Operación Dulce de Ian McEwan
ISBN 978-84-339-7874-5
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 400
Colección Panorama de narrativas
Traducción Jaime Zulaika
Inglaterra, 1972. En
plena Guerra Fría la joven estudiante Serena Frome es reclutada en Cambridge
por el MI5. Su misión: crear una fundación para ayudar a novelistas
prometedores, pero cuya verdadera finalidad es generar propaganda
anticomunista.
Y en su vida dominada por el engaño entra Tom Healy, joven escritor del que acabará enamorándose. Hasta que llega el momento en que tiene que decidir si seguir con su mentira o contarle la verdad... Esta deslumbrante narración atrapa y sorprende al lector con sucesivas vueltas de tuerca en las que realidad y ficción se funden y confunden. Con extraordinaria sutileza psicológica, una trama trepidante y momentos de fina ironía, Ian McEwan demuestra una vez más que es un maestro consumado del arte de la novela.
Y en su vida dominada por el engaño entra Tom Healy, joven escritor del que acabará enamorándose. Hasta que llega el momento en que tiene que decidir si seguir con su mentira o contarle la verdad... Esta deslumbrante narración atrapa y sorprende al lector con sucesivas vueltas de tuerca en las que realidad y ficción se funden y confunden. Con extraordinaria sutileza psicológica, una trama trepidante y momentos de fina ironía, Ian McEwan demuestra una vez más que es un maestro consumado del arte de la novela.
«Una novela que es una
enorme y maravillosa muñeca rusa... Es una novela irónica y una novela de
ideas, pero a diferencia de otros libros de ese estilo, es también intensamente
emocionante» (Julie Myerson, The Observer).
«De una agudeza
absoluta... Una novela sublime» (Lucy Kellaway, The Financial Times).
«Extremadamente
inteligente. Es, de lejos, su libro más jovial» (Kurt Andersen, The New York
Times Book Review).
Canadá de Richard Ford
ISBN 978-84-339-7871-4
PVP con IVA 24,90 €
Nº de páginas 512
Colección Panorama de narrativas
Traducción Jesús Zulaika
Dell Parsons tiene
quince años cuando sucede algo que marcará para siempre su vida: sus padres
roban un banco y son detenidos. Su mundo y el de su hermana gemela Berner se
desmorona en ese momento. Con los padres en la cárcel, Berner decide huir de la
casa familiar en Montana. A Dell, un amigo de la familia le ayudará a cruzar la
frontera canadiense con la esperanza de que allí pueda reiniciar su vida en
mejores condiciones. En Canadá se hará cargo de él Arthur Remlinger, un
americano enigmático cuya frialdad oculta un carácter sombrío y violento. Y en
ese nuevo entorno, Dell reconducirá su vida y se enfrentará al mundo de los
adultos. Una bellísima y profunda novela sobre la pérdida de la inocencia,
sobre los lazos familiares y sobre el camino que uno recorre para alcanzar la
madurez.
«Uno de los mejores
estilistas y uno de los narradores más humanistas de América... Es su libro más
elegiaco y profundo» (Ron Charles, The Washington Post).
«Un grandísimo
escritor» (M. Dirda, The New York Review of Books).
«Un vasto y magnífico
fresco. Ésta es una de las primeras grandes novelas del siglo XXI» (John
Banville).
«Fascinante» (Colm
Tóibín).
Mi
madre, Neeva (diminutivo de Geneva) Kamper, era una mujer menuda, intensa, con
gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se le
deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla. Tenía
cejas espesas y frente reluciente, de piel fina, tras la que se le traslucían
las venas, y una tez pálida de vivir dentro de casa que le daba un aspecto
frágil, sin que ella lo fuera en absoluto. Mi padre, en broma, decía que la
gente de donde él venía, en Alabama, al pelo de mi madre lo llamaba «pelo de
judío» o «pelo de inmigrante», pero que a él le gustaba y que a mi madre la
amaba. (Ella nunca pareció prestar mucha atención a estas palabras.) Sus manos
eran pequeñas y delicadas, de uñas muy cuidadas (se hacía regularmente la
manicura) y bruñidas, de las que solía presumir y con las que gesticulaba con
aire ausente. Tenía un talante escéptico, y solía escuchar con gran atención
cuando le hablábamos; también tenía ingenio, que a veces podía ser mordaz.
Llevaba gafas sin montura, leía poesía francesa, y a menudo utilizaba
expresiones como cauchemar o trou de cul, que mi hermana y yo no entendíamos.
Escribía poemas con tinta marrón que compraba por correo, y llevaba un diario
que nosotros no podíamos leer, y normalmente tenía una expresión de perplejidad
ligeramente altiva y como estigmatizada, que llegó a ser muy propia de ella, si
no lo había sido siempre. Antes de casarse con mi padre y de tenernos
rápidamente a mi hermana y a mí, se había graduado a los dieciocho años en el
Whitman College de Walla Walla, había trabajado en una librería y posiblemente
acariciado la idea de convertirse en poetisa y en bohemia, y la esperanza de
llegar a conseguir un trabajo de estudiosa profesora en un pequeño college,
casada con alguien diferente del hombre con quien se había casado realmente, un
profesor universitario probablemente, que le daría la vida para la que ella
creía que estaba destinada. En 1960, el año en que tuvieron lugar los hechos,
tenía sólo treinta y cuatro años. Pero tenía ya «arrugas marcadas» a ambos
lados de la nariz, que era pequeña y rosada en la punta, y los párpados oscuros
de sus grandes y penetrantes ojos verde gris le hacían parecer extranjera y un
tanto triste e insatisfecha, lo cual era cierto. Su cuello era delgado y
hermoso, y su sonrisa repentina e inesperada dejaba al descubierto unos dientes
pequeños y una boca en forma de corazón, de jovencita. Una sonrisa que –salvo a
mi hermana y a mí– rara vez ofrecía. Nos dábamos cuenta de que era una persona
de apariencia poco corriente, vestida las más de las veces con pantalones
anchos color verde oliva y blusas de algodón de mangas holgadas y zapatos de
cáñamo y algodón que debía de haber encargado por correo en la Costa Oeste,
porque no podían comprarse zapatos de ésos en Great Falls. Y cuando se ponía a
regañadientes al lado de nuestro padre, alto y guapo y extrovertido, aún
parecía más fuera de lo corriente. Aunque eran raras las veces en que
«salíamos» en familia, o comíamos en restaurantes, así que apenas podíamos
darnos cuenta de cómo aparecían ante el mundo, entre desconocidos. A nosotros
la vida en casa nos parecía de lo más normal.
Mi
hermana y yo entendíamos perfectamente por qué mi madre se había sentido
atraída por Bev Parsons, un hombre de hombros fuertes, hablador, divertido,
siempre dispuesto a complacer a cualquiera que se encontrase a su alcance. Pero
nunca estuvo demasiado claro por qué se había interesado él por ella, una mujer
muy menuda (de poco más de un metro cincuenta), introvertida y tímida, apartada
de la gente, artística, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando
se sentía completamente a gusto. Nuestro padre debía de apreciar de algún modo
todo aquello, de percibir que ella tenía una mente más sutil que la de él, y
que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz. Decía
mucho en su favor que –más allá de las diferencias físicas– mirara al corazón
de las cosas humanas, y yo admiraba eso en él por mucho que mi madre no se
diera cuenta de ello.
Pero,
en mi cabeza, la extraña unión de unos atributos físicos que no casaban siempre
es en parte la causa por la que acabaron mal: no había ninguna duda de que no
eran apropiados el uno para el otro y de que no deberían haberse casado ni
haber hecho nada de lo que hicieron; tenían que haber tomado caminos distintos
después de su primer y apasionado encuentro, con independencia de las
consecuencias. Cuanto más estaban juntos, y mejor se conocían, más comprendía
ella –al menos– que habían cometido un error, y más extraviadas se volvían sus vidas
a medida que pasaba el tiempo –como en esas largas pruebas de matemáticas en
las que los primeros cálculos son erróneos, con lo que los siguientes se van
alejando más y más del punto en que las cosas tenían sentido–. Un sociólogo de
la época –principios de la década de 1960– habría dicho quizá que nuestros
padres estaban en la vanguardia de un momento histórico, y se contaban entre
los primeros que transgredieron los límites que la sociedad impone, que
abrazaron la subversión y creyeron en credos que exigían ratificación a través
de la autodestrucción. Pero se habría equivocado. Nuestros padres no eran
personas temerarias en la vanguardia de nada. Eran, como ya he dicho, gente
normal a la que le jugaron una mala pasada las circunstancias y los malos instintos,
y la mala suerte, que les hicieron aventurarse más allá de las fronteras que
–sabían– eran las correctas, y luego fueron incapaces de volver atrás.
Días sin hambre de Delphine de Vigan
ISBN 978-84-339-7872-1
PVP con IVA 14,90 €
Nº de páginas 168
Colección Panorama de narrativas
Traducción Javier Albiñana
Esta primera novela de
Delphine de Vigan, publicada en el año 2001 con el pseudónimo de Lou Delvig por
razones familiares, cuenta la historia de una joven anoréxica de diecinueve
años. El relato que Laure hace en su diario de un cuerpo al borde de la muerte
es verosímil y perturbador. Desde las primeras líneas de la novela el lector
acompaña a la joven a través de su recuperación y de su aprendizaje: volver a
comer pero, ante todo, volver a sentirse poseedora de un cuerpo susceptible de
despertar el deseo del otro. Esta novela de trama mínima es en realidad una
poderosa bildungsroman, un despertar a la vida y al amor, aunque el viaje de su
protagonista es interior y se desarrolla entre las cuatro paredes de un
hospital.
«A pesar de tratar un
tema particularmente complicado, Días sin hambre es de una destacable sobriedad
y halla el tono justo» (Emilie Grangeray, Le Monde).
«Libro magnífico» (C.
D-M, Marianne).
«Un libro sincero, sin
compasión; nada más que la precisión de las palabras y la agudeza del análisis»
(Catherine Schwaab, Paris Match).
Por
primera vez alguien gritaba para que se volviera, alguien la llamaba, sabía
ponerle un nombre a aquel sufrimiento, el sufrimiento de su cuerpo. Por primera
vez alguien acudía a buscarla allí donde los demás no podían, no se veían ya
capaces.
Él
le pedía, le ordenaba que acudiera. Sabía que todo dependía de ese primer
contacto. Ella se imaginaba la aprensión que había sentido, quizá, al marcar el
número. Oía, a través de las inflexiones de su voz, el miedo a fracasar y
también esa voluntad brutal que tenía de convencerla.
Colgó
el teléfono. Permaneció largo rato postrada. Pero quién me mandará meterme en
esto.
El
miércoles cogió el metro hasta el hospital. Apenas podía caminar. Entró en el
consultorio, se sentó frente a él. No se le ocurría nada que decir, estaba
vacía, totalmente vacía. Él le hizo unas preguntas, por cumplir, y luego casi
le suplicó, tengo una habitación para usted, tal como está no puede marcharse.
Ella se negó. Él buscaba las palabras adecuadas para retenerla. Tenía las manos
posadas en el escritorio, aquellas manos menudas que un día deslizaría por su
piel transparente.
Era
demasiado pronto, a pesar de ese tiempo que ella ya no tenía. Él no cesó de
repetir que no se podía recoger a la gente en la calle, no se les podía
obligar. Ella cerró la puerta al salir, titubeante, volvió a tomar el metro sin
poder derramar una lágrima.
Estela del fuego que se aleja de Luis Goytisolo
ISBN 978-84-339-1703-4
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 208
Colección Narrativas hispánicas
Los primeros capítulos
de Estela del fuego que se aleja están dedicados a «la crisis que atraviesa el
protagonista», al que se nombra con la letra A. Se trata de «un hombre de
mediana edad que, con todo y haber sabido hacerse con los signos distintivos
del triunfador nato –éxito profesional, amor, dinero–, se siente íntimamente
malogrado, convencido de que ha desperdiciado su talento, y las metas a las que
ese talento podía haberle llevado, en aras de la seguridad material». El dibujo
de esta situación «se organiza en torno a unos cuantos núcleos temáticos
relacionados con el protagonista, amigos, matrimonio, familia, infancia,
actividades políticas de su época de estudiante, aventuras amorosas, etc.,
pequeños episodios que, aunque aparentemente inconexos y hasta irrelevantes,
terminan por configurar una imagen acabada tanto de lo que nuestro personaje es
como de lo que hubiera querido llegar a ser».
Quien brinda tan
precisa descripción de la novela es B, el «otro» protagonista de la misma, cuya
voz y cuyas peroratas irrumpen en el texto orientándolo en una dirección
imprevista. B es una especie de contrafigura grotesca de A, en la que se
reconocen –ya sea invertidos, ya sutilmente reelaborados– algunos de los rasgos
de éste. Uno y otro parecen hallarse a cada lado de un mismo espejo, sin que en
definitiva quepa dilucidar de un modo inequívoco quién es reflejo de quién,
quién
el creador y quién la criatura en un texto que podría ser obra tanto del uno como del otro, cada uno de los dos personajes susceptible de ser entendido como el negativo del otro.
el creador y quién la criatura en un texto que podría ser obra tanto del uno como del otro, cada uno de los dos personajes susceptible de ser entendido como el negativo del otro.
Estela del fuego que se
aleja fue la primera novela escrita por Luis Goytisolo después de Antagonía,
algunos de cuyos postulados fundamentales elabora de forma lúdica y
maliciosamente rocambolesca.
Si Antagonía era una novela sobre la creación, Estela del fuego que se aleja es una novela sobre la relación del creador con su obra y de ésta con su vida.
Si Antagonía era una novela sobre la creación, Estela del fuego que se aleja es una novela sobre la relación del creador con su obra y de ésta con su vida.
Treinta años después de
su primera edición, la recuperación de Estela del fuego que se aleja la señala
como una novela asombrosamente vigente, que conserva intacta la dinamita de su
humor despiadado y su capacidad de interpelar perturbadoramente al lector.
«Goytisolo vuelve a
Proust del revés, ya no es la vida la que se transforma en escritura, sino la
literatura la que explica el mundo, quien en definitiva lo hace vivir» (Rafael
Conte, El País).
«Toda la novela nos
conduce a su propio autor y plantea una indagación autobiográfica de la
trayectoria humana y las incertidumbres estéticas del mismo Goytisolo» (Santos
Sanz Villanueva, Diario 16).
«La novela exprime
agudísimamente el asco de la prosa del mundo: dominical, notarial,
mediocrática» (Gonzalo Sobejano).
«Páginas de rigurosa
inteligencia, de ambiciosa elaboración, de delicada nostalgia, de espléndido
sarcasmo. En definitiva, una novela desconcertante, deslumbradora y
extraordinaria» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).
Supongo
que algo semejante pensaron los miembros del jurado del Premio de la Crítica
que en abril de 1985 distinguió a Estela del fuego que se aleja como la mejor
novela en castellano publicada en España durante el año 1984. Bien es cierto
que entre los miembros de ese jurado se contaban lectores atentos y puntuales
de Antagonía, como Luis Suñén, Robert Saladrigas o Rafael Conte, quienes
probablemente invocaron el peso y el valor incontestables de esa novela como
argumentos para galardonar lo que sin duda era una digna y consecuente secuela
de la misma. El propio Luis Goytisolo, en las declaraciones que realizó con
motivo de recibir el premio, asumía que su nueva novela no era mejor que la
anterior. Le bastaba con pensar –decía– que estaba a la altura.
El
caso es que la tonalidad de Estela del fuego que se aleja no podía menos que
resultar familiar al lector de Antagonía. No es que se establezca ninguna clase
de continuidad entre las dos novelas, ni siquiera en forma remota o indirecta:
ocurre simplemente que en Estela... se pone en marcha un mecanismo narrativo
semejante al ensayado ya en diferentes lugares de Antagonía (las notas de Raúl
en Los verdes de mayo hasta el mar, los apuntes de Matilde Moret en La cólera
de Aquiles, las anotaciones de los tres diarios que conforman Teoría del
conocimiento), y que lo hace nutriéndose de un material en buena medida
semejante.
He
dicho narrativo, pero conviene advertir que, al hablar a cualquiera de las
novelas de Luis Goytisolo, este calificativo debe adoptarse en su dimensión
menos épica, rebajando al He dicho narrativo, pero conviene advertir que, al
hablar a cualquiera de las novelas de Luis Goytisolo, este calificativo debe adoptarse
en su dimensión menos épica, rebajando al máximo su dependencia respecto a
nociones que suelen asociársele de forma casi automática, como pueden ser las
de acción, argumento o intriga.
Para
entender esto último baste acudir a cualquiera de los numerosos pasajes de esta
novela en que se suceden oraciones sustantivas que no aparecen ligadas
sintácticamente a ningún verbo. Tómese, sin ir más lejos, el párrafo de la
página 23 que empieza con las palabras «La propensión de Marie Claudie...».
Observe el lector que el párrafo consta de cinco frases que enumeran rasgos de
un determinado personaje, sin que pueda hablarse de acción propiamente dicha.
En todo el párrafo no ocurre, en rigor, nada. La forma verbal más frecuente es
el infinitivo, que es intemporal y que –como es sabido– comparte algunas
características con el sustantivo (es la forma verbal más naturalmente
sustantivable). La técnica es de naturaleza descriptiva, mucho antes que
narrativa. No hay relato: sólo un despliegue de observaciones que, superpuestas,
van conformando una figura cada vez más nítida: la del personaje en cuestión.
Me permito subrayar las particulares connotaciones de este verbo: desplegar,
que no sugiere tanto la evolución de una situación dada como el desarrollo de
los elementos que dicha situación contiene ya desde un principio. Así suele
ocurrir en las novelas de Luis Goytisolo. Algo semejante cabría decir del
tiempo narrativo, que parece progresar en espiral, trazando círculos que
amplían sucesivamente el cuadro del presente al mismo tiempo que se adentran en
el pasado.
El camino de Ida de Ricardo Piglia
ISBN 978-84-339-9764-7
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 296
Colección Narrativas hispánicas
Emilio Renzi ha llegado
al campus de una prestigiosa universidad de New Jersey para impartir un
seminario sobre los años argentinos de W. H. Hudson. Fue invitado por la
directora del departamento, la bella y belicosa Ida Brown. Pequeños incidentes
y extraños equívocos culminan con la trágica muerte de la profesora Brown en un
inexplicable accidente. Que incluye un detalle inquietante: Ida tiene la mano
quemada, y eso parece conectarla con una serie de atentados contra figuras del
mundo académico. Cuando finalmente se descubre al responsable de los atentados,
el asombro es mayúsculo. Se trata de Thomas Munk, profesor de matemáticas en
Berkeley y autor de un radical Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico.
Renzi reconstruye el pasado de Munk y viaja a California para entrevistarlo en
la cárcel. Intuye que el destino de Ida está en juego y que nada volverá a ser
como antes. Con una escritura hipnótica que pasa naturalmente de la
autobiografía al registro policial, esta novela confirma a Ricardo Piglia como
uno de los grandes escritores contemporáneos.
Al
día siguiente fui a la universidad, conocí a las secretarias y a algunos colegas
pero no comenté con nadie la extraña llamada de la noche. Me saqué fotos, firmé
papeles, me dieron la tarjeta con el ID que me permitiría acceder a la
biblioteca y me instalé en una soleada oficina del tercer piso del Departamento
que daba a los senderos de piedra y a los edificios góticos del campus. Estaba
empezando el semestre, los estudiantes llegaban con sus mochilas y sus valijas
con rueditas. Había un bullicio alegre en medio de la blancura helada de los
amplios caminos iluminados por el sol de enero.
Encontré
a Ida Brown en el lounge de los profesores y fuimos a comer al Ferry House. Nos
habíamos visto cuando estuve aquí hacía tres años, pero mientras yo me hundía
ella había mejorado. Tenía un aspecto distinguido con su elegante blazer de pana,
su boca pintada de rojo carmesí, su cuerpo esbelto y su aire mordaz y maligno.
(«Bienvenido al cementerio donde vienen a morir los escritores.»)
Ida
era una estrella del mundo académico, su tesis sobre Dickens había paralizado
los estudios sobre el autor de Oliver Twist por veinte años. Su sueldo era un
secreto de Estado, decían que se lo aumentaban cada seis meses y que la única
condición era que debía recibir cien dólares más que el varón (ella no los
llamaba así) mejor pagado de su profesión. Vivía sola, nunca se había casado,
no quería tener hijos, estaba siempre rodeada de estudiantes, a cualquier hora
de la noche era posible ver la luz de su oficina encendida e imaginar el suave
rumor de su computadora, donde elaboraba tesis explosivas sobre política y
cultura. También era posible imaginar su risita divertida al pensar en el
escándalo que sus hipótesis iban a causar entre los colegas. Decían que era una
esnob, que cambiaba de teoría cada cinco años y que cada uno de sus libros era
distinto al anterior porque reflejaba la moda de la temporada, pero todos
envidiaban su inteligencia y su eficacia.
No
bien nos sentamos a comer, me puso al tanto de la situación en el Departamento
de Modern Culture and Film Studies que ella había ayudado a crear. Incluyó los
estudios de cine porque los estudiantes, dijo, pueden no leer novelas, no ir a
la ópera, puede no gustarles el rock o el arte conceptual, pero siempre verán
películas.
Era
frontal, directa, sabía pelear y pensar. («Esos dos verbos van juntos.») Estaba
empeñada en una guerra sin cuartel contra las células derridianas que
controlaban los departamentos de Literatura en el Este y, sobre todo, contra el
comité central de la deconstrucción en Yale. No los criticaba desde las
posiciones de los defensores del canon como Harold Bloom o George Steiner («los
estetas kitsch de las revistas de la clase media ilustrada»), sino que los
atacaba por la izquierda, desde la gran tradición de los historiadores
marxistas. («Pero decir historiador marxista es un pleonasmo, como decir cine
norteamericano.»)
Pecados originales de Rafael Chirbes
ISBN 978-84-339-7622-2
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 256
Colección Otra vuelta de tuerca
Ana, la narradora de La
buena letra (1992), y Carlos, el protagonista de Los disparos
del cazador (1994), les cuentan a sus hijos fragmentos de sus
vidas. En el caso de Ana, el final de la guerra y la derrota, el esfuerzo por
mantener la dignidad en los tiempos sombríos del franquismo. En el de Carlos,
su ascenso social cargado de traiciones, sus infidelidades, el dinero
conseguido de forma dudosa. Ambas novelas componen un díptico de lucidez
deslumbrante: nos hablan de la herida que se abre incurable entre vencedores y
vencidos. Veinte años después de haber sido escritas, estas dos nouvelles se cargan con nuevos sentidos,
al tiempo que mantienen toda su excelencia literaria. La crítica internacional
las ha considerado dos pequeñas obras maestras y, para muchos lectores, se
trata de las más perfectas narraciones de Chirbes.
La buena letra
y Los disparos del cazador, se ha situado entre los mejores novelistas
contemporáneos» (Martine Silber, Le Monde).
«Con permiso de Juan
Marsé, Chirbes es el mayor novelista en activo de nuestro país» (Ricardo
Menéndez Salmón).
A
mi abuelo le gustaba asustarme. Cada vez que iba a su casa, se escondía detrás
de la puerta con una muñeca, y cuando yo, que sabía el juego, preguntaba:
«¿Dónde está el abuelo?», aparecía de repente, me tiraba encima la muñeca, que
era tan grande como yo, y se reía mientras me daba bofetadas con aquellas manos
de trapo que me parecían horribles. Le agradaba verme enfadada y que luego
buscase refugio en sus rodillas. «Pero si el abuelo está aquí, ¿qué te va a
pasar, tontita?», me decía, y a mí ya no me daba miedo la muñeca tirada en la
silla. «Tócala, si no hace nada», decía, y yo la tocaba. «Es de trapo.»
También
me contaba la historia del marido que salía del baúl en que lo había escondido
su mujer después de descuartizarlo y robarle el hígado. La mujer había cocinado
el hígado y se lo había servido al amante, y el muerto volvía para recuperarlo.
El efecto de ese cuento –su emoción– estaba en la lentitud con que el muerto
bajaba los escalones que separaban el desván del comedor. «Ana, ya salgo del
desván», anunciaba el muerto, y luego, sucesivamente, «Ana, ya estoy en el
descansillo», «ya estoy en la primera planta», «ya estoy en el octavo escalón»,
«en el séptimo», «en el sexto».
Mientras
mi abuelo acercaba con sus palabras aquel cadáver al lugar en que nos
encontrábamos, yo miraba hacia la escalera y esperaba verlo aparecer, y gritaba
muy excitada, y lloraba, pidiéndole «no, no, que no baje más», sin conseguir
que el descenso se detuviese. Sólo se terminaba el cuento una vez que mi abuelo
daba un grito, me cubría la cara con su manaza y decía: «Ya estoy aquí.» Yo
cerraba los ojos y gritaba y me movía entre sus brazos y luego me colgaba de su
cuello, que estaba tibio, y entonces dejaba de tener miedo y sentía la
satisfacción de estar en su compañía.
Por
entonces aún no teníamos luz eléctrica, y las habitaciones estaban siempre
llenas de sombras que la llama del quinqué no hacía más que cambiar de forma y
de lugar. Cuando, después de dejarme en la cama, mi madre se iba llevándose el
quinqué, la luz de la luna resbalaba en la pared de enfrente y se escuchaban
crujidos en los cañizos del techo. Yo cerraba los ojos, me escondía bajo las
sábanas y fingía no escuchar esos ruidos. Pero, en aquellas noches, vivía a la
espera de algo terrible.
En
cierta ocasión, me vi raptada en la oscuridad por una sombra que me arrastró
escaleras abajo. Cuando salimos a la calle la sombra y yo, había una gran
conmoción y la gente gritaba y corría de un sitio para otro. Las llamas se
elevaban hasta el cielo y todo estaba envuelto en humo. Había ardido la casa de
nuestros vecinos. Al día siguiente me enteré de que había muerto una de las
niñas que vivían en la casa. «Enterraron un pedazo de palo seco y retorcido»,
oí decir, y esa imagen –la de un palo seco y retorcido– y la ausencia fueron
para mí, desde entonces, la imagen de la muerte.
La cuadratura del círculo de Álvaro Pombo
ISBN 978-84-339-7621-5
PVP con IVA 21,90 €
Nº de páginas 392
Colección Otra vuelta de tuerca
Este libro cuenta la
tragedia de un hombre equivocado, que reconoce su error cuando ya no puede
deshacer lo hecho. La violencia, la seducción, la furia, el remordimiento,
desarrollan su implacable lógica en el marco de un tiempo confuso, el siglo
XII. Pombo narra el imposible propósito de unificar religión y guerra,
espiritualidad y política, amor y crueldad. La política de Acardo, el
protagonista, está zarandeada por mensajes contradictorios: el atractivo de la
guerra, la fascinación por el influyente San Bernardo de Claraval, la
brillantez de la corte del duque de Aquitania, trovador y tiránico, la
atracción y el rechazo hacia la vida monástica, la seducción por la cultura
islámica, sutil, refinada. ¿Es posible unificar esa variedad de llamadas,
incitaciones, deseos, o sería intentar cuadrar el círculo? El resultado es esta
novela excepcional, galardonada con el Premio Fastenrath de la Real Academia
Española.
«Una obra de arte de
principio a fin, su obra maestra sin duda alguna, uno de esos libros que se lee
y se relee sin parar, de lectura tan necesaria como imperecedera» (Rafael
Conte, ABC).
«Un acontecimiento
literario de primerísima magnitud, un logro sensacional no sólo en el marco de
la narrativa española, sino de la narrativa actual en cualquier lengua. Novela
prodigiosa, ambiciosísima» (Ignacio Echevarría, El País).
Librerías de Jorge Carrión
ISBN 978-84-339-6355-0
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 344
Colección Argumentos
¿Cuál es el significado
de las librerías en el imaginario colectivo? ¿Cuál es su papel en la historia
de las ideas y de las letras? En este brillante y ameno ensayo, Jorge Carrión
crea una posible cronología del desarrollo de las librerías y de su representación
artística. Cómo se transformaron en mitos culturales, en centros de tertulia o
en atalayas de resistencia política. La Strand de Nueva York, las parisinas
Shakespeare and Company y La Hune, la Librairie des Colonnes de Tánger,
Bertrand y Ler Devagar en Lisboa, Stanfords en Londres, El Virrey en Lima,
Lello en Oporto, La Central y Laie en Barcelona, la Librería de Ávila y Eterna
Cadencia de Buenos Aires, Antonio Machado en Madrid, City Lights y Green Apple
Books en San Francisco, las librerías del Fondo de Cultura Económica en Ciudad
de México o Bogotá… Esas y muchísimas otras librerías supervivientes desfilan
en estas páginas, junto con otras que fueron emblemáticas y luego
desaparecieron, como la londinense Temple of the Muses, la Librería de los Escritores
de Moscú, la R. Viñas & Co. de Barranquilla o la parisina Maison des Amis
des Livres. Un mundo fascinante, pero también crepuscular, cuya topografía
compartimos todos los amantes de los libros. Finalista 41.º Premio Anagrama de
Ensayo.
«Mendel
el de los libros» podría insertarse en una serie de relatos contemporáneos que
giran alrededor de la relación entre memoria y lectura, una serie que podría
comenzar en 1909 con «Mundo de papel», de Luigi Pirandello, y terminar en 1981
con «La Enciclopedia de los muertos (toda una vida)», de Danilo Kiš, pasando
por el relato de Zweig y por tres de los que Jorge Luis Borges escribió en el
ecuador del siglo pasado. Porque en la obra borgeana la vieja tradición
metalibresca adquiere tal madurez, tal trascendencia que nos obliga a leer lo
anterior y lo posterior en términos de precursores y de herederos. «La
Biblioteca de Babel», de 1941, describe un universo hipertextual en forma de
biblioteca colmena, desprovisto de sentido y donde la lectura es casi
exclusivamente desciframiento (parece una paradoja: en el cuento de Borges está
proscrita la lectura por placer). «El Aleph», publicado en Sur cuatro años más tarde,
versa sobre cómo leer la reducción de la Biblioteca de Babel a una esfera
minúscula, en que se condensan todo el espacio y todo el tiempo; y, sobre todo,
acerca de la posibilidad de traducir esa lectura en un poema, en un lenguaje
que haga útil la existencia del portentoso aleph. Pero sin duda es «Funes el
memorioso», fechado en 1942, el cuento de Borges que más recuerda al de Zweig,
con su protagonista en los márgenes de los márgenes de la civilización
occidental, encarnación como Mendel del genio de la memoria:
Babilonia,
Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los
hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido
el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche
convergía sobre el infeliz Irineo, en su pobre arrabal sudamericano.
Como
Mendel, Funes no disfruta de su asombrosa capacidad de recordar. Para ellos
leer no significa desentrañar argumentos, reseguir itinerarios vitales,
entender psicologías, abstraer, relacionar, pensar, experimentar en los nervios
el temor y el deleite. Al igual que sucederá cuarenta y cuatro años después con
Número 5, el robot de la película
Cortocircuito, para ellos la lectura es absorción de datos, nube de
etiquetas, indexar, procesar información: está exenta de deseo. El de Zweig y
el de Borges son cuentos absolutamente complementarios: el viejo y el joven, el
recuerdo total de los libros y el recuerdo exhaustivo del mundo, la Biblioteca
de Babel en un único cerebro y el aleph en una única memoria, unidos ambos
personajes por su condición marginal y pobre.
Pirandello
imagina en «Mundo de papel» una escena de lectura que también está recorrida
por la pobreza y la obsesión. Pero Balicci, lector tan adicto que su piel se ha
mimetizado con el color y la textura del papel, endeudado a causa de su vicio,
se está quedando ciego: «¡Todo su mundo estaba allí! ¡Y ahora no podía vivir en
él, excepto por aquella pequeña porción que le devolvería la memoria!»
Reducidos a una realidad táctil, a volúmenes desordenados como piezas de
Tetris, decide contratar a alguien para que clasifique aquellos libros, para
que ordene su biblioteca, hasta que su mundo sea «sacado del caos». Pero
después de ello se sigue sintiendo incompleto, huérfano, a causa de la
imposibilidad de leer; de modo que contrata a una lectora, Tilde Pagliocchini;
pero le molesta su voz, su entonación, y la única solución que encuentran es
que ella le lea en voz baja, es decir, en silencio, para que él pueda evocar, a
la velocidad de las líneas y de las páginas que pasan, aquella misma lectura,
cada vez más remota. Todo su mundo, reordenado en el recuerdo.
Un
mundo abarcable, jibarizado gracias a la metáfora de la biblioteca, la librería
portátil o la memoria fotográfica, descriptible, cartografiable.
No
es casual que el protagonista del relato «La Enciclopedia de los muertos (toda
una vida)», de Kiš, sea precisamente un topógrafo. Su vida entera, hasta en el
más mínimo detalle, ha sido consignada por una suerte de secta o de grupo de
eruditos anónimos que desde finales del siglo XVIII lleva a cabo un proyecto
enciclopédico –paralelo al de la Ilustración– donde figuran todos aquellos
personajes de la Historia que no se encuentran en el resto de las
enciclopedias, las oficiales, las públicas, las que se pueden consultar en
cualquier biblioteca. Por eso el cuento especula sobre la existencia de una
biblioteca nórdica donde se encontrarían las salas –cada una dedicada a una
letra del abecedario– de la Enciclopedia de los muertos, cada volumen
encadenado a su anaquel, imposible de copiar o reproducir: tan sólo objetos de
lecturas parciales, víctimas inmediatas del olvido.
Diez mil millones de Stephen Emmott
ISBN 978-84-339-6356-7
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 208
Colección Argumentos
Traducción Antonio-Prometeo
Moya
Éste es un libro de
terror. Al igual que en Frankenstein, nosotros hemos construido al
monstruo, nosotros somos sus víctimas y ahora tratamos inútilmente de
detenerlo. Los hechos son simples: la población mundial crece, los recursos
tienen un límite y las consecuencias de explotar esos recursos están cambiando de
forma irreversible las condiciones de vida de nuestro planeta. No se trata de
una denuncia más. El autor de este libro es un científico y todo cuanto aparece
en estas páginas procede de estudios comprobados que nos transmiten el mismo
mensaje: Estamos condenados. Tiramos la mitad de lo que compramos como si los
productos fueran inagotables; explotamos los recursos naturales como si
salieran de la nada; y seguimos extendiéndonos por la faz del planeta. Hagamos
lo que hagamos, cerremos los ojos, nos vayamos a vivir al campo o nos
suicidemos, el resultado será el mismo. No podemos impedir nuestra propia
desaparición como especie.
«Emmott nos lanza
predicciones terribles apoyadas por hechos incuestionables» (Andrzej Lukowski, Time
Out).
«A quien quiera conocer
la asombrosa cantidad de agua que se gasta en fabricar una hamburguesa, Emmott
le dará la respuesta» (The Independent).
Los
humanos aparecimos como especie hace unos 200.000 años. En tiempo geológico es
un acontecimiento muy reciente. Hace 10.000 años éramos sólo un millón.
En
1800, hace poco más de 200 años, éramos ya mil millones.
Hace
50 años, hacia 1960, éramos tres mil millones.
En
la actualidad superamos los siete mil millones.
En
2050 nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos vivirán en un planeta
habitado por nueve mil millones de personas como mínimo.
Antes
de que acabe el presente siglo seremos por lo menos diez mil millones.
Posiblemente más.
El coleccionista apasionado (Una historia íntima) de
Philipp Blom
ISBN 978-84-339-6358-1
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 376
Colección Argumentos
Traducción Marco-Aurelio
Galmarini
Este libro investiga la
historia de la pasión por coleccionar desde el Renacimiento hasta nuestros
días. Todo objeto de colección, ya sea una caja de cerillas o la uña de un
mártir, tiene un significado que trasciende al objeto mismo; es un tótem. Y el
afán incesante por poseerlo convierte al coleccionista en un antropólogo
cultural. Philipp Blom destila los temas que subyacen a esta pasión
aparentemente tan inasible: conquista y posesión, caos y memoria, un vacío que
colmar y la conciencia de la propia mortalidad.
«Una crónica sobre la
rareza de la mente humana, y la maravilla del mundo, espléndidamente escrita,
fascinante, divertida, asombrosa» (A. C. Grayling, The Financial Times).
«Brillante... Es a la
historia del coleccionismo lo que Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, a
la época victoriana» (Bevis Hillier, Literary Review).
Cuando,
siendo aún niño, tenía problemas para conciliar el sueño por miedo a las brujas
o los demonios que pudieran hallarse escondidos debajo de la cama, me
reconfortaba imaginando a mi bisabuelo sentado en su sillón, con un libro, tal
como yo lo había visto, y también como siempre me lo había descrito mi madre,
que había crecido en la casa de mi bisabuelo en Leiden, Países Bajos. En mi
imaginación sigue sentado allí, vestido impecablemente con un terno, según la
moda de la década de 1940, un mechón de pelo blanco en la frente y poco más de
un centímetro de cabello a los lados de la cabeza, un bigote semejante a un
cepillito (moda a la que no renunció a pesar de un austriaco non grato que
también la había adoptado). Más que con elegancia, vestía con corrección. Todos
sus trajes eran viejos, pero aún podían llevarse y, como sus camisas, tenían
los puños y el cuello gastados, testimonios de la parsimoniosa vida de su dueño
y de sus ideales calvinistas. Lo rodeaban los lomos de miles de libros de las
estanterías que iban del suelo hasta el techo.
Es
imposible saber hasta qué punto esa imagen es un recuerdo auténtico (mi
bisabuelo murió a los noventa y cuatro años, cuando yo sólo tenía cuatro) y
cuánto de ella se ha rehecho en mi cabeza a partir de las historias que me
contaron y de las fotografías, pero mi admiración por su curiosidad y su
erudición fue tan grande que nunca se desvaneció por completo. Era la suya una
imagen de la que emanaban una bondad y una autoridad inmensas, Cuando, siendo
aún niño, tenía problemas para conciliar el sueño por miedo a las brujas o los
demonios que pudieran hallarse escondidos debajo de la cama, me reconfortaba
imaginando a mi bisabuelo sentado en su sillón, con un libro, tal como yo lo
había visto, y también como siempre me lo había descrito mi madre, que había
crecido en la casa de mi bisabuelo en Leiden, Países Bajos. En mi imaginación
sigue sentado allí, vestido impecablemente con un terno, según la moda de la
década de 1940, un mechón de pelo blanco en la frente y poco más de un
centímetro de cabello a los lados de la cabeza, un bigote semejante a un
cepillito (moda a la que no renunció a pesar de un austriaco non grato que
también la había adoptado). Más que con elegancia, vestía con corrección. Todos
sus trajes eran viejos, pero aún podían llevarse y, como sus camisas, tenían
los puños y el cuello gastados, testimonios de la parsimoniosa vida de su dueño
y de sus ideales calvinistas. Lo rodeaban los lomos de miles de libros de las
estanterías que iban del suelo hasta el techo.
Es
imposible saber hasta qué punto esa imagen es un recuerdo auténtico (mi
bisabuelo murió a los noventa y cuatro años, cuando yo sólo tenía cuatro) y
cuánto de ella se ha rehecho en mi cabeza a partir de las historias que me
contaron y de las fotografías, pero mi admiración por su curiosidad y su
erudición fue tan grande que nunca se desvaneció por completo. Era la suya una
imagen de la que emanaban una bondad y una autoridad inmensas, de pan en la
mano. «Madre, voy a dar de comer a los cisnes», le decía a Godefrieda, su
mujer, y después tomaba un autobús hasta la estación central de Leiden y desde
allí un tren a Ámsterdam, donde tenía una tienda de antigüedades llamada De
Geelfinck. Godefrieda nunca habría aprobado que un hombre de su posición se dedicara
al comercio, y a él nunca le habían gustado las discusiones domésticas. El
engaño no se descubrió hasta varios años más tarde, cuando entraron ladrones en
la tienda y ella leyó la noticia en el periódico.
Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval
ISBN 978-84-339-2600-5
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 336
Colección Crónicas
Traducción Francesc Rovira
Este libro es una
indagación sobre Jack Kerouac, el escritor al que toda una generación erigió en
portavoz a su pesar. Duval da voz a personajes clave de aquellos años: el poeta
Allen Ginsberg; Carolyn Cassady, mujer de Neal Cassady y amante de Kerouac;
Joyce Johnson, que mantenía una relación sentimental con el escritor cuando le
llegó la fama; Timothy Leary, gurú de la psicodelia en los sesenta; Anne
Waldman, poeta beat; y Ken Kesey, personaje central de la contracultura
norteamericana. A través de ellos indagamos, en primer lugar, el misterio de
Jack Kerouac, ese tipo que escribió la novela más emblemática de su generación
para luego caer en el alcoholismo y la desolación. El resultado es un auténtico
fresco de la generación beat.
«Fruto de veinte años
de indagación en los Estados Unidos a la búsqueda de los últimos testimonios de
esa época lejana, que desmienten muchos estereotipos aún hoy tenaces» (L’Écho
Républicain).
«¡Magnífico!» (Elle).
«Esta obra restablece
la verdad sobre lo que se ha considerado erróneamente un movimiento literario» (Le
Magazine Littéraire).
En
la prensa francesa, su muerte apenas llena un suelto. Todo un signo; tres meses
antes, en verano de 1969, los Beatles, a punto de separarse, graban su último
disco, cuyo título, como On the Road, tiene tres sílabas: Abbey Road (de nuevo
el tema de la road, la carretera, la calle, el camino...). No hace falta
recordar que el mismo nombre de los Beatles es en buena parte un homenaje
deliberado a los beats (al tiempo que a The Crickets, la formación de Buddy
Holly, a quien Paul y John veneraban). Aquella palabra que se volvió
rápidamente mágica, «Beatles», procedía de la interrelación sintomática de tres
períodos socioculturales sucesivos, que condensaba y agrupaba: el fin de los
años cuarenta, los años cincuenta y los años sesenta. Los Beatles, a través de
los beatniks, reemplazaban a los beats, quienes nunca existieron fuera de la
ficción; aunque, al fin y al cabo, ¿no es éste el terreno más fértil para
engendrar otras mitologías?
En
efecto, la generación beat, como movimiento literario, no ha existido nunca.
Sin embargo, esta inexistencia –¿es que no procede todo del Gran Vacío?, se
preguntaba Kerouac– ha permitido la construcción de una ficción verdadera, que
hoy llamamos convencionalmente «generación beat» y cuyos actores, lejos de
formar un «núcleo», como se ha dicho, nunca han representado sino una nebulosa
muy dispersa: desde un punto de vista literario, no se distingue a primera
vista qué pueden tener en común un Ginsberg, un Burroughs, un Kerouac, un
Corso, un Snyder, un Ferlinghetti, etcétera. Al contrario, cada una de sus
obras muestra tal singularidad y tal originalidad que no se pueden englobar
todas en una única denominación. Tienen un solo punto en común: por muy
diversas que sean, todas ellas proceden de la fuerte afirmación de una
individualidad que se permite expresarse como tal, lejos de los cánones
literarios del momento. La característica principal del «movimiento beat», si existiera, sería su sorprendente
disparidad. Es, de hecho, la marca de los nuevos tiempos, pues ya nadie desea
para sí el conformismo que modelaba al individuo en las sociedades anteriores.
En
este punto, vale la pena destacar un aspecto: la leyenda beat, tal como la
representan Jack Kerouac y Neal Cassady, y a pesar de sus momentos de
exaltación, es una leyenda triste. Ninguno de los dos términos de la famosa
disyuntiva suscitada por Virginia Woolf –vivir o crear– ofrece salvación
alguna. Por un lado, tenemos el éxito de una obra preñada de ritmos, sonidos y
correspondencias, gloriosa porque se quiere tal. Por otro, la realización de un
hombre de carne y hueso, capaz, a fuerza de magnetismo, de escribir su vida a
cada momento como se escribe un libro, de elaborar magníficamente su propia
ficción, en una emanación permanente de espontaneidad. Y sin embargo, a fin de
cuentas, al final de cada una de estas trayectorias, el camino no tiene salida
y el fracaso es absoluto, inscrito en la propia lógica suscitada por la empresa.
Fracaso de la vida, fracaso del arte. Fausto, de nuevo y siempre.
El mundo después del cumpleaños de Lionel Shriver
ISBN 978-84-339-7731-1
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 704
Colección Compactos
Traducción Daniel Najmías
Irina y Lawrence son
dos americanos que viven en Londres. Él es experto en relaciones
internacionales. Ella ilustra libros para niños. Desde hace cinco años, el seis
de julio, día del cumpleaños de su amigo Ramsey Acton, siempre cenan con él.
Ramsey es un jugador profesional de snooker, que ha ganado mucho dinero con el
juego. Y cuando llega el día del cumpleaños, Lawrence, ausente en un viaje de
trabajo, insiste en que Irina salga a cenar con Ramsey y no rompan la
tradición. Ella no tiene ningunas ganas, pero accede. E Irina descubre a un
Ramsey que desconocía, y lo que iba a ser un encuentro inocuo se convierte en
la divisoria de las aguas, en ese instante único en que la decisión que se tome
cambia para siempre la vida.
Por orden alfabético de Jorge Herralde
ISBN 978-84-339-7729-8
PVP con IVA 9,90 €
Nº de páginas 360
Colección Compactos
1900-1914: quince años
vertiginosos que desembocaron en una guerra. Una década y media en la que la
ciencia, el arte, la literatura, la música, la arquitectura dieron algunos de
los mejores frutos del siglo que entonces comenzaba. Nombres como Albert
Einstein, Pierre y Marie Curie, Sigmund Freud, Braque y Picasso, Klimt,
Kokoschka y Duchamp, unidos a verdaderas revoluciones en los hábitos cotidianos
–el automóvil, la cámara fotográfica, el cinematógrafo, los grandes almacenes–,
lograron que el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial se considerase una
época idílica. Pero fueron también los crueles años de la «fiebre del caucho» y
el exterminio de nativos en el Congo belga, los días de la frenética carrera
por la supremacía naval, el amanecer de las grandes luchas sociales del
siglo... Philipp Blom pinta una retrospectiva histórica soberbia en este libro,
galardonado con el NDR Kultur Sachbuchpreis 2010 y el Groene Waterman Prize.
Cuando
empezaron a conocerse noticias alarmantes de su enfermedad, advertí
sobresaltado la ausencia de Jesús Aguirre en mi galería de editores
imprescindibles de nuestro país. Empecé a tomar notas y, sobre todo, rescaté
nuestra breve correspondencia: pienso que sus cartas daban muy bien la
«coloratura» del personaje, pero luego, con el jaleo de la editorial, mi texto
quedó en borrador, que ahora he completado.
Releí
entonces los dos libros de Jesús que tenía en la biblioteca, Casi ayer noche y Memorias del cumplimiento, que con sus
sermones y sus poemas conforman, creo, la escasa opera omnia del autor.
Casi
ayer noche es una compilación de sus artículos y ensayos que Taurus publicó en
1985 y cuyo copyright reza así: «JESÚS AGUIRRE, Duque de ALBA». Lleva un
prólogo, muy brillante, de Juan García Hortelano: «Personaje peculiarísimo de
la cultura española, Jesús Aguirre suscitó, ya desde los tiempos en Alemania de
sus grados en Filosofía y Teología, una larga galería de retratos de una muy
desigual fidelidad al modelo.» Y añade: «Al cabo de los años ha sido una
iconografía lo suficientemente variada para que, cuando la conversación decae
por falta de asuntos interesantes, siempre les quede a los contemporáneos
hablar de Jesús Aguirre.»
De
su regreso definitivo a España, Jesús comenta: «Tuve entonces que encargarme de
la Editorial Taurus, y con la ayuda, carísima, por cierto, de Pradera, al menos
en bufidos, trasladarla de Tomelloso a Frankfurt.» Y de nuevo Pradera: «Hablaba
mucho por teléfono, sobre todo con Pradera. Él no conspiraba: simplemente
manipulaba. De su abuelo [Víctor Pradera], aquel prócer, no había heredado las
ideas, que por cierto eran enormes, mas sí el temperamento, mucho más enorme
todavía.» Y también: «Lo de Frankfurt, Benjamin, sobre todo, Adorno y los
otros, tenía que ver con el aburrimiento insoportable que me causaban los
catecismos marxistas», al igual que «es más preciso a la teología de la
liberación llamarla catequesis de la liberación».
El
corpus central del libro, al menos el que me interesa más, reside en sus cuatro
textos sobre Walter Benjamin. Ese Benjamin que se suicidó en Portbou porque
«sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie», que prefiere «la gloria sin
fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo», que en sus Tesis de
filosofía de la historia combate la «testaruda fe en el progreso» de la
socialdemocracia y del marxismo vulgar. «El contenido de un texto de Benjamin
nunca es doctrina», escribe Aguirre, quien remacha: «Si hubiese que seguir en
la cadena de denominaciones del fenómeno Benjamin, creemos que, tras pasar de
la fragmentalidad a la inspiración plural (y extravagante), quedarían por
enlazar otros dos eslabones: el discurso interrumpido y la heterodoxia de sí
mismo.»
En
cuanto a Memorias del cumplimiento, de 1988, merece quizá la pena detenerse en
la portada: «Retrato con anillo» de Rafael Cidoncha, primavera 1987. El Duque
sentado en un sillón, con un anillo, en efecto, bien visible en el dedo meñique
de una mano huesuda en primer plano. Chaqueta como de terciopelo negro, con un
pañuelo azul alborotado que se sale por el bolsillo superior, camisa de rayas
multicolores, corbata de flores de colores sosegados sobre fondo azul, chaleco
abierto de levita, pantalones beige. En la otra mano, sin anillo, que descansa
sobre la pierna izquierda cabalgando, un purito enhiesto. El cabello, grisáceo
con hebras rubiescas, peinado con un bucle. La boca resuelta. En este retrato
del duque dandy sólo me sorprenden los ojos, infinitamente menos vivos que los
de su modelo (al menos, como los recuerdo). Como telón de fondo, un detalle de
la biblioteca de Las Dueñas. En los lomos desvaídos, tres títulos se leen
nítidamente: Humo de Turgenief (sic), Casi ayer anoche, cuyo autor no aparece
(se trata, claro está, de Jesús Aguirre), y sobre todo, también de autor
escamoteado, El contemplado.
Años de vértigo de Philipp Blom
ISBN 978-84-339-7732-8
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 688
Colección Compactos
Traducción Daniel Najmías
1900-1914: quince años
vertiginosos que desembocaron en una guerra. Una década y media en la que la
ciencia, el arte, la literatura, la música, la arquitectura dieron algunos de
los mejores frutos del siglo que entonces comenzaba. Nombres como Albert Einstein,
Pierre y Marie Curie, Sigmund Freud, Braque y Picasso, Klimt, Kokoschka y
Duchamp, unidos a verdaderas revoluciones en los hábitos cotidianos –el
automóvil, la cámara fotográfica, el cinematógrafo, los grandes almacenes–,
lograron que el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial se considerase una
época idílica. Pero fueron también los crueles años de la «fiebre del caucho» y
el exterminio de nativos en el Congo belga, los días de la frenética carrera
por la supremacía naval, el amanecer de las grandes luchas sociales del
siglo... Philipp Blom pinta una retrospectiva histórica soberbia en este libro,
galardonado con el NDR Kultur Sachbuchpreis 2010 y el Groene Waterman Prize.
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