del Shabat y la congratulación por Shavuot, el tío rompió su mesura habitual y depositó un beso en la frente del muchacho.
El tío Joseph, también Kaminsky y por supuesto polaco, para aquel entonces llamado por quienes lo trataban como Pepe Cartera —gracias a la maestría con la cual desempeñaba su oficio de fabricante de bolsos, billeteras y carteras, entre otros artículos de piel—, siempre había sido, y lo sería hasta su muerte, un estricto cumplidor de los preceptos de la fe judaica. Por ello, antes de permitirle probar el anticipado desayuno ya dispuesto sobre la mesa, le recordó al muchacho que debían hacer no solo las abluciones y los rezos habituales de una mañana muy especial, pues había querido la gracia del Santísimo, bendito sea Él, que cayera en Shabat la celebración de Shavuot, la milenaria fiesta mayor consagrada a recordar la entrega de los Diez Mandamientos al patriarca Moisés y la jubilosa aceptación de la Torá por parte de los fundadores de la nación. Porque esa madrugada, como le recordó el tío en su discurso, también debían elevar otras muchas plegarias a su Dios para que su divina intercesión los ayudara a solucionar del mejor modo lo que, de momento, parecía haberse complicado de la peor manera. Aunque tal vez las complicaciones no los alcanzaran a ellos, añadió y sonrió con picardía.
Tras casi una hora de rezos durante la cual Daniel creyó que desfallecería de hambre y sueño, Joseph Kaminsky al fin le indicó que podía servirse del abundante desayuno en el cual se sucedieron la leche tibia de cabra (que, por ser sábado, la italiana María Perupatto, apostólica y romana, y por tal condición escogida por el tío como «goy del Shabat», les había colocado sobre los carbones ardientes de su anafe), las galletas cuadradas llamadas matzot, confituras de frutas y hasta una buena ración de baklavá rebosante de miel, un banquete que le haría preguntarse al niño de dónde habría sacado el tío el dinero para tales lujos: porque de aquellos años Daniel Kaminsky recordaría, para el resto de su larga presencia en la tierra, además de los tormentos que le regalaban los ruidos del ambiente y la semana horrible que viviría desde aquel instante, el hambre insaciable e insaciada que siempre lo perseguía, como el más fiel de los perros.
Inusual y opíparamente desayunado, el muchacho había aprovechado la dilatada estancia de su estreñido tío en los baños colectivos del falansterio donde vivían para subir a la azotea del edificio. La losa todavía estaba fresca a aquellas horas previas a la salida del sol, y, desafiando las prohibiciones, se atrevió a asomarse al alero para contemplar el panorama de las calles Compostela y Acosta, donde había ido a situarse el corazón de la cada vez más crecida judería habanera. El siempre abarrotado edificio del Ministerio de Gobernación, un antiguo convento católico de tiempos coloniales, permanecía cerrado a cal y canto, como si estuviera muerto. Por la arcada contigua bajo la cual discurría la calle Acosta y formaba el llamado Arco de Belén, no transitaba nada ni nadie. El cine Ideal, la panadería de los alemanes, la ferretería de los polacos, el restaurante Moshé Pipik que el apetito del niño siempre observaba como la mayor tentación reinante en la tierra, tenían sus cortinas bajadas, las luces de los escaparates apagadas. Aunque en los alrededores vivían muchos judíos y, por tanto, la mayoría de aquellos negocios eran de judíos y en algunos casos permanecían cerrados los sábados, la quietud imperante no se debía solo a la hora o a que estuvieran en Shabat, día de Shavuot, jornada de sinagoga, sino al hecho de que en ese instante, mientras los cubanos dormían a pierna suelta el feriado pascual, la mayoría de los asquenazíes y sefardíes de la zona escogían sus mejores ropas y se preparaban para salir a la calle con las mismas intenciones que los Kaminsky.

Pan, educación, libertad de Petros Márkaris

POLICIACOS (F). Otros
Septiembre 2013
Andanzas CA 650/8
ISBN: 978-84-8383-492-3
País edición: España
256 pág.
17,30 € (IVA no incluido)

Estamos en un futuro inminente: en 2014, Grecia se declara en quiebra y regresa al dracma; no tarda en seguirle España, que vuelve a la peseta. El comisario Kostas Jaritos y su familia tendrán que apretarse el cinturón: no van a ingresarle la nómina durante tres meses, y quizá no tenga ni para gasolina. Paralizada la economía, empobrecido el país, sólo aumentan las protestas y algunas iniciativas solidarias de los jóvenes, pero también la violenta amenaza neonazi. Así las cosas, aparece asesinado un rico contratista de obras, un hombre ya maduro que participó en los «Hechos de la Politécnica», en 1973, cuando los estudiantes se rebelaron contra la dictadura militar. Junto al cadáver, un teléfono móvil emite el lema que los estudiantes voceaban en aquella época: «Pan, educación, libertad». ¿Ha regresado Grecia a esos negros tiempos? ¿Siguen siendo válidas aquellas reivindicaciones? Jaritos, con su diezmado grupo de ayudantes, intentará esclarecer ese asesinato, que le llevará a hurgar entre la clase empresarial, universitaria y sindical que ha dirigido el país en los últimos cuarenta años.


«Mañana» es el 1 de enero de 2014. Hoy es el último día de 2013 y estamos a punto de cortar el pastel de Nochevieja en compañía de Fanis, Katerina y nuestros consuegros, Sevastí y Pródromos.
—Piensa que es mucho más apetecible cobrar mil dracmas que tres euros por un café —le contesta Adrianí.
—Sí, pero ahora un euro equivale a quinientos dracmas.
—No le amargues la noche —le susurra Fanis.
—Es que mañana le amargarán el día —replica Katerina a Fanis.
—Déjalo para mañana, entonces —le contesta Fanis en tono cortante.
—Katerina, nosotros ya hemos vivido todo esto y estamos inmunizados —interviene mi consuegra, Sevastí—. ¿Sabes cuántos miles de dracmas tenía que pagar mi madre por una oká de arroz cuando terminó la guerra civil? Pródromos, ¿recuerdas cuánto costaba una oká de arroz antes de la devaluación de Markesinis?
—Sí, claro. ¿Y por qué no me preguntas cuántos cañones tenía el acorazado Avérof? —contesta Pródromos.
Aquí termina la conversación, porque Adrianí se dirige a la cocina para buscar el pastel y los frutos secos, y Katerina, como siempre, corre detrás para ayudarla.
Personalmente, estoy indeciso, y no quiero participar en la discusión hasta ver hacia dónde se inclina la balanza. Comprendo la ansiedad de Katerina ante la transición del euro al dracma. También puedo comprender la serenidad de Adrianí y de Sevastí. Piensan que las pasamos crudas con el dracma y que, sin embargo, sobrevivimos. De acuerdo, sí, pero ahora estamos hablando de abandonar un piso para ir a vivir en una buhardilla o un pequeño estudio. No es moco de pavo.
Adrianí y Katerina reaparecen cual camareras de un restaurante de lujo, llevando cada una la mitad de los manjares.
Apenas los depositan en la mesa cuando suena el timbre y aparece Zisis. La decisión de invitarle fue unánime, para no dejarle solo en Nochevieja, apesadumbrado y haciéndose a la idea de que, a partir de mañana, la miseria que cobra de pensión quedará  en nada. Sin embargo, sus miserias de mañana no le han impedido traernos un frutero como regalo.

Huéspedes inesperados de Sadie Jones

NARRATIVA (F). Novela
Septiembre 2013
Andanzas CA 814
ISBN: 978-84-8383-493-0
País edición: España
328 pág.
18,26 € (IVA no incluido)

Un día de primavera de 1912, la mansión de los Torrington bulle de actividad con los preparativos para una elegante cena con motivo del vigésimo cumpleaños de Emerald. Los Torrington son una familia acomodada, que no pasa precisamente por su mejor época, compuesta por una evanescente madre, su segundo marido y tres hijos: la atractiva Emerald, Clovis, recién salido de la adolescencia, y la pequeña Smudge. Pero la celebración, a la que han acudido la joven y puntillosa Patiente, su apuesto hermano y un adinerado vecino, se ve trastocada por un trágico accidente de tren ocurrido a pocos kilómetros, lo que obliga a la familia a acoger a algunos supervivientes. Un desconocido, que decididamente no es un caballero, llega poco después y se suma a la cena. Smudge elige ese momento para llevar a cabo un proyecto secreto, que coincidirá con una estruendosa tormenta y con la creciente desazón de los supervivientes, acuciados por el hambre y el cansancio. Lo más temido, perder las formas en una velada exquisita, quedará largamente superado por las circunstancias.


En efecto, ninguna generación Torrington había vivido en Sterne. Por lo que ella sabía, ninguna generación Torrington había vivido en ningún sitio en especial. La suya era una de esas familias errantes que, acuciadas por la necesidad, se habían ganado la vida por los más diversos medios, vendiendo, moliendo o navegando. Habían viajado  a Francia para trabajar en la confección y, ya en el país, habían recalado en Somerset, Shropshire o Suffolk para cubrir puestos menores en grandes proyectos, como diseñar un componente modesto para una catedral de envergadura o para un puente con vigas. Alguno se había hecho empresario y un par de ellos habían tomado los hábitos; había un artista, varios soldados..., todos muertos. Todos muertos.
La vida de su padre sólo destacaba por haberse atrevido a comprar Sterne. Casa y terreno se adquirieron con precipitación en la cumbre de lo que se revelaría un éxito económico transitorio (llamarlo golpe de suerte sería demasiado duro) cuando, ya casado con Charlotte y adorado por ella, pensó que Torrington podría ser el apellido de esa clase de hombres cuya familia vive en semejante casa. Horace amó Sterne igual que amó a Charlotte y, más tarde, a sus hijos: con lealtad, generosidad y gratitud. También los niños, sintiendo que se hallaban en el extremo de una línea, como siempre les ocurre a los niños (y como, de hecho, siempre están), amaron Sterne como viajeros agotados por eones de migración a sus espaldas amarían su primer hogar definitivo. Sterne encarnaba la mitología del matrimonio de sus progenitores, era el legado de su padre, y les había proporcionado la mejor infancia posible. Dejando eso de lado, era hermosa y el efecto que causaba en sus almas era inconmensurable; una vez conocida, todos se resistían a abandonarla. Por desgracia, Horace Torrington cambió los negocios por la agricultura, de la que era un completo ignorante, precisamente en el peor momento que podría haber elegido. Cuando le llegó la prematura muerte, estaba hasta el cuello de deudas. Emerald pensaba muchas veces lo raro que era que las penurias económicas tuvieran el alegre apodo de «números rojos», pues el negro era un color mucho más adecuado. La creciente deuda de su padre fue un agujero oscuro en el que aún podían caer todos.
En realidad, Sterne estaba formado por dos casas. Una de ellas era una extraña mansión de ladrillo visto, dos plantas y gran encanto, construida hacia 1760 y en la que habitaba la familia; la otra (predecesora y compañera) se le unía detrás, como costado largo de la L: era un gran edificio de piedra, semejante a un granero, donde antaño uno de los primeros señores de esa mansión debía de haber encendido los fuegos y asado la carne, pero que ahora permanecía casi vacío por torpe abandono.
En la ajetreada recocina de la Casa Nueva había una breve elevación de peldaños bajos frente a una puerta gruesa de madera, casi siempre cerrada a cal y canto, que daba a la gruta de la Casa Vieja. La unión total de ambas, como si fueran siamesas, se daba en los amplios espacios con vigas y travesaños de sus tejados. Desde el desván (donde habían estado a menudo de niños, trotando en medio de una polvareda o leyendo tumbados a la luz danzarina de la ventana), si uno miraba bien veía la juntura, pues los nervios de los techos y las tablas de los suelos eran de escala similar, y en los huecos del techo el aire siempre era rancio y marchito. A lo largo de los años, a menudo se había hablado de derribar el edificio antiguo, pero tenía tantos usos prácticos y recreativos que nunca se vieron capaces de hacerlo.
En el patio, un magnolio crecía en el doblez de la L. De niña, Emerald intentaba tocar las orondas flores desde el vano de una ventana batiente: se estiraba cuanto podía hasta que la costura del vestido se le tensaba por debajo del brazo y los dedos le temblaban. Clovis, cuando todavía era demasiado pequeño para haber adquirido una visión romántica de sí mismo, se asomaba por la misma ventana para escupir, con la idea de perfeccionar la puntería y la potencia para dar en el interior de las flores. Tenía que lanzar su saliva con vigorosa convicción si quería salvar la brecha entre el árbol y la casa; a los ocho años de edad ya lo había logrado y se sentía victorioso. Emerald, que pese a su naturaleza aspiraba al pragmatismo, a los doce abandonó su empeño por tocar los pétalos para conformarse con dibujar el árbol, más tarde con pintarlo y, más tarde todavía, con arrancarle trocitos y observarlos por el microscopio, y aun así nunca llegó a sentir que lo había tocado de verdad. Quizá una ambición tan prosaica como escupir con precisión fuera más fácilmente realizable.

Emmanuelle 1. La lección del hombre de Emmanuelle Arsan

NARRATIVA ERÓTICA (F). Novela
Septiembre 2013
La Sonrisa Vertical SV 144/1
ISBN: 978-84-8383-742-9
País edición: España
264 pág.
11,53 € (IVA no incluido)

Emmanuelle es la jovencísima esposa de un ingeniero, Jean, destinado por motivos de trabajo a Tailandia y con el que espera reunirse tras pasar unos meses sola en París. Sin embargo, ya en el avión que la lleva a Bangkok, Emmanuelle no puede evitar sucumbir a la voluptuosa complicidad de su atractivo vecino de asiento ni, poco después, dejarse arrastrar por el ímpetu de un enigmático desconocido. Estas dos aventuras en pleno vuelo no serán más que el prólogo de lo que le espera en el exótico país al que se dirige. Una vez allí, conoce a la colonia de europeos que residen en Bangkok: un mundo refinado, muy selecto y restringido, entregado al disfrute de todos los sentidos. Todos, sin excepción.
En la piscina del Royal Bangkok Sports Club, o en recepciones de la Embajada francesa, Emmanuelle pronto atrae el interés de la distinguida condesa Ariane de Saynes y de personajes peculiares como la ardiente Marie-Anne. Sin embargo, todos los que la rodean insisten en presentarla a Mario Serghini, un noble italiano, amante del arte y coleccionista. Convertido en un maestro para Emmanuelle, Mario la iniciará en las artes amatorias y amorosas, y también en una filosofía del Eros vitalista y liberada de tabúes.
Las aventuras de Emmanuelle se han llevado varias veces a la gran pantalla, pero fue la película dirigida por Just Jaeckin, y protagonizada por la actriz Sylvia Kristel en 1974, la que dio a conocer al personaje de Emmanuelle en todo el mundo.


Con una escala intermedia, el viaje de Emmanuelle sólo durará, pues, algo más de medio día. Pero, puesto que perderá tiempo (en apariencia) girando en el mismo sentido de la Tierra, no llegará a Bangkok hasta las nueve de la mañana siguiente, hora local. En total, apenas tendrá la posibilidad de hacer nada más que cenar, dormir y despertarse.
Dos niños (un niño y una niña), tan parecidos que deben de ser gemelos, descorren la cortina. Emmanuelle repara enseguida en su forma de vestir, convencional y falta de gracia, de colegiales ingleses, en sus cabellos de un rubio casi pelirrojo, su expresión de fría afectación y la arrogancia con la que se dirigen, mediante frases breves y cortantes, al empleado de la compañía. Aunque no parecen tener más de doce o trece años, la seguridad de sus gestos garantiza, entre aquél y ellos, una distancia que el primero no intenta franquear. Se arrellanan tranquilamente en los asientos separados de Emmanuelle por el pasillo. Antes de que ésta haya podido examinarlos con detalle, entra el último de los cuatros pasajeros a los que está reservada la cabina y la atención de la joven se dirige a él.
Por lo menos una cabeza más alto que ella, nariz y barbilla prominentes, pelo y bigote negros, sonríe a Emmanuelle, inclinándose ligeramente sobre ella para guardar una cartera de cuero ligero y oscuro, que huele bien. Su traje de color ámbar, su camisa  de lino gustan a Emmanuelle. Le juzga elegante y bien educado, lo que constituye, a fin de cuentas, lo esencial de las cualidades que uno espera encontrar en un compañero de viaje.
Intenta adivinar su edad: ¿cuarenta, cincuenta años? Debe de haber vivido mucho, por lo que se desprende de esos pliegues de indulgencia en las esquinas de los ojos… Su presencia resulta más atractiva, piensa, que la de esos pretenciosos colegiales. Pero enseguida se ríe para sus adentros de la simpatía y la aversión precipitadas. Y a la vez inútiles: ¡por una noche!...
O, más bien, olvida lo bastante a los niños y al hombre para que emerja la sensación de despecho que, desde hace un momento, flotaba entre las aguas de su conciencia, estropeándole en parte el placer del despegue: la azafata, aprovechándose del revuelo que han creado los recién llegados, ha abandonado su sitio y Emmanuelle entrevé, por la abertura de la cortina, su cadera azul recostada contra un viajero invisible. Se reprocha los celos, intenta desviar la mirada. Una frase oída no sabe dónde le da vueltas en la cabeza sobre unos compases de canto gregoriano desolado: «En la soledad y en el abandono». Intenta sacudirse la obsesión, los cabellos negros le azotan las mejillas, se le deslizan sobre el rostro… Pero la joven inglesa se incorpora; se dirige al fondo del aparato; aparece entre el cortinaje, abriendo paso con las dos manos a las piernas perezosas; está junto a Emmanuelle.

Emmanuelle 2. La antivirgen de Emmanuelle Arsan

NARRATIVA ERÓTICA (F). Novela
Septiembre 2013
La Sonrisa Vertical SV 144/2
ISBN: 978-84-8383-743-6
País edición: España
288 pág.
11,53 € (IVA no incluido)

En esta segunda entrega de su iniciación en el exótico escenario de Bangkok, Emmanuelle cree que domina ya el arte de amar: imagina que ya ha probado todo cuanto había que probar, y el consentimiento de su marido la lleva a disfrutar cada vez más de su sensualidad. Pero Mario, su guía en el laberinto de los placeres, le propone nuevos retos, como «conquistar» a una joven y bellísima novicia o participar en una fiesta en el palacio de un príncipe, una velada digna de los sueños más voluptuosos…
Emmanuelle, siempre deseosa de hollar caminos desconocidos, superará todos esos desafíos, y en ocasiones vivirá por su cuenta emocionantes situaciones, no todas exentas de peligro. Lo cierto es que, poco a poco, Emmanuelle, «novia del mundo», empezará a sentirse mucho más plena, más segura y más feliz que cualquier otra mujer.
Las aventuras de Emmanuelle se han llevado varias veces a la gran pantalla, pero fue la película dirigida por Just Jaeckin, y protagonizada por la actriz Sylvia Kristel en 1974, la que dio a conocer al personaje de Emmanuelle en todo el mundo.


—Recuerda: lo que es discreto no es erótico. La heroína erótica es, a semejanza de la elegida de Dios, aquella que da motivo de escándalo. El escándalo del mundo es lo que produce la obra de arte. ¿Es estar desnuda esconderse cuando se está desnuda? Tu lujuria no tiene sentido si la encierras tras las cortinas de tu alcoba: el prójimo no se liberará de su ignorancia, de su vergüenza ni de su temor. Lo importante no es que tú estés desnuda, sino que él te vea desnuda; no que tú grites de placer, sino que él te oiga gozar; no que tú cuentes tus amantes, sino que los cuente él; no que tú hayas abierto los ojos a la verdad del amor al amor, sino que ese otro, ese que todavía anda a ciegas en su noche y sus quimeras, descubra en tu mirada que no existe más luz que ésa y vea en tus gestos el testimonio de que no hay más hermosura que ésa. —Su voz se hace más apremiante—: Cualquier recaída en el pudor desmoralizaría a una multitud. Cada vez que te inquiete el temor al escándalo, piensa en los que viven esperando secretamente tu ejemplo. No los defraudes. ¡No ridiculices la esperanza que, formulada o informe, consciente o ciega, ponen en ti! Si una sola vez, por timidez o porque dudas, impides que se consuma un acto erótico, piensa que ninguna audacia ni ningún mérito futuro podrían redimir tal espantada. —Guarda silencio un instante y, luego, en un tono imperceptible de desdén, añade—: ¿O es que vas a hablarme de las conveniencias? ¿Qué quieres, hacer como los demás o que los demás hagan como tú? ¿Quieres ser Emmanuelle o una persona cualquiera?
—Yo puedo respetar las convicciones de mis vecinos —se defiende ella—, pero eso no significa que tenga que compartirlas. Y si a ellos no les gusta lo que me gusta a mí, ¿por qué he de querer escandalizarlos? A mí no me importa nada que ellos vivan a su manera. ¿Podríamos vivir en el mundo sin un poco de tolerancia, de discreción, de cortesía? Incluso podemos dejar que crean que pienso y actúo como ellos. La sociedad está hecha de estos convencionalismos, de estos compromisos.
—El que se comporta como el vecino de enfrente es el vecino de enfrente. En lugar de cambiar el mundo, no hará sino reflejar lo que pretende destruir.
Emmanuelle parece impresionada.
—Eso no es mío —se excusa Mario—. Es de Jean Genet. —Y continúa, con voz más suave—: En amor, como dijo otro dramaturgo, demasiado ni siquiera es bastante. Si ya has actuado bien, constantemente tienes que superarte. A ti misma y a los demás. No consientas que otro te rebase o llegue a tu misma altura. No basta con ser ejemplar una vez. Hay que serlo en lo sucesivo.
Emmanuelle mira a lo lejos sin decir nada. Se sienta sobre el murete, abrazada a sus piernas, con la barbilla en las rodillas. Luego, con una tensión casi hostil, pregunta:
—¿Y por qué tengo que hacer todo eso? ¿Por qué yo?
—¿Por qué tú? Porque tú puedes. Como otros pueden resolver ecuaciones o componer sinfonías, tú puedes destacar en el amor físico y en la belleza. Y lo que uno puede hacer, tiene que hacerlo. No querrás haber pasado por este mundo sin que quede nada de ti, ¿verdad?
—¡Tengo diecinueve años! Mi vida no se ha acabado...
—Pero ¿tienes que esperar para empezarla? ¿Eres demasiado niña? Es verdad, yo te enseño el heroísmo; pero el mundo lo necesita. Tu especie lo reclama.
—¿Mi especie?
—Sí, este antiguo ácido aminado, esta antigua ameba, este antiguo tarsero, esta cosa increíble en la que hay que creer..., empeñado en ser otra cosa. ¿Animal? ¿Vertebrado? ¿Mamífero? ¿Primate? ¿Homínido? ¿Homo? ¿Homo sapiens?... Todo son etiquetas caducadas. Aquellas especies que el hombre prepara: hombre del espacio-tiempo, hombre del pensamiento sin muros, hombre de cuerpos múltiples y espíritu único, hombre creador y modificador de hombres, pero, siempre, amenazado por sus criaturas y sangrando, como por un estigma, por sus errores y sus enigmas. ¿No quieres ayudarle?
—¿Le ayudará que yo me quite el short?
—¿Sería eso servir al hombre, perpetuar la ilusión, la superchería, la fobia? ¿Perpetuar el pudor?
—¿Y tú crees realmente que, para el tiempo pasado o para el futuro, puede tener importancia enseñar o dejar de enseñar el pubis?
—El futuro sólo depende de tu imaginación y de la osadía de tu cuerpo. No de tu fidelidad a las costumbres. Lo que en la época de las cavernas fue sabiduría, en nuestros tiempos puede haberse convertido en una necedad. Estamos hablando del pudor. ¿Se trata de una virtud innata, de un valor humano bueno o malo en todos los tiempos? En realidad, no tiene nada de respetable. En un principio fue un rasgo de prudencia, un hallazgo ingenioso, justo, saludable; hoy es un remilgo, un sofisma, un contrasentido, una perla falsa del absurdo, un refugio de iniquidad, una copa de perversión...

Sin ruido de José Corredor-Matheos

POESÍA (NF). Poemarios
Septiembre 2013
Marginales M 284
ISBN: 978-84-8383-496-1
País edición: España
136 pág.
12,50 € (IVA no incluido)

Sin ruido es tal vez la obra más depurada y lúcida de José Corredor-Matheos, la serena culminación de su trayectoria singular, coherente y honda. Para Corredor-Matheos la poesía no es tanto un lenguaje como un conocimiento, y los versos la manera más despojada y pura de observar el mundo, de enunciar el asombro y plantear una búsqueda del sentido con la naturalidad de la auténtica sabiduría. Sus poemas sitúan al lector de pronto en otro ámbito, una realidad más amplia, más trascendente que la meramente percibida, donde las cosas hablan, las intuiciones asaltan y las paradojas de lo cotidiano delatan la incertidumbre, pero también la plenitud, del sujeto poético. De ese modo, sin ruido, el libro se convierte en un medio de exploración, pero también en la expresión sutil y elíptica de las reconciliaciones y zozobras del hombre contemporáneo.
Ganador del Premio Nacional de Poesía, del Ciutat de Barcelona, entre otros galardones, Corredor-Matheos se ha convertido en una de las voces más profundas y prestigiosas de la poesía española.


ERES de nuevo el niño
que una tarde volvía
del colegio
y contemplaba absorto
los luminosos charcos
de la lluvia,
descubriendo, de pronto,
la belleza del mundo.
Pero te has detenido
al borde del abismo
que hay en ti.
Y qué lejos, de pronto,
la belleza del mundo,
qué lejos todo ya.

El azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia de Ambrosio García Leal

CIENCIA (NF). Filosofía de la ciencia
Septiembre 2013
Metatemas MT 126
ISBN: 978-84-8383-495-4
País edición: España
280 pág.
17,30 € (IVA no incluido)

¿En qué dirección avanza la evolución? Hace mucho tiempo que los científicos se resisten a admitir que la evolución siga una dirección «ascendente», desde los organismos supuestamente «inferiores» hasta la complejidad que, por ejemplo, ofrece el cerebro humano. De ahí que autores como Richard Dawkins o Stephen J. Gould, tan enfrentados en otras cuestiones, coincidan en comparar la evolución con un camino errático y azaroso.
En El azar creador, el biólogo Ambrosio García Leal hace una decisiva aportación a esta crucial incógnita: la noción de «bomba de complejidad»; ésta promueve la plasticidad fenotípica —o capacidad de modificar la fisiología, la anatomía o el comportamiento según los requerimientos del medio— y permite comprender por qué, a pesar de todo, los organismos parecen alejarse cada vez más de la complejidad mínima y cómo consiguen enfrentarse de modo eficaz a entornos impredecibles. Asimismo, introduce un nuevo concepto de la individualidad darwiniana, compatible con la integración de los individuos en asociaciones cooperativas susceptibles de ser favorecidas por la selección natural. A la hora de independizarse de la incertidumbre ambiental, el sexo y la capacidad de aprender desempeñan un papel fundamental.
 

La idea de una evolución progresiva cuya culminación es la vida inteligente inspira hoy tanta aversión entre los biólogos que la misma palabra «progreso» se ha convertido en una suerte de tabú cuya sola mención genera incomodidad. Algunos autores llegan a rechazar incluso la idea de un progreso relativo, al menos a la escala macroevolutiva. Siguiendo la estela de Stephen Jay Gould, el más antidarwinista de los darwinistas, explican la evolución de la complejidad biológica en general, y de la inteligencia humana en particular, como producto de la pura contingencia histórica. Así, por tomar prestada una de las metáforas favoritas de Gould, si volviéramos a proyectar la película de la evolución de la vida en la Tierra desde el principio, la historia sería muy diferente, y hasta puede que nunca surgiera nada parecido a los animales y plantas que conocemos, y mucho menos una forma de vida inteligente. Una vez más, nuestra existencia se explica por un «milagro» improbable.
La no direccionalidad de la selección natural fue presentada a menudo por Gould como una virtud de la teoría darwiniana. Pero lo cierto es que el propio Darwin no lo veía así. Para él, la imposibilidad de dar cuenta del incremento progresivo de complejidad desde las formas de vida más simples hasta las más complejas era una fastidiosa carencia de su teoría. Consciente de que el mecanismo de la selección natural sin más no podía proporcionar una explicación plenamente satisfactoria del incremento evolutivo de la complejidad organísmica, Darwin quiso buscarla en un mecanismo accesorio: la coevolución de depredadores y presas (lo que en la literatura sobre el tema se conoce como «carrera de armamentos»).
En este libro adoptaré la estrategia de Darwin, pero propondré otro mecanismo accesorio más general y poderoso como motor del incremento evolutivo de complejidad: la anticipación a los cambios impredecibles del entorno. Siguiendo a Peter Medawar, quien definió la ciencia como el arte de lo resoluble (o, dicho de otra manera, el arte de plantear buenas preguntas), evitaré perder tiempo en intentar definir con precisión conceptos tan evasivos como «complejidad» o «progreso», y recurriré a una noción menos ambigua y más fructífera: la independencia de la incertidumbre del entorno. Además de prestarse a la formalización lógica, éste es un concepto fácil de ligar con la plasticidad fenotípica (fisiológica y comportamental), una componente principal de la adaptabilidad de los organismos pluricelulares complejos, clave para la superación de las crisis ecosistémicas y la persistencia de las especies a largo plazo.
Además de la incertidumbre del entorno, la otra adición teórica que introduciré es la irreversibilidad. Éste es un aspecto apenas contemplado por la teoría evolutiva al uso, pero que tendrá un papel clave en el modelo que voy a proponer. Y es que a menudo las especies, empujadas por presiones selectivas que las obligan a hacerse más eficientes, se adentran por vías evolutivas sin retorno (como el incremento de tamaño, el alargamiento del ciclo vital o la reducción de la tasa de natalidad). Cuando, por alguna causa externa o interna, la biosfera entra en crisis, a menudo la única solución para no extinguirse es una huida hacia delante. Las especies de vida larga, cuyas generaciones se suceden más lentamente y, en consecuencia, tienen más inercia evolutiva, deben suplementar la adaptabilidad puramente darwiniana (basada en la mutabilidad genotípica y, en las especies sexuales, la recombinación genética) con la adaptabilidad aportada por mecanismos no darwinianos como la plasticidad fenotípica, es decir, la capacidad de modificar la fisiología, la anatomía o el comportamiento en función de los requerimientos del medio. Los cerebros capaces de aprender y los sistemas inmunitarios son ejemplos obvios de adaptabilidad no darwiniana. Como veremos, el incremento evolutivo de la complejidad biológica es resultado de la oposición entre la adaptación optimizadora de la eficiencia y la adaptabilidad independizadora de la incertidumbre del entorno, junto con las fluctuaciones periódicas catastróficas (a la escala del tiempo geológico) que provocan la extinción en masa de los especialistas (cuya ganancia de eficiencia a corto plazo compromete su persistencia a largo plazo) y la reconstrucción de los ecosistemas mayormente a partir de especies que han apostado más por la adaptabilidad.

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