viernes, 27 de septiembre de 2013

El tiempo entre costuras de María Dueñas



Sira Quiroga trabaja de modista con su madre en una pequeña tienda de confección de vestidos situada en Madrid, allí se encuentra con su primer amor, el cual tiene la meta de convertirse en funcionario del estado, poco después descubre que no es feliz con él y se encuentra con un joven que la lleva de viaje Tánger arrastrada por la pasión y el amor, es allí donde se verá obligada a permanecer, no solo por la guerra, también porque su amante desaparece de repente dejando tras de sí deudas y robando a Sira lo poco que tiene.


A partir de ahí se ve obligada a salir adelante con la colaboración de la Matutera y a través de medios un tanto ilegales. Al poco tiempo llegará a Madrid devastado ya por la posguerra y la dictadura de Franco y allí tendrá que afrontar una dura prueba como espía de la sociedad burguesa que se movían por los grandes hoteles y seguir los pasos de los alemanes a través de los comentarios de sus mujeres y tratando de escuchar en las fiestas de la burguesía.

Dueñas nos describe en esta gran novela una historia de superación, desgracias y encuentros, una historia que enmarca la historia de España desde diversos puntos de vista (En primer lugar desde el Protectorado de Marruecos, la dura posguerra en España hasta las transacciones con Alemania desde Lisboa, comenzando en 1936 hasta pocos años después de acabar). La novela está repleta de información histórica lo que otorga realidad mientras la ficción avanza, todo ello entrelazado de forma ágil y dinámica logrando con ello hacer una lectura fácil, además, sus personajes son profundos y, gracias a ello conectamos con ellos y sentimos todos sus anhelos e ilusiones. En definitiva, un libro con una gran historia con unos fondos muy bien descritos, con personajes realistas y narrado todo ello con gran calidad y dinamismo, aportando frescura.

Recomendado para aquellos que les gusten las novelas históricas y también las que hablen de la moda y la sociedad de aquella época, también para aquellos que quieran saber más sobre la dura época de la posguerra desde varios puntos de vista, y por último para aquellos que les gusten las novelas de romances, encuentros y espionaje encubierto en las costuras de los diseños de la protagonista.

Extractos:

A lo largo del otoño hubo más clientas; extranjeras adineradas en su mayoría, tuvo razón mi socia la matutera en su presagio. Varias alemanas. Alguna italiana. Unas cuantas españolas también, esposas de empresarios casi siempre, que la administración y el ejército andaban en tiempos convulsos. Alguna judía rica, sefardí, hermosa, con su castellano suave y viejo de otra cadencia, hadreando con su ritmo melodioso en haketía, con palabras raras, antiguas: mi wueno, mi reina, buena semana mos dé el Dió, ansina como te digo que ya te contí.
El negocio prosperaba poco a poco, se fue corriendo la voz. Entraba dinero: en pesetas de Burgos, en francos franceses y marroquíes, en moneda hassani. Lo guardaba todo en una pequeña caja de caudales cerrada con siete llaves en el segundo cajón de la mesilla de noche. A treinta de cada mes entregaba el montante a Candelaria. El tiempo de decir amén tardaba la matutera en apartar un puñado de pesetas para los gastos corrientes y liar el resto de los billetes en un rulo compacto que diestra se introducía en el canalillo. Con la ganancia del mes al cobijo caliente de sus opulencias, corría a buscar entre los hebreos al cambista que mejor apaño le hiciera. Volvía al rato a la pensión, sin resuello y con un montón tubular de libras esterlinas guarecido en el mismo escondite. Con el aliento aún entrecortado por la prisa, se sacaba de entre los pechos el botín. «A lo seguro, chiquilla, a lo seguro, que para mí que los más listos son los ingleses. Pesetas de Franco no vamos a ahorrar tú y yo ni una, que como al cabo terminen perdiendo la guerra los nacionales, no van a servirnos ni para limpiarnos el culo.» Repartía con justicia: la mitad para mí, la mitad para ti. Y que nunca nos falte, mi alma.
Me acostumbré a vivir sola, serena, sin miedos. A ser responsable del taller y de mí misma. Trabajaba mucho, me distraía poco. El volumen de pedidos no exigía más manos, seguí sin ayuda. La actividad era por eso incesante, con los hilos, las tijeras, con imaginación y la plancha. Salía a veces en busca de telas, a forrar botones o elegir bobinas y corchetes. Disfrutaba sobre todo de los viernes: me acercaba a la vecina plaza de España —el Feddán le decían los moros— para ver al jalifa salir de su palacio y dirigirse de la mezquita sobre un caballo blanco, bajo un parasol verde, rodeado por soldados indígenas con uniformes de ensueño, un espectáculo imponente. Solía caminar después por la que ya comenzaba a llamarse calle del Generalísimo, continuaba el paseo hasta la plaza de Muley-el-Mehdi y pasaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, la misión católica, abarrotada de lutos y plegarias por la guerra.
La guerra: tan lejana, tan presente. Del otro lado del Estrecho llegaban noticias por las ondas, por la prensa y saltando de boca en boca. La gente, en sus casas, marcaba los avances con alfileres de colores sobre los mapas clavados en las paredes. Yo, en la soledad de la mía, me informaba sobre lo que en mi país iba aconteciendo. El único capricho que me permití en esos meses fue la compra de un aparato de radio; gracias a él supe antes de fin de año que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia y había dejado al pueblo solo para defender Madrid. Llegaron las Brigadas Internacionales a ayudar a los republicanos, Hitler y Mussolini reconocieron la legitimidad de Franco, fusilaron a José Antonio en la cárcel de Alicante, junté ciento ochenta libras, llegó la Navidad.

Comimos solos en una dependencia de la misma Legación Americana a la que llegamos recorriendo de nuevo tramos de pasillo y escaleras. Por el camino me explicó que las instalaciones eran el resultado de varios añadidos a una antigua casa central; aquello aclaraba su falta de uniformidad. La estancia a la que llegamos no era exactamente un comedor; se trataba más bien de un pequeño salón con escasos muebles y numerosos cuadros de batallas antiguas encajadas en marcos dorados. Las ventanas, cerradas a cal y canto a pesar del magnífico día, se asomaban a un patio. En el centro de la habitación habían dispuesto una ternera para dos. Un camarero con corte de pelo militar nos sirvió una ternera poco hecha acompañada de patatas asadas y ensalada. En una mesa auxiliar dejó dos platos con fruta troceada y un servicio de café. En cuanto terminó de llenar las copas con vino y agua, desapareció cerrando la puerta tras de sí sin hacer el menor ruido. La conversación volvió entonces a su cauce.
 —A su llegada a Madrid se alojará durante una semana en el Palace, hemos hecho una reserva a su nombre; a su nuevo nombre, quiero decir. Una vez allí, entre y salga constantemente, hágase ver. Visite tiendas y acérquese a su nueva residencia para familiarizarse con ella. Pasee, vaya al cine; en fin, muévase como le apetezca. Con un par de restricciones.
—¿Cuáles?
—La primera, no traspase los límites del Madrid más distinguido. No se salga del perímetro de las zonas elegantes ni entre en contacto con personas ajenas a ese medio.
—Me está diciendo que no pise mi antiguo barrio ni vea a mis viejos amigos o conocidos, ¿verdad?
—Exactamente. Nadie debe asociarla con su pasado. Usted es una recién llegada a la capital: no conoce a nadie y nadie la conoce a usted. En el caso de que alguna vez se encontrara a alguien que por casualidad llegara a identificarla, arrégleselas para negarlo. Sea insolente si hace falta, recurra a cualquier estrategia, pero no deje que nunca se sepa que usted no es quien pretende ser.
—Lo tendré en cuenta, descuide. ¿Y la segunda restricción?
—Cero contacto con cualquier persona de nacionalidad británica.
—¿Quiere decir que no puedo ver a Rosalinda Fox? —dije sin poder disimular mi desencanto. A pesar de que sabía que nuestra relación no podría ser pública, confiaba en apoyarme en ella en privado; en poder recurrir a su experiencia y su intuición cuando me viera en apuros.
Terminó Hillgarth de masticar un bocado y volvió a limpiarse con la servilleta mientras se acercaba la copa de agua a la boca.
—Me temo que así debe ser, lo siento. Ni a ella ni a ningún otro inglés, con excepción de mí mismo y sólo en las ocasiones del todo imprescindibles. La señora Fox está al tanto: si por casualidad coincidieran alguna vez, ya sabe que no podrá aproximarse a usted. Y evite también en lo posible el acercamiento a ciudadanos norteamericanos. Son nuestros amigos, ya ve cómo nos están tratando de bien —dijo abriendo las manos y simulando abarcar con ellas la estancia—. Lamentablemente, no son igual de amigos de España y de los países del Eje, así que intente mantenerse alejada de ellos también.

Editorial: Temas de Hoy
Autor: María Dueñas
Páginas:  640
Precio: 22 euros

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