María
Dueñas
El
tiempo entre costuras
A
lo largo de los meses siguientes obré en consecuencia: minimicé riesgos,
intenté exponerme en público lo menos posible y me concentré en mis tareas con
mil ojos.
Continuamos cosiendo, mucho, cada vez más. La relativa tranquilidad que obtuve con la incorporación de doña Manuela al taller apenas duró unas semanas: la clientela creciente y la cercanía de la temporada navideña me obligaron a volver a dar a la costura el cien por cien de mí misma. Entre prueba y prueba, no obstante, seguí también volcada en mi otra responsabilidad: la clandestina, la paralela. Y así, lo mismo ajustaba el costado de un talle de cóctel que obtenía información sobre los invitados a la recepción ofrecida en la Embajada de Alemania en honor a Himmler, el jefe de la Gestapo, e igual tomaba medidas para el nuevo tailleur de una baronesa que me enteraba del entusiasmo con el que la colonia germana esperaba el inminente traslado a Madrid del restaurante berlinés de Otto Horcher, el favorito de los altos cargos nazis en su propia capital. Sobre todo eso y sobre mucho más informé a Hillgarth con rigor: diseccionando el material de forma minuciosa, escogiendo las palabras más precisas, camuflando los mensajes entre las supuestas puntadas y dándoles salida con puntualidad. Siguiendo sus advertencias, me mantuve permanentemente alerta y concentrada, pendiente de todo lo que ocurría alrededor. Y gracias a ello, en aquellos días percibí que algunas cosas cambiaron: pequeños detalles que quizá fueron consecuencia de las nuevas circunstancias o tal vez simples casualidades producto del azar. Un sábado cualquiera no encontré en el Museo del Prado al silencioso hombre calvo que solía encargarse de recogerme la carpeta llena de patrones codificados; nunca más le volví a ver. Unas semanas después, la chica del guardarropa del salón de peluquería fue sustituida por otra mujer: más madura, más gruesa e igualmente hermética. Noté también mayor vigilancia en las calles y los establecimientos, y aprendí a distinguir a quienes se encargaban de ella: alemanes grandes como armarios, callados y amenazantes con el abrigo llegándoles casi a los pies; españoles enjutos que fumaban nerviosos frente a un portal, junto a un local, tras un cartel. Aunque yo no fuera en principio el objeto de sus misiones, intentaba ignorarlos virando el rumbo o cambiando de acera en cuanto los intuía. A veces, para evitar pasar a su lado o cruzarme con ellos frontalmente, me refugiaba en un comercio cualquiera o me detenía frente a una castañera o un escaparate. En otras ocasiones, en cambio, me resultaba imposible esquivarlos porque me topaba con ellos de manera inesperada y ya sin margen de acción para reconducir el sentido. Me armaba entonces de valor: formulaba un mudo allá vamos, apretaba el paso con firmeza y dirigía la vista al frente. Segura de mí, ajena, altiva casi, como si lo que llevara agarrado de la mano fuese una compra caprichosa o un neceser lleno de cosméticos, y no un cargamento de datos cifrados sobre la agenda privada de las figuras más relevantes del Tercer Reich en España.
Continuamos cosiendo, mucho, cada vez más. La relativa tranquilidad que obtuve con la incorporación de doña Manuela al taller apenas duró unas semanas: la clientela creciente y la cercanía de la temporada navideña me obligaron a volver a dar a la costura el cien por cien de mí misma. Entre prueba y prueba, no obstante, seguí también volcada en mi otra responsabilidad: la clandestina, la paralela. Y así, lo mismo ajustaba el costado de un talle de cóctel que obtenía información sobre los invitados a la recepción ofrecida en la Embajada de Alemania en honor a Himmler, el jefe de la Gestapo, e igual tomaba medidas para el nuevo tailleur de una baronesa que me enteraba del entusiasmo con el que la colonia germana esperaba el inminente traslado a Madrid del restaurante berlinés de Otto Horcher, el favorito de los altos cargos nazis en su propia capital. Sobre todo eso y sobre mucho más informé a Hillgarth con rigor: diseccionando el material de forma minuciosa, escogiendo las palabras más precisas, camuflando los mensajes entre las supuestas puntadas y dándoles salida con puntualidad. Siguiendo sus advertencias, me mantuve permanentemente alerta y concentrada, pendiente de todo lo que ocurría alrededor. Y gracias a ello, en aquellos días percibí que algunas cosas cambiaron: pequeños detalles que quizá fueron consecuencia de las nuevas circunstancias o tal vez simples casualidades producto del azar. Un sábado cualquiera no encontré en el Museo del Prado al silencioso hombre calvo que solía encargarse de recogerme la carpeta llena de patrones codificados; nunca más le volví a ver. Unas semanas después, la chica del guardarropa del salón de peluquería fue sustituida por otra mujer: más madura, más gruesa e igualmente hermética. Noté también mayor vigilancia en las calles y los establecimientos, y aprendí a distinguir a quienes se encargaban de ella: alemanes grandes como armarios, callados y amenazantes con el abrigo llegándoles casi a los pies; españoles enjutos que fumaban nerviosos frente a un portal, junto a un local, tras un cartel. Aunque yo no fuera en principio el objeto de sus misiones, intentaba ignorarlos virando el rumbo o cambiando de acera en cuanto los intuía. A veces, para evitar pasar a su lado o cruzarme con ellos frontalmente, me refugiaba en un comercio cualquiera o me detenía frente a una castañera o un escaparate. En otras ocasiones, en cambio, me resultaba imposible esquivarlos porque me topaba con ellos de manera inesperada y ya sin margen de acción para reconducir el sentido. Me armaba entonces de valor: formulaba un mudo allá vamos, apretaba el paso con firmeza y dirigía la vista al frente. Segura de mí, ajena, altiva casi, como si lo que llevara agarrado de la mano fuese una compra caprichosa o un neceser lleno de cosméticos, y no un cargamento de datos cifrados sobre la agenda privada de las figuras más relevantes del Tercer Reich en España.
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